Suspiró. Sabía que era un caso difícil. ¿Qué tenían? Un retrato robot muy vago, un problema en los ojos, una posible costumbre, una animadversión contra un carcelero.
¿Qué más debería…?
Rhyme frunció el ceño. Miró la duodécima carta del tarot.
El hombre colgado no se refiere a alguien que recibe un castigo…
Quizás no, pero de todas maneras muestra a un hombre colgado en un cadalso.
Algo le hizo clic en la mente. Volvió a mirar la pizarra de las pruebas. Tomó nota: la porra, la electricidad en la calle Elizabeth, el gas venenoso, las balas en el corazón, la ejecución de Charlie Tucker, las fibras de cuerda con restos de sangre…
Se le escapó un: «¡Ah! ¡Diablos!».
– ¡Lincoln! ¿Qué pasa? -Cooper miró a su jefe, preocupado.
– Comando: rellamada -gritó Rhyme.
En la pantalla, el ordenador replicó: No entendí lo que dijo. ¿Qué desea que haga?
– Volver a marcar el número.
No entendí lo que dijo.
– ¡Joder! ¡Mel, Sachs… que alguien presione la tecla de rellamada!
Lo hizo Cooper, y pocos minutos después el criminalista estaba hablando una vez más con el alcaide de Amarillo.
– J. T., habla Lincoln otra vez.
– Sí, señor.
– Olvídese de los reclusos. Quiero saber sobre los guardias.
– ¿Guardias?
– Alguien que haya estado en su plantel. Con problemas de ojos. Que silbara. Y podría ser que hubiera trabajado en el pabellón de condenados a muerte, antes o durante la época en que Tucker fue asesinado.
– Ninguno de nosotros estábamos pensando en empleados. Y además, le repito, la mayor parte del personal no estaba aquí hace cinco o seis años. Pero espere. Déjeme preguntar.
La imagen del hombre colgado había metido la idea en la mente de Rhyme. El criminalista pensó luego en las armas y en las técnicas que había usado SD 109. Eran métodos de ejecución: el cianuro gaseoso, la electricidad, la horca, el disparo de varias balas todas al corazón, como en el caso del fusilamiento. Y su arma para reducir a las víctimas era una porra como las que llevan los carceleros.
Un momento más tarde oyó:
– ¡Eh! ¿Detective Rhyme?
– Le escucho, J. T.
– Por aquí hay alguien que dice que le suena familiar. He llamado a uno de los guardias jubilados a su casa, uno que trabajaba en la cuadrilla de ejecuciones. Se llama Pepper. Aceptó venir a la oficina y hablar con usted. Vive por aquí. Llegará en unos minutos. Luego le llamamos.
Otra ojeada fugaz a la carta de tarot.
Un cambio de dirección…
Tras diez insufribles minutos sonó el teléfono.
Se presentaron rápidamente. El oficial retirado del Departamento de Justicia de Texas, Halbert Pepper, hablaba arrastrando las palabras de tal forma que hacía que el acento de J. T. Beauchamp pareciera el inglés de la reina Isabel.
– Creo que yo podría ayudarles.
– Dígame -dijo Rhyme.
– Hasta hace unos cinco años teníamos un oficial de control que tiene todas las características que usted le describió a J. T.: tenía el problema en los ojos y silbaba como un huracán. Yo estaba ya a punto de retirarme, pero trabajé un tiempo con él.
– ¿Quién era?
– El tipo se llamaba Thompson Boyd.
CUARTA PARTE. El muerto que anda
CAPÍTULO 29
A través del manos libres, todos oían a Pepper explayándose: -Boyd se crió en la zona. Su padre era prospector…
– ¿De petróleo?
– Jornalero, señor, sí. La madre se quedaba en casa. No tenían más hijos. Infancia normal, parece. De esas historias de vidas cotidianas, sencillas, de las que da gusto oír. Siempre estaba hablando de la familia, los adoraba. Hizo mucho por su madre, que perdió un brazo o una pierna o no sé qué en un tornado. Siempre cuidándola. Como una vez, según he oído, que un niño se mofó de ella en la calle, y Boyd le siguió y le amenazó diciéndole que si no se disculpaba, la noche que menos se lo esperara le metería una serpiente de cascabel en la cama.
»De cualquier modo, después del instituto y de uno o dos años en la facultad, terminó trabajando en la empresa de su padre durante una temporada, hasta que vino esa racha de reducciones de plantillas. Le despidieron. A su padre también. Eran tiempos difíciles, y el muchacho sencillamente no encontraba trabajo, así que se marchó del Estado. No sé adónde. Consiguió un empleo en alguna prisión. Empezó como guardia de pabellón. Luego hubo un problema, creo que enfermó el oficial de ejecuciones, y no había nadie para hacer el trabajo, así que lo hizo Boyd. La quema le salió muy bien…
– ¿La qué?
– Perdón, la electrocución, le salió tan bien que le dieron el puesto. Se quedó durante un tiempo, pero siguió yendo de un Estado a otro, porque le requerían. Se convirtió en un experto en ejecuciones. Sí que conocía las sillas…
– ¿Sillas eléctricas?
– Como nuestro viejo Sparky, sí, señor. El famoso. Y también entendía de gases, era un experto en el manejo de la cámara, se sabía todos los trucos. También sabía poner el lazo a los ahorcados, y no hay muchas personas en Estados Unidos que tengan licencia para ese tipo de trabajo, si me permite que se lo diga. Aquí surgió un puesto de trabajo, y él se abalanzó sobre ese puesto. Nos pasamos a la inyección letal, como en otros muchos lugares, y él se convirtió en un as también en eso. Hasta estudiaba sobre el asunto para poder responder a los manifestantes. Hay alguna gente que afirma que las drogas son dolorosas. Por mi parte yo creo que los que dicen eso son los defensores de las ballenas y los demócratas, que no se toman la molestia de enterarse de los datos reales. Quiero decir, nosotros…
– ¿Y Boyd? -preguntó impaciente Lincoln Rhyme.
– Sí, señor, disculpe. Entonces el tipo vuelve por aquí, y durante un tiempo las cosas van bien. La verdad es que nadie le hacía mucho caso. Era como si fuera invisible. «El ciudadano medio» era su apodo. Pero con el tiempo, algo le pasó. Algo cambió. Era cada vez más raro.
– ¿Cómo es eso?
– Cuantas más ejecuciones hacía, más loco se volvía. Como si estuviera cada vez más y más ausente, como con la mente en blanco. ¿Me entiende? Como si no estuviera del todo allí presente. Pues eso, le voy a poner un ejemplo: ya le dije que tenía una relación muy estrecha con sus viejos, se llevaban estupendamente. Y van y se matan en un accidente de coche, su tía también, y Boyd ni parpadeó. ¡Caray! Es que ni siquiera fue al funeral. Uno habría pensado que estaba aturdido, pero no era así la cosa. Simplemente, parecía no importarle. Fue a su turno habitual, y cuando todos se enteraron de que había ido, le preguntaron qué estaba haciendo allí. Faltaban dos días para la siguiente ejecución. Podía tomarse un tiempo de descanso. Pero no quiso. Dijo que ya iría a ver sus tumbas más adelante. No sé si finalmente lo hizo alguna vez.
»Mire usted, era como si se fuera acercando más y más a los reclusos, demasiado cerca, pensaba toda la gente. Eso no hay que hacerlo. No es saludable. Dejó de frecuentar a los otros guardias, y se pasaba el tiempo entre los condenados. Los llamaba «mi gente». Una vez, se lo juro, hasta se sentó en esa vieja silla eléctrica nuestra, que está en una especie de museo. Sólo para ver cómo era estar allí sentado. Se quedó dormido. Figúrese.