Выбрать главу

Él se rio. Un poco nerviosamente. Pero fue una risa.

– Siga mirándola.

– ¿La basura?

Sachs se desabotonó la chaqueta.

– Ahora dejamos de reírnos y nos preocupamos por los residuos.

– ¿Por qué…?

– Adelante.

– De acuerdo. No me estoy riendo. Estoy mirando los residuos.

– Bien.

El hombre de la pistola seguía apoyado en la pared de un edificio. Tenía cuarenta y tantos años, era de constitución fuerte y llevaba el pelo cortado a navaja. Amelia le vio el bulto en la cadera, lo que le permitió deducir que era una pistola larga, probablemente un revólver, ya que parecía haber una protuberancia donde debía de estar el tambor.

– La situación es ésta -le dijo en voz baja al recluta-. Hombre en nuestras dos en punto. Armado.

El novato, pobrecillo -con pelo de crío pequeño, erizado y de un dorado brillante como el caramelo-, siguió mirando la basura.

– ¿El agresor? ¿Usted cree que es el autor de la agresión?

– No lo sé. No importa. Lo que me importa es el hecho de que está armado.

– ¿Qué hacemos?

– Seguimos andando. Pasamos junto a él, mirando la basura. Hacemos como que no nos interesa. Nos damos la vuelta y volvemos hacia el lugar de los hechos. Usted aminora el paso y me pregunta si quiero un café. Yo digo que sí. Usted le rodea por la derecha. Él tendrá los ojos puestos en mí.

– ¿Y por qué iba a mirarla a usted?

Qué refrescante ingenuidad.

– Sencillamente, lo hará. Usted vuelve sobre sus pasos. Se le acerca. Hace algún ruidito, carraspea o algo así. Él se dará la vuelta. Entonces yo me acercaré a él por detrás.

– De acuerdo, entendido… ¿Debería… ya sabe, sacar el arma y encañonarle?

– No. Sólo hágale saber que usted está ahí y quédese tras él.

– ¿Y si él saca su pistola?

– Entonces usted desenfunda y le encañona.

– ¿Y si él empieza a disparar?

– No creo que lo haga.

– Pero, ¿si lo hace?

– Entonces usted le dispara. ¿Cuál es su nombre de pila?

– Ronald. Ron.

– ¿Cuánto hace que trabaja en la calle?

– Tres semanas.

– Lo hará bien. Vamos.

Caminaron hacia el montón de basura, mostrando interés. Pero luego decidieron que allí no había nada sospechoso y empezaron a volver sobre sus pasos. Pulaski se detuvo repentinamente.

– ¿Le apetece un café, detective?

Sobreactuación -nunca sería admitido en el Actor's Studio-, pero, teniendo en cuenta todas las circunstancias, era una actuación creíble.

– De acuerdo, gracias.

El oficial se dio la vuelta y empezó a andar en la otra dirección.

– ¿Cómo lo quiere?

– Ehhh, con azúcar -dijo ella.

– ¿Cuántos azucarillos?

¡Dios santo…!

– Uno -contestó Amelia.

– Vale. Eh, ¿quiere un bollo también?

Ya está bien, disimule, le dijeron los ojos de ella.

– Sólo café, gracias.

La detective se volvió hacia el lugar de los hechos, notando cómo el hombre de la pistola contemplaba su largo cabello pelirrojo, recogido en una cola de caballo. Luego le miró el pecho y el culo.

¿Y por qué iba a mirarla a usted?

Sencillamente, lo hará.

Sachs siguió andando hacia el museo. Miró hacia una ventana de la acera de enfrente, fijándose en el reflejo. Cuando los ojos del fumador se volvieron hacia Pulaski, ella se dio la vuelta rápidamente y se acercó, con la chaqueta abierta a un lado como un pistolero, de manera que pudiera sacar su Glock rápidamente si fuera preciso.

– Señor -dijo con firmeza-. Por favor, ponga las manos donde yo las vea.

– Haga lo que dice la dama. -Pulaski estaba de pie al otro lado del fulano, con una mano cerca del arma.

El hombre miró a Sachs.

– Lo ha hecho con bastante elegancia, oficial.

– Limítese a no mover las manos. ¿Lleva usted un arma?

– Ajá -respondió el hombre-, y es más grande que la que solía llevar en el Tres Cinco.

Esos números se referían a un distrito policial. Era un ex policía.

Probablemente.

– ¿Es usted guardia jurado?

– Así es.

– Déjeme ver su identificación. Con la mano izquierda, si no le importa. Deje la derecha donde está.

Él sacó su cartera y se la entregó. Su permiso de armas y su licencia de guardia jurado estaban en orden. Aun así, comprobó que fueran de él. El tipo era legal.

– Gracias. -Sachs se tranquilizó y le devolvió los papeles.

– No hay problema, detective. Parece que tienen aquí el escenario de un hecho violento. -Cabeceó hacia los coches patrulla que bloqueaban la calle frente al museo.

– Ya se verá. -Una respuesta esquiva.

El guardia se guardó la cartera.

– Fui oficial de patrulla durante doce años. Me dieron la baja por razones de salud; casi me vuelvo loco. -Sacudió la cabeza señalando el edificio que tenía detrás-. Verá a otro par de tipos dando vueltas por aquí. Ésta es una de las mayores operadoras de joyas de la ciudad. Es un anexo de la American Jewelry Exchange que está en el barrio de los diamantes. Traemos piedras de Amsterdam y Jerusalén por valor de un par de millones de pavos todos los días.

Sachs le echó una mirada al edificio. No parecía muy imponente, era igual que cualquier otro edificio de oficinas.

Él se rio.

– Pensé que este empleo iba a estar chupado, pero aquí trabajo tanto como cuando hacía la ronda. Bueno, que tengan buena suerte con la investigación. Me gustaría ayudarles, pero llegué aquí después de que hubiera ocurrido todo. -Se volvió hacia el novato-: Eh, chaval -dijo, señalando a Sachs con la cabeza-. En el trabajo, delante de la gente, no la llames «dama». Ella es «detective».

El novato le miró nervioso, pero ella se dio cuenta de que el chico había captado el mensaje, el mismo que ella le iba a comunicar cuando estuvieran fuera del alcance de oídos ajenos.

– Lo siento -le dijo Pulaski.

– Usted no lo sabía. Ahora ya lo sabe.

Lo cual podía ser el lema de todas las academias de policía.

Se volvieron dispuestos a marcharse. El guardia les llamó:

– ¡Eh! ¡Novato!

Pulaski se volvió.

– Te olvidas del café. -Rio burlonamente.

En la entrada del museo, Lon Sellitto estaba inspeccionando la calle y hablando con un sargento. El corpulento detective miró la placa de identificación del chaval y preguntó:

– Pulaski, ¿ha sido usted el primer oficial en intervenir?

– Sí, señor.

– Hágame un resumen de los hechos.

El chaval carraspeó y señaló un callejón.

– Yo estaba en la acera de enfrente, más o menos allí, patrullando la zona como todos los días. A eso de las… ocho y media, la víctima, una persona afroamericana de sexo femenino, de dieciséis años de edad, se me acercó y me informó de que…

– Puede decirlo con sus propias palabras -dijo Sachs.

– Sí, claro. De acuerdo. Lo que pasó es… que yo estaba de pie más o menos allí y esa chica viene hacia mí, toda alterada. Se llama Geneva Settle, y está en el tercer año de instituto. Estaba haciendo un trabajo o algo así, en el quinto piso. -Señaló el museo-. Y el tipo ese la ataca. Blanco, de uno ochenta, con un pasamontañas. Iba a violarla.

– ¿Eso cómo lo sabe? -preguntó Sellitto.

– Encontré una bolsa suya con los objetos que iba a usar en la violación, en el quinto piso.

– ¿Metió la mano? -preguntó Sachs, frunciendo el ceño.

– Con un lápiz. Eso es todo. No toqué nada.

– Bien. Continúe.

– La chica huye, baja por la escalera de incendios y sale al callejón. Él sale detrás de ella, pero se va para el otro lado.

– ¿Vio alguien qué pasó con él? -preguntó Sellitto.

– No, señor.

Examinó la calle con la mirada.

– ¿Estableció usted el perímetro para la prensa?

– Sí, señor.

– Bueno, está puesto a cinco metros menos de lo que corresponde. Aléjelos, que se vayan al infierno. Los periodistas son como sanguijuelas. Recuérdelo.

– Por supuesto, detective.

Usted no lo sabía. Ahora ya lo sabe.

Se alejó corriendo y empezó a mover la cinta hacia atrás.

– ¿Dónde está la chica? -preguntó Sachs.

El sargento, un fornido hispano de gruesos cabellos canosos, contestó:

– Un oficial se las llevó a ella y a su amiga a la comisaría de Midtown North. Iban a llamar por teléfono a los padres. -El luminoso sol otoñal se reflejaba en sus muchas insignias doradas-. Después de que contactaran con ellos, alguien iba a llevarlas a la casa del capitán Rhyme para que las entrevistara. -Se rio-. Es una chica inteligente. ¿Saben lo que hizo?

– ¿Qué?

– Percibió que iba a pasar algo, así que vistió un maniquí con su sudadera y su gorro. El agresor se abalanzó sobre el maniquí. De ese modo ella tuvo unos segundos para huir.

Sachs se rio.

– ¿Y sólo tiene dieciséis años? Inteligente.

– Tú sigue con la investigación del lugar de los hechos -dijo Sellitto a Sachs-. Yo voy a mandar agentes a hacer averiguaciones en los alrededores. -Caminó por la acera hacia un grupo de oficiales, uno de uniforme y dos polis de la brigada criminal, vestidos de paisano, y los envió a las tiendas y edificios de oficinas cercanos para comprobar si había testigos. Reunió un equipo aparte para entrevistar a todos los vendedores callejeros que había por allí, una media docena, algunos de los cuales estaban en ese momento vendiendo café y donuts, mientras que otros preparaban almuerzos compuestos de perritos, panecillos, kebabs y falafel en pan de pita.

Sonó un claxon, y Amelia se dio la vuelta. Había llegado el autobús con los técnicos de la policía científica de Queens.

– Eh, detective -llamó el conductor, al bajar.

Sachs les saludó con la cabeza a él y a su compañero. Conocía a ambos jóvenes de casos anteriores. Se quitó la chaqueta y el arma y se puso encima un mono blanco Tyvek para minimizar la contaminación del lugar de los hechos. Luego se volvió a meter la Glock en la cintura, pensando en la advertencia que Rhyme repetía constantemente a los equipos que investigaban el lugar del crimen: «Examinen bien, pero guárdense las espaldas».

– ¿Me echan una mano con los bultos? -preguntó, levantando con esfuerzo una de las maletas metálicas que contenían el instrumental básico para recoger y transportar las pruebas.

– Desde luego. -Uno de los técnicos cogió otras dos maletas.

Sachs extrajo unos cascos con micrófono manos libres y lo enchufó en su walkie-talkie justo cuando Ron Pulaski regresaba de su tarea de alejar a la prensa. Éste guió a Sachs y a los técnicos de la policía científica hacia el interior del edificio. Salieron del ascensor en el quinto piso y caminaron hacia la derecha, hacia una puerta de doble hoja que estaba bajo un cartel que ponía: Sala Booker T. Washington.

– Allí está el lugar de los hechos. -Sachs y los técnicos abrieron las maletas y comenzaron a extraer los aparatos. Pulaski prosiguió-: Estoy bastante seguro de que el agresor entró por esta puerta. La única otra salida es la de la escalera de incendios, pero no se puede entrar desde fuera y no estaba forzada. De modo que entra por esta puerta, la cierra con llave y luego va a por la chica. Ella se escapó por la salida de incendios.

– ¿A usted quién le abrió la puerta de entrada? -preguntó Sachs.

– Un individuo llamado Don Barry, el bibliotecario jefe.

– ¿Entró con usted?

– No.

– ¿Dónde está ahora?

– En su oficina, en el tercer piso. Pensé que a lo mejor el agresor era alguien de dentro, ¿sabe usted? Por eso le pedí una lista de todos los empleados varones blancos, en la que se especificara dónde estaban en el momento en que la chica fue atacada.

– Bien hecho. -Sachs pensaba hacer lo mismo.

– Dijo que nos traería la lista en cuanto la tuviera terminada.

– Ahora, dígame qué hay ahí dentro.

– La chica estaba en el lector de microfichas, a la vuelta de la esquina, a la derecha. Le será fácil encontrarlo. -Pulaski señaló el extremo de una gran sala llena de altas estanterías de libros, detrás de las cuales había un área despejada en la que Sachs vio maniquíes vestidos con trajes de época, pinturas, vitrinas con joyas antiguas, monederos, zapatos, accesorios… Los típicos objetos polvorientos exhibidos en museos, la clase de cosas que uno mira mientras en realidad está pensando a qué restaurante irá a comer cuando se haya cansado de tanta cultura.

– ¿Qué medidas de seguridad hay? -Sachs estaba buscando cámaras en el techo.

– Ninguna. No hay cámaras. No hay guardias, ni registro de visitantes. Uno entra y punto.

– No nos lo han puesto fácil, ¿eh?

– No, seño… No, detective.

Sachs pensó en decirle que «señora» estaba bien -no «dama»-, pero no sabía cómo explicar la diferencia.

– Una pregunta. ¿Cerró usted la puerta de incendios de la planta baja?

– No, me limité a dejarla tal y como la había encontrado. Abierta.

– De modo que el lugar podría estar «caliente».

– ¿Caliente?

– El atacante podría haber regresado.

– Yo…

– No ha hecho nada incorrecto, Pulaski. Sólo quiero saber.

– Bueno, supongo que podría haber regresado, sí.

– De acuerdo, usted quédese aquí en la puerta. Quiero que tenga los oídos bien abiertos.

– ¿Qué tengo que oír?

– Bueno, por ejemplo por si el tipo me dispara. Aunque lo más probable es que primero oiga pasos o a alguien cargando una escopeta.

– Que le cubra las espaldas. ¿Es eso lo que quiere decir?

La mujer le guiñó un ojo. Y echó a andar hacia el escenario del crimen.