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Pero finalmente el doctor Sherman le dio la lata a Rhyme hasta que éste aceptó hacerse los estudios. En media hora, él y Thom saldrían hacia el hospital para comprobar cómo había evolucionado.

Sin embargo, Lincoln Rhyme no estaba pensando en eso, sino en la carrera de bicicletas que le ocupaba en aquel momento: se trataba de una subida al Cervino, sí señor. Y se daba la circunstancia de que estaba venciendo a Lance Armstrong.

Cuando terminó, Thom le quitó de la bicicleta, le bañó y luego le vistió con una camisa blanca y pantalones de sport oscuros. Le colocó en la silla de ruedas, y Rhyme condujo hacia el minúsculo ascensor. Fue a la planta baja, donde la pelirroja Amelia Sachs estaba sentada en el laboratorio -el antiguo salón-, rotulando pruebas de uno de los casos del Departamento de Policía por el cual había consultado a Rhyme.

Con el único dedo que podía mover -el anular izquierdo- sobre el control tipo touch-pad, Rhyme maniobró con destreza su silla de ruedas Storm Arrow rojo brillante por el laboratorio, hasta llegar a milímetros de ella. Amelia se inclinó sobre él y le besó en la boca. Él la besó a su vez, apretando con fuerza sus labios contra los de ella. Permanecieron así durante unos instantes, Rhyme disfrutando del calor de la proximidad de Amelia, del dulce aroma floral a jabón, del roce sensual de su cabello contra su pómulo.

– ¿Hasta dónde has llegado hoy? -preguntó Amelia.

– En este momento podría estar en el norte de Westchester si no me hubieran detenido. -Una hosca mirada dirigida a Thom. El asistente le guiñó un ojo a Sachs. Como quien oye llover.

Sachs, alta y esbelta, tenía puesto un traje sastre azul marino y una de las camisas negras o azul marino que usaba desde que había sido ascendida a detective. (Un manual de tácticas para oficiales advertía: «Llevar una camisa o blusa que contraste con el fondo hace que la zona del pecho resulte un blanco más fácil»). El conjunto era funcional y anticuado, muy distinto de lo que había lucido en su trabajo antes de convertirse en poli; Sachs había sido modelo de pasarela durante unos años. La chaqueta estaba un poco abultada en un lado, a la altura de las caderas, en donde llevaba la pistola automática Glock, y los pantalones de sport eran de hombre; necesitaba un bolsillo trasero -el único lugar en el que le resultaba cómodo ocultar la navaja de resorte, ilegal pero a menudo útil-. Y, como siempre, llevaba unos prácticos zapatos de suela acolchada. Para Amelia Sachs caminar era doloroso, a causa de la artritis.

– ¿Cuándo nos vamos? -le preguntó a Rhyme.

– ¿Al hospital? No hace falta que vengas. Mejor quédate aquí y carga las pruebas en el sistema.

– Ya casi están cargadas. De todos modos, no es una cuestión de si hace falta que vaya. Quiero ir.

– Un circo. Esto se está convirtiendo en un circo. Lo sabía -dijo él entre dientes. Trató de lanzar una mirada de reproche a Thom, pero el asistente no se encontraba allí.

Sonó el timbre. Thom se dirigió al salón y regresó un momento después, seguido de Lon Sellitto.

– Hola a todos.

El teniente, rechoncho, vestido con su habitual traje arrugado, saludó alegremente con la cabeza. Rhyme se preguntó a qué se debía su buen humor. Tal vez algo que tuviera que ver con una reciente detención, o con el presupuesto del Departamento de Policía destinado a nuevos oficiales, o tal vez fuera porque había perdido un par de kilos. El peso del detective subía y bajaba como un yoyó y siempre se lamentaba de ello. Dada su propia situación, Lincoln Rhyme no tenía ninguna paciencia cuando alguien se quejaba por imperfecciones físicas tales como tener demasiada cintura o demasiado poco cabello.

Pero parecía que aquel día el espíritu entusiasta del detective estaba relacionado con el trabajo. Sacudió varios documentos en el aire como si fueran un abanico.

– Han confirmado la sentencia.

– ¡Ah! -exclamó Rhyme-. ¿El caso de los zapatos?

– Exacto.

Rhyme estaba satisfecho, por supuesto, aunque poco sorprendido. ¿Por qué iba a estarlo? Él había preparado la mayor parte del caso contra el asesino; era imposible que revocaran la condena.

Había sido un caso interesante: dos diplomáticos balcánicos habían sido asesinados en Roosevelt Island -esa curiosa franja de tierra habitada en medio del East River- y les habían robado los zapatos derechos. Tal como ocurría a menudo cuando se enfrentaba a casos enmarañados, el Departamento de Policía contrataba a Rhyme como consultor en criminología -el término usado para decir «científico forense» en la jerga de los enterados-, para que les ayudara en la investigación.

Amelia Sachs había dirigido la investigación en el lugar del crimen, y recogieron y analizaron todas las pruebas. Pero las pistas no les condujeron hacia ninguna dirección obvia, y los policías aceptaron la conclusión de que el móvil de los asesinatos tenía algo que ver con la política europea. Durante cierto tiempo el caso permaneció abierto pero paralizado, hasta que en el Departamento de Policía de Nueva York empezó a circular un memorándum del FBI sobre un maletín abandonado en el aeropuerto JFK. El maletín contenía artículos referentes a sistemas de posicionamiento global, dos docenas de circuitos electrónicos y un zapato derecho de hombre. El tacón había sido ahuecado y dentro había un chip de ordenador. Rhyme se había preguntado si no sería uno de los zapatos de Roosevelt Island, y, claro está, lo era. También otras pistas halladas en el maletín volvieron a llevarles al escenario del crimen.

Un asunto de espionaje… Reminiscencias de Robert Ludlum. Inmediatamente empezaron a circular teorías, y el FBI y el Departamento de Estado se pusieron en marcha. También apareció un hombre de Langley; era la primera vez que Rhyme recordaba que la CIA se interesara en uno de sus casos.

El criminalista incluso se rio de la decepción de los federales, amigos de las conspiraciones mundiales, cuando, una semana después del hallazgo del zapato, la detective Amelia Sachs dirigió un equipo especial que detuvo a un empresario de Paramus, Nueva Jersey, un tosco individuo que a lo sumo sabía de política internacional lo que hubiera podido leer en el USA Today.

Rhyme había probado, por medio del análisis químico y de la humedad de los componentes del material del tacón, que el ahuecamiento había sido hecho semanas después de que los hombres fueran asesinados. También descubrió que el chip de ordenador había sido comprado en PC Warehouse -una conocida tienda de ordenadores-, y que la información sobre el GPS no sólo no era secreta, sino que había sido descargada de sitios web que llevaban uno o dos años sin actualizarse.

Un escenario del crimen amañado, había concluido Rhyme. Y siguió la pista del polvo de rocas hallado en el maletín, que le llevó a una empresa de Nueva Jersey dedicada a encimeras para baños y cocinas. Una rápida ojeada a los registros de llamadas telefónicas del propietario y los recibos de tarjetas de crédito llevaron a la conclusión de que la esposa del dueño se acostaba con uno de los diplomáticos. Su esposo había descubierto la relación, y junto con un émulo de Tony Soprano que trabajaba para él en el almacén de losas, mató al amante de su mujer y al desventurado colega de éste en Roosevelt Island, y luego amañó las pruebas para que pareciera que el crimen tenía móviles políticos.

«Un affair, sí, pero no diplomático», había expresado dramáticamente Rhyme en la conclusión de su testimonio ante el tribunal. «Una acción secreta, sí, pero no de espionaje».

«Protesto», había dicho, harto, el abogado defensor.

«Se admite». Aunque el juez no pudo aguantar la risa.

Al jurado le llevó cuarenta y dos minutos decidir que el empresario era culpable. Los abogados, por supuesto, habían apelado -siempre lo hacen-, pero, tal como Sellitto acababa de revelar, el tribunal de apelaciones confirmó la sentencia.