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Examinó la calle con la mirada.

– ¿Estableció usted el perímetro para la prensa?

– Sí, señor.

– Bueno, está puesto a cinco metros menos de lo que corresponde. Aléjelos, que se vayan al infierno. Los periodistas son como sanguijuelas. Recuérdelo.

– Por supuesto, detective.

Usted no lo sabía. Ahora ya lo sabe.

Se alejó corriendo y empezó a mover la cinta hacia atrás.

– ¿Dónde está la chica? -preguntó Sachs.

El sargento, un fornido hispano de gruesos cabellos canosos, contestó:

– Un oficial se las llevó a ella y a su amiga a la comisaría de Midtown North. Iban a llamar por teléfono a los padres. -El luminoso sol otoñal se reflejaba en sus muchas insignias doradas-. Después de que contactaran con ellos, alguien iba a llevarlas a la casa del capitán Rhyme para que las entrevistara. -Se rio-. Es una chica inteligente. ¿Saben lo que hizo?

– ¿Qué?

– Percibió que iba a pasar algo, así que vistió un maniquí con su sudadera y su gorro. El agresor se abalanzó sobre el maniquí. De ese modo ella tuvo unos segundos para huir.

Sachs se rio.

– ¿Y sólo tiene dieciséis años? Inteligente.

– Tú sigue con la investigación del lugar de los hechos -dijo Sellitto a Sachs-. Yo voy a mandar agentes a hacer averiguaciones en los alrededores. -Caminó por la acera hacia un grupo de oficiales, uno de uniforme y dos polis de la brigada criminal, vestidos de paisano, y los envió a las tiendas y edificios de oficinas cercanos para comprobar si había testigos. Reunió un equipo aparte para entrevistar a todos los vendedores callejeros que había por allí, una media docena, algunos de los cuales estaban en ese momento vendiendo café y donuts, mientras que otros preparaban almuerzos compuestos de perritos, panecillos, kebabs y falafel en pan de pita.

Sonó un claxon, y Amelia se dio la vuelta. Había llegado el autobús con los técnicos de la policía científica de Queens.

– Eh, detective -llamó el conductor, al bajar.

Sachs les saludó con la cabeza a él y a su compañero. Conocía a ambos jóvenes de casos anteriores. Se quitó la chaqueta y el arma y se puso encima un mono blanco Tyvek para minimizar la contaminación del lugar de los hechos. Luego se volvió a meter la Glock en la cintura, pensando en la advertencia que Rhyme repetía constantemente a los equipos que investigaban el lugar del crimen: «Examinen bien, pero guárdense las espaldas».

– ¿Me echan una mano con los bultos? -preguntó, levantando con esfuerzo una de las maletas metálicas que contenían el instrumental básico para recoger y transportar las pruebas.

– Desde luego. -Uno de los técnicos cogió otras dos maletas.

Sachs extrajo unos cascos con micrófono manos libres y lo enchufó en su walkie-talkie justo cuando Ron Pulaski regresaba de su tarea de alejar a la prensa. Éste guió a Sachs y a los técnicos de la policía científica hacia el interior del edificio. Salieron del ascensor en el quinto piso y caminaron hacia la derecha, hacia una puerta de doble hoja que estaba bajo un cartel que ponía: Sala Booker T. Washington.

– Allí está el lugar de los hechos. -Sachs y los técnicos abrieron las maletas y comenzaron a extraer los aparatos. Pulaski prosiguió-: Estoy bastante seguro de que el agresor entró por esta puerta. La única otra salida es la de la escalera de incendios, pero no se puede entrar desde fuera y no estaba forzada. De modo que entra por esta puerta, la cierra con llave y luego va a por la chica. Ella se escapó por la salida de incendios.

– ¿A usted quién le abrió la puerta de entrada? -preguntó Sachs.

– Un individuo llamado Don Barry, el bibliotecario jefe.

– ¿Entró con usted?

– No.

– ¿Dónde está ahora?

– En su oficina, en el tercer piso. Pensé que a lo mejor el agresor era alguien de dentro, ¿sabe usted? Por eso le pedí una lista de todos los empleados varones blancos, en la que se especificara dónde estaban en el momento en que la chica fue atacada.

– Bien hecho. -Sachs pensaba hacer lo mismo.

– Dijo que nos traería la lista en cuanto la tuviera terminada.

– Ahora, dígame qué hay ahí dentro.

– La chica estaba en el lector de microfichas, a la vuelta de la esquina, a la derecha. Le será fácil encontrarlo. -Pulaski señaló el extremo de una gran sala llena de altas estanterías de libros, detrás de las cuales había un área despejada en la que Sachs vio maniquíes vestidos con trajes de época, pinturas, vitrinas con joyas antiguas, monederos, zapatos, accesorios… Los típicos objetos polvorientos exhibidos en museos, la clase de cosas que uno mira mientras en realidad está pensando a qué restaurante irá a comer cuando se haya cansado de tanta cultura.

– ¿Qué medidas de seguridad hay? -Sachs estaba buscando cámaras en el techo.

– Ninguna. No hay cámaras. No hay guardias, ni registro de visitantes. Uno entra y punto.

– No nos lo han puesto fácil, ¿eh?

– No, seño… No, detective.

Sachs pensó en decirle que «señora» estaba bien -no «dama»-, pero no sabía cómo explicar la diferencia.

– Una pregunta. ¿Cerró usted la puerta de incendios de la planta baja?

– No, me limité a dejarla tal y como la había encontrado. Abierta.

– De modo que el lugar podría estar «caliente».

– ¿Caliente?

– El atacante podría haber regresado.

– Yo…

– No ha hecho nada incorrecto, Pulaski. Sólo quiero saber.

– Bueno, supongo que podría haber regresado, sí.

– De acuerdo, usted quédese aquí en la puerta. Quiero que tenga los oídos bien abiertos.

– ¿Qué tengo que oír?

– Bueno, por ejemplo por si el tipo me dispara. Aunque lo más probable es que primero oiga pasos o a alguien cargando una escopeta.

– Que le cubra las espaldas. ¿Es eso lo que quiere decir?

La mujer le guiñó un ojo. Y echó a andar hacia el escenario del crimen.

De modo que ella es de la policía científica, pensó Thompson Boyd, mirando a la mujer que iba de un lado a otro en la biblioteca, examinando el suelo, buscando huellas dactilares y pistas o lo que fuera que buscaran esos tipos. No le preocupaba lo que ella pudiera encontrar. Había sido cuidadoso, como siempre.

Thompson estaba de pie en la ventana del sexto piso del edificio de la acera de enfrente del museo, en la calle 55. Después de que la chica escapara, dio una vuelta rodeando dos manzanas y se dirigió a ese edificio, y luego subió las escaleras hasta la sala desde donde ahora estaba mirando hacia la calle.

Unos minutos antes había tenido una segunda oportunidad de matar a la chica; la joven se había quedado en la calle durante un momento, hablando con unos oficiales, delante del museo. Pero había demasiados policías en la zona como para que pudiera dispararle y huir. Aun así, pudo tomarle una foto con la cámara de su teléfono móvil antes de que a ella y a su amiga las metieran a toda prisa en un coche patrulla, que se alejó a toda velocidad en dirección oeste. Además, Thompson tenía todavía otras cosas que hacer allí, y por eso había buscado aquella posición estratégica.

Desde la época de la cárcel, Thompson sabía mucho sobre los agentes de la ley. Era capaz de detectar con facilidad a los holgazanes, a los que estaban asustados, a los que eran estúpidos y crédulos. También podía detectar a los que tenían talento, a los inteligentes, a los que eran una amenaza.

Como la mujer a la que estaba observando en ese instante.

Según se ponía unas gotas en los ojos, permanentemente irritados, a Thompson le entró curiosidad con respecto a ella. Aquella mujer investigaba el lugar de los hechos con tal concentración en la mirada que parecía sentir devoción, la misma mirada que ponía a veces la madre de Thompson al entrar en la iglesia.

La mujer desapareció de su vista, pero, silbando débilmente, Thompson siguió mirando por la ventana. Finalmente, la mujer de blanco volvió a aparecer. Notó la precisión con la que hacía todo, su manera cuidadosa de caminar, la delicadeza con que tocaba los objetos al recogerlos y examinarlos, a fin de no estropear las pruebas. Otro hombre podría haberse sentido atraído por su belleza, su figura; incluso a través del mono, era fácil imaginar cómo era su cuerpo. Pero esas ideas, como era habitual, estaban lejos de la mente de Thompson. Aun así, creyó sentir un pequeño regocijo en su interior viéndola trabajar.