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Se habían enterado de todo, de boca de chavales que habían entrado tarde, o de los que habían hecho novillos y habían visto la televisión. Aunque los relatos no habían mencionado a Geneva por su nombre, todos sabían que ella había sido el centro del suceso, probablemente gracias a Keesh.

Marella -una golfilla compañera de clase- pasó a su lado y le dijo:

– ¿Qué tal, colega? ¿Todo bien?

– Sí, guay.

La compañera, alta, miró al detective Bell frunciendo los ojos y le preguntó:

– ¿Por qué te está llevando el libro un madero, Gen?

– Pregúntaselo a él.

El policía se rio, incómodo.

Hacerse pasar por profesor. Estupendo.

Keesha Scott, que estaba en un grupo junto a su hermana y a algunas de sus amigas blingstas, no daba crédito a sus ojos.

– Chica, estás como una cabra -gritó-. Si te dan la posibilidad de no venir, pues pasas de venir. Podrías haberte quedado en casa, viendo culebrones. -Sonrió, señaló el comedor con la cabeza-. Te pillo luego.

Algunos de los estudiantes no fueron tan amables. A medio camino hacia el comedor, oyó la voz de un chico:

– Hola, hola, allí está la zorra del canal Fox con el carapálida. ¿Aún está viva?

– Pensaba que alguien la había zurrado a esa mamona.

– Coño, si esa tía está tan esquelética, que basta con soplar para que se caiga.

Hubo un estallido de risas estridentes.

El detective Bell se giró, pero los jóvenes que habían vociferado esas palabras desaparecieron en un mar de sudaderas y cabezas rapadas (los sombreros estaban prohibidos en los pasillos del Langston Hughes).

– No pasa nada -dijo Geneva, con la mandíbula rígida, mirando el suelo-. A algunos de ellos no les gusta que uno se tome el instituto en serio, ¿sabe? -Había sido la estudiante del mes varias veces y tenía un premio por asistencia continuada durante los dos años anteriores. Estaba permanentemente en el cuadro de honor de la dirección, con una media de 98 sobre 100, y había sido investida miembro de la Sociedad Nacional de Honor en una ceremonia formal la primavera anterior-. No tiene importancia.

Incluso el venenoso insulto de rubia o debutante -chica negra con aspiraciones de blanca- no le hacía mella, ya que hasta cierto punto era verdad.

En el comedor, una mujer negra muy grande, atractiva, con un vestido granate, que llevaba colgada del cuello una insignia que la identificaba como autoridad educativa, se acercó al señor Bell. Dijo que era la señora Barton, orientadora educativa. Se había enterado del incidente y quería saber si Geneva estaba bien y si quería hablar con alguien de su departamento.

«Vaya, hombre, una orientadora», pensó la chica, y se le cayó el alma a los pies. «Ahora no necesito esta mierda».

– No -dijo-. Estoy bien.

– ¿Estás segura? Podríamos tener una sesión esta tarde.

– De verdad. Estoy bien. Guay.

– Debería llamar a tus padres.

– Están fuera.

– No estarás sola, ¿verdad? -La mujer frunció el ceño.

– Un tío mío se ha quedado a mi cargo.

– Y nosotros estamos cuidando de ella -dijo el detective. Geneva se dio cuenta de que la mujer ni siquiera pidió ver su identificación, tan obvio resultaba que el tío era un poli.

– ¿Cuándo regresa tu familia?

– Vienen de camino. Estaban en el extranjero.

– La verdad es que no tenías ninguna obligación de venir al instituto hoy.

– Tengo dos exámenes. No quiero perdérmelos.

La mujer soltó una risa lánguida y le dijo al señor Belclass="underline"

– Yo nunca me tomé la escuela tan en serio como esta chica. Probablemente debería haberlo hecho. -Miró a la chica-. ¿Estás segura de que no te quieres ir a casa?

– He pasado mucho tiempo preparando estos exámenes -farfulló-. Y quiero hacerlos.

– De acuerdo. Pero luego creo que deberías irte a casa y quedarte allí unos días. Nosotros te llevaremos los deberes. -La señora Barton dio un bramido para detener una pelea de empujones entre dos chicos.

Una vez que ella se hubo marchado, el agente preguntó:

– ¿Tienes algún problema con ella?

– Es que los orientadores… siempre se meten donde no les llaman, ¿sabe?

Bell puso cara de que no, de que no sabía, pero ¿por qué debía saberlo? Ése no era su mundo.

Fueron por el pasillo hacia la cafetería. Cuando entraron en el ruidoso lugar, Geneva sacudió la cabeza señalando la arcada y el pasillo que daba a los servicios de las chicas.

– ¿Hay algún problema si entro ahí?

– Por supuesto que no. Pero espera un minuto.

Se acercó a una profesora y le susurró algo, explicándole la situación, supuso Geneva. La mujer asintió con la cabeza y entró en el servicio. Salió poco después.

– Está vacío.

El señor Bell se apostó en la puerta.

– Me aseguraré de que sólo entren estudiantes.

Geneva se metió en el servicio, dando gracias al cielo por tener un momento de paz, por estar fuera del alcance de todas las miradas. Lejos de la angustia de saber que alguien quería hacerle daño. Antes estaba enojada. Antes se había mostrado desafiante. Pero ahora la realidad empezaba a venírsele encima y se sentía asustada y confundida.

Salió del aseo y se lavó las manos y la cara. Había entrado otra chica y se estaba maquillando. Del último curso, creía Geneva. Alta, de buen ver, con las cejas depiladas con mucho arte y el flequillo peinado a la perfección con secador. La chica la miró de arriba abajo, por la historia de la televisión. Estaba catalogándola. Aquí eso se veía todo el tiempo; cada minuto de cada día, la observación de las competidoras: qué llevaba puesto una chica, cuántos piercings, si eran de oro puro o chapado, si tenía puesto demasiado brillo, si sus trenzas estaban bien o si se le estaban aflojando, si iba emperifollada o llevaba un vestido sencillo; esas extensiones, ¿eran auténticas o falsas? ¿Usaba ropa holgada para ocultar un embarazo?

Geneva, que gastaba su dinero en libros, no en ropa ni en maquillaje, siempre quedaba muy abajo en el ránking.

No era que lo que Dios le había dado fuera de mucha ayuda. Tenía que respirar hondo para llenar el sujetador, y normalmente ni siquiera se molestaba en ponérselo. Para las chicas de Delano, ella era esa «zorra de tetitas de yema de huevo», y se habían dirigido a ella como si fuera un chico miles de veces durante el último año. (Lo más doloroso era cuando alguien realmente la confundía con un chico, no cuando se estaban metiendo con ella). Y luego estaba el pelo: apretado e hirsuto como lana de acero. No tenía tiempo para hacerse rastas o atarse cintitas. Las trenzas y las extensiones requerían una eternidad, y aunque Keesh se las habría hecho gratis, en realidad la habrían hecho parecer aún más joven, como si fuera un niñito vestido por su mamita.

Altiva, allí va, la pequeña y esmirriada chico-chica… Agarradla

La chica mayor, que seguía a su lado en los lavabos, se volvió otra vez hacia el espejo. Era bonita y ancha de espaldas, se le marcaban las tiras y los elásticos de su sexy sujetador, su largo cabello era lacio, muy alisado, sus suaves mejillas tenían un ligero toque granate. Sus zapatos eran rojos como manzanas acarameladas. Era todo lo que no era Geneva.