– Hablo en serio, Gen, tú estás por encima del rollo ese de los pinchadiscos, las trenzas y la movida bling-bling. Eres lista. Resulta agradable conversar con alguien inteligente. Mis colegas -señaló con la cabeza hacia la mesa en la que estaban sus amiguetes- no son lo que se dice físicos nucleares, ¿sabes lo que quiero decir?
De pronto, se le iluminó la mente como con un fogonazo. Adelante, chica.
– Ajá -dijo-, algunos de ellos son tan bobos que si su mente hablara, sería muda.
– ¡Descarao, chica! Tal cual. -Riendo, entrechocaron los puños, y a ella le dio una descarga eléctrica que le recorrió el cuerpo. Hizo un esfuerzo para no sonreír; estaba muy mal visto que uno festejara sus propios azotes.
Entonces, en medio de la euforia del momento, Geneva pensó en cuánta razón tenía él, en lo infrecuente que es estar simplemente charlando con alguien listo, alguien a quien le importara lo que uno dijera.
Kevin enarcó una ceja apuntando hacia el detective Bell, que estaba pagando la comida, y dijo:
– Ese tío que está haciéndose pasar por profe es un madero.
– Es como si llevara la palabra «madero» escrita en la frente -susurró ella.
– Exacto -dijo Kevin, riendo-. Sé que te anda siguiendo los pasos, y eso está dabuten. Pero quiero decirte que yo también voy a guardarte las espaldas. Y mis colegas. Si vemos cualquier cosa rarilla, se lo diremos.
A ella le conmovió ese gesto.
Pero luego se preocupó. ¿Y si el horrible hombre de la biblioteca hería a Kevin o a alguno de sus amigos? Aún no se había recuperado de la pena que le había causado el hecho de que el doctor Barry hubiera muerto por ella, ni de que la mujer que se encontraba en la acera hubiera resultado herida. Tuvo una horrible premonición: Kevin yaciente en la sala del tanatorio Williams, como tantos otros chicos de Harlem, muerto a tiros en la calle.
– No tienes que hacerlo -dijo ella, con gesto adusto.
– Ya lo sé -contestó él-. Quiero hacerlo. Nadie te va a hacer daño. Te doy mi palabra. Bueno, ahora me voy con mis colegas. ¿Te veo luego? ¿Antes de la clase de matemáticas?
Con el corazón desbocado, Geneva tartamudeó:
– Por supuesto.
Él volvió a entrechocar su puño con el de ella, y se marchó. Mirándole, Geneva se sentía febril; le temblaban las manos tras el saludo. «Por favor», pensó, «que no le suceda nada malo…».
– ¿Señorita?
Geneva levantó la vista y parpadeó.
El detective Bell estaba colocando una bandeja sobre la mesa. La comida olía muy bien… Tenía más hambre de lo que creía. Se quedó mirando el plato humeante.
– ¿Le conoce? -preguntó el policía.
– Ajá, es un chico guay. Somos compañeros de clase. Le conozco desde hace años.
– Parece un poco aturdida, señorita.
– Bueno… no lo sé. A lo mejor lo estoy. Sí.
– Pero no tiene nada que ver con lo que ocurrió en el museo, ¿verdad? -preguntó él con una sonrisa.
La joven desvió la mirada, notando que se ruborizaba.
– Ahora -dijo el detective, poniéndole un plato delante-, a zampar. No hay nada como el tetrazzini con pavo para calmar a un alma atribulada. ¿Sabe una cosa?, estoy por pedirles la receta.
CAPÍTULO 11
Serviría con eso.
Thompson Boyd miró las compras que tenía en la cesta y luego se encaminó hacia la caja registradora. Realmente le encantaban las ferreterías. Se preguntaba a qué se debería. Tal vez a que su padre le llevaba todos los sábados a una sucursal de Ferreterías Ace, en las afueras de Amarillo, para proveerse de lo que necesitaba en el taller que tenía en el cobertizo, junto a la caravana.
O tal vez se debía a que en casi todas las ferreterías, como en ésa, las herramientas estaban limpias y ordenadas, la pintura, las colas y las cintas colocadas de manera lógica, y eran fáciles de encontrar.
Todo organizado siguiendo las reglas al pie de la letra.
A Thompson también le gustaba el olor, ese olor acre como a fertilizante, a gasolina o disolvente, que era imposible describir, pero que todo el que alguna vez hubiera estado en una vieja ferretería reconocería al instante.
El asesino era bastante habilidoso. Lo había heredado de su padre, quien, aunque pasaba todo el día entre herramientas, trabajando en los oleoductos, las torres de perforación y las bombas de cabeza de dinosaurio que subían y bajaban sin parar, pasaba mucho tiempo con su hijo enseñándole pacientemente a trabajar con herramientas -y a respetarlas-, a medir, a dibujar planos. Thompson pasaba horas aprendiendo a reparar lo que estaba averiado y a transformar madera y metal y plástico en cosas que antes no existían. Juntos trabajaban en el camión o en la caravana, reparaban la cerca, hacían muebles, fabricaban un regalo para mamá o la tía, un broche o una pitillera o una mesa de madera maciza. «Sea pequeño o grande», explicaba su padre, «tienes que poner la misma dosis de habilidad en lo que estás haciendo, hijo. Una cosa no es mejor ni más difícil que la otra. Todo es cuestión de dónde pones la coma de los decimales».
Su padre era un buen maestro, y se sentía orgulloso cuando su hijo fabricaba algo. Cuando Hart Boyd murió, tenía consigo un equipo de limpieza y lustrado de zapatos que había hecho su hijo, y un llavero de madera con forma de cabeza de indio con la palabra «papá» grabada a fuego.
Fue una suerte, dado el curso que siguieron los acontecimientos, que Thompson aprendiera esas habilidades, porque de eso trata el oficio de la muerte. Mecánica y química. No muy diferente de la carpintería, la pintura o la reparación de coches.
De dónde pones la coma de los decimales.
De pie ante la caja registradora, pagó -en efectivo, por supuesto- y le dio las gracias al cajero. Cogió la bolsa de las compras con sus manos enguantadas. Se encaminó hacia la puerta, se detuvo y se quedó mirando una pequeña segadora de césped eléctrica, verde y amarilla. Estaba perfectamente limpia, brillante, una joya de aparato, una esmeralda. Sentía una curiosa atracción por ella. «¿Por qué?», se preguntó. Bueno, puesto que había estado pensando en su padre, se le ocurrió que la máquina le hacía acordarse de cuando cortaba la hierba en el minúsculo jardín detrás de la caravana de sus padres, los domingos por la mañana, y luego entraba a ver el partido con su padre mientras su madre preparaba algo en el horno.
Recordaba el olor dulce de la gasolina, recordaba el estallido, que sonaba como un disparo, cuando la cuchilla daba contra una piedra y la hacía saltar y salir volando, el entumecimiento en las manos, causado por la vibración de la barra por donde agarraba la máquina.
Entumecido, así es como se sentiría uno si yaciera muriéndose a consecuencia de la mordedura de una serpiente de cascabel, supuso.
Se dio cuenta de que el cajero le estaba hablando.
– ¿Qué? -preguntó Thompson.
– Se la dejo a buen precio -dijo el cajero, señalando la segadora con un movimiento de cabeza.
– No, gracias.
Al salir a la calle se preguntó por qué se habría detenido ante la segadora, qué era lo que le atraía tanto de ella, por qué tenía tantas ganas de tenerla. Entonces se le ocurrió la perturbadora idea de que no era en absoluto por los recuerdos familiares, sino tal vez porque la máquina era en verdad una pequeña guillotina, un modo muy eficiente de matar.
Tal vez era eso.
No le gustaba haber tenido ese pensamiento. Pero ahí estaba.
Entumecido…
Silbando ligeramente una canción de su juventud, Thompson empezó a remontar la calle, llevando la bolsa con las compras en una mano y, en la otra, su maletín, que contenía su pistola, su porra y algunas otras herramientas del oficio.
Continuó calle arriba, hacia Little Italy, donde los barrenderos estaban haciendo limpieza después de la feria del día anterior. Se puso en guardia al ver que había varios patrulleros. Dos agentes estaban hablando con un coreano y su esposa, dueños de un puesto de frutas. Se preguntó qué pasaría. Luego siguió hasta una cabina telefónica. Volvió a comprobar si tenía mensajes en el buzón de voz, pero no había ninguno relativo al paradero de Geneva. No era para preocuparse. Su contacto conocía Harlem bastante bien, y sólo sería cuestión de tiempo hasta que Thompson averiguara a qué instituto iba la chica y dónde vivía. Además, podía aprovechar el tiempo libre. Tenía otro trabajo, uno que había estado planeando durante más tiempo que la muerte de Geneva, y que era tan importante como este último trabajo.