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– Vamos, celebremos la victoria con un viaje al hospital. ¿Estás listo? -preguntó Thom.

– No tengas tanta prisa -gruñó Rhyme.

Justo en ese momento sonó el busca de Sellitto. Miró la pantalla, frunció el ceño y luego cogió el móvil de su cinturón e hizo una llamada.

– Soy Sellitto. ¿Qué sucede…? -El voluminoso hombre movía lentamente la cabeza, sobándose los michelines de la barriga con una mano, como ausente. Últimamente había estado probando con Atkins. Al parecer, comer un montón de filetes y huevos no había surtido demasiado efecto-. ¿Ella está bien? ¿Y el atacante…? Ajá… Mala cosa. Espera un momento. -Levantó la vista-. Acaba de entrar una llamada al 1024. Del Museo de Cultura e Historia Afroamericana, que está en la 55. La víctima es una jovencita. Adolescente. Tentativa de violación.

Al oír la noticia, Amelia Sachs hizo un gesto que denotaba compasión. Rhyme tuvo una reacción diferente; automáticamente se preguntó: ¿cuántos escenarios del crimen había? ¿El atacante persiguió a la chica y tal vez se le cayó algo que sirviera de prueba? ¿Forcejearon? ¿Dejó él algún rastro en la chica? ¿El hombre se dirigió al lugar de los hechos y se marchó de allí utilizando el transporte público? ¿O se sirvió de un coche?

Se le pasó también otra idea por la cabeza; de todas maneras, no tenía intención de compartirla.

– ¿Alguna herida? -preguntó Sachs.

– Sólo rasguños en una mano. La chica se escapó y encontró a un agente que estaba patrullando cerca de allí. Éste se dirigió al lugar, pero para entonces la bestia ya se había ido… Entonces, amigos, ¿vais a llevar la investigación del lugar del crimen?

Sachs miró a Rhyme.

– Sé lo que vas a decir: que estamos ocupados.

Para todo el Departamento de Policía de Nueva York éste era un momento crucial. Muchos oficiales habían sido retirados de las fuerzas regulares y se les habían asignado tareas antiterroristas, las cuales últimamente eran en extremo agotadoras. El FBI había obtenido varios informes anónimos acerca de posibles atentados con bombas en blancos israelíes en la zona. A Rhyme los cambios de asignaciones le recordaban las historias que contaba el abuelo de Sachs acerca de la vida en Alemania antes de la guerra. El suegro del abuelo de Sachs era detective de la policía criminal en Berlín y constantemente perdía personal, que pasaba al servicio del Gobierno nacional cada vez que se producía una crisis. A causa del desvío de los recursos, Rhyme estaba más ocupado de lo que lo había estado en meses. En ese momento él y Sachs estaban llevando dos investigaciones de estafas de guante blanco, un asalto a mano armada y un caso sin resolver de hacía tres años.

– Ajá, realmente ocupados -sintetizó Rhyme.

– O llueve o está mojado -dijo Sellitto, y frunció el ceño-. No acabo de entender lo que significa esa expresión.

– Creo que es «llueve sobre mojado». Una afirmación irónica. -Rhyme inclinó la cabeza-. Me encanta ayudar. De verdad. Pero tenemos todos esos otros casos. Y mira la hora, tengo una cita. En el hospital.

– Vamos, Linc -dijo Sellitto-. No hay ninguna otra cosa en la que estés trabajando que se parezca a esto: la víctima es una niña. Es un tipo chungo, va detrás de adolescentes. Si lo sacamos de las calles, quién sabe cuántas chicas salvaremos. Conoces la ciudad: no importa qué más esté sucediendo. Cuando a alguna bestia le da por las niñas, los de arriba te dan lo que te haga falta para trincarle.

– Pero con éste ya serían cinco casos -objetó Rhyme, de mal humor. Dejó que creciera el silencio. Luego, con renuencia, preguntó-: ¿Qué edad tiene la chica?

– Dieciséis, por el amor de Dios. Vamos, Linc.

– Vale, de acuerdo. Lo haré -dijo, finalmente, dando un suspiro.

– ¿De verdad? -preguntó Sellitto, sorprendido.

– Todo el mundo cree que soy un antipático -se burló Rhyme, alzando la mirada-. Todos creen que soy un aguafiestas; ahí tienes otro cliché, Lon. Sólo pretendía dejar constancia de que tengo que considerar las prioridades. Pero creo que llevas razón. Esto es más importante.

– ¿Su carácter servicial tiene algo que ver con el hecho de que tendrá que posponer su visita al hospital? -preguntó a su vez el asistente.

– Por supuesto que no. Ni siquiera había pensado en eso. Pero ahora que lo mencionas, será mejor que la cancele. Buena idea, Thom.

– No es idea mía, la ha maquinado usted.

«Es cierto», estaba pensando Rhyme. Pero preguntó indignado:

– ¿Yo? Dicho así, parece que soy yo el que anda por ahí atacando gente.

– Usted sabe lo que quiero decir -espetó Thom-. Puede hacerse las pruebas y estar de regreso antes de que Amelia haya terminado con el examen del lugar.

– Puede que haya retrasos en el hospital. ¿Qué digo «puede»? ¡Siempre los hay!

– Llamaré al doctor Sherman y pediré otra cita -dijo Sachs.

– Cancélala, pero no pidas otra. No sabemos cuánto tiempo nos llevará este caso. El agresor podría pertenecer al crimen organizado.

– Pediré otra cita -repitió.

– Calculemos dos o tres semanas.

– Veré cuándo está disponible -señaló Sachs con firmeza.

Pero Lincoln Rhyme podía ser tan terco como su compañera.

– Ya nos preocuparemos de eso luego. Tenemos un violador ahí fuera. ¿Quién sabe qué andará tramando ahora? Probablemente estará al acecho de alguien más. Thom, llama a Mel Cooper y dile que venga. En marcha. Cada minuto que nos retrasemos es un regalo para el criminal. Eh, ¿qué te parece esa expresión, Lon? La génesis de un cliché; y ahí estabas tú.

CAPÍTULO 3

Instinto.

Los polis que patrullan las calles desarrollan un sexto sentido para darse cuenta de cuándo alguien tiene un arma oculta. Los veteranos del cuerpo dirán que en realidad se trata del modo en que se comporta el sospechoso. No es tanto una cuestión del peso de la pistola como del peso de las consecuencias de tenerla a mano. Del poder que confiere.

También del riesgo de ser atrapado. Portar un arma sin licencia en Nueva York tiene un elevado coste: una temporada en la cárcel, automáticamente. Llevas un arma escondida, cumples una condena. Tan sencillo como eso.

No, Amelia Sachs no sabría decir exactamente por qué lo intuía, pero sabía que el hombre apoyado en la pared de la acera de enfrente del Museo de Cultura e Historia Afroamericana iba armado. Fumando un cigarrillo, con los brazos cruzados, miraba el cordón policial, los faros intermitentes, a los oficiales.

Al llegar al lugar de los hechos, Sachs recibió el saludo de un rubio uniformado del departamento, tan joven que tenía que ser un novato.

– Eh, hola. Yo he sido el primer oficial en intervenir. Yo… -dijo.

Sachs sonrió y susurró:

– No me mire a mí. Mantenga la mirada fija en ese montón de basura que está allí en la calle.

El novato la miró, y parpadeó.

– ¿Disculpe?

– La basura -repitió en un áspero susurro-. No a mí.

– Lo siento, oficial -se disculpó el joven, que llevaba el cabello rapado y una placa de identificación en el pecho en la que se leía R. Pulaski. La chapa no tenía desperfectos ni arañazos.

Sachs señaló con el dedo hacia la basura.

– Haga como que se encoge de hombros.

El joven se encogió de hombros.

– Venga conmigo. Siga observándola.

– ¿Está allí…?

– Sonría.

– Yo…

– ¿Cuántos polis hacen falta para cambiar una bombilla? -preguntó Sachs.

– No lo sé -dijo él-. ¿Cuántos?

– Yo tampoco lo sé. No es una broma. Pero ríase como si yo acabara de contarle un chiste.