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Pero no podemos encontrarle, ¡maldita sea!

Sachs estaba mirando la pizarra, tenía los ojos fruncidos. Ladeó la cabeza.

– Billy Todd Hammil.

– ¿Quién? -inquirió Rhyme.

– El nombre que usó para alquilar el escondite de la calle Elizabeth.

– ¿Qué pasa con eso?

Sachs hojeó unos papeles. Levantó la vista.

– Murió hace seis años.

– ¿Dice dónde?

– No. Pero apuesto a que fue en Texas.

Sachs llamó una vez más a la cárcel y preguntó por Hammil. Un momento después colgó el teléfono meneando la cabeza.

– Eso es. Mató al cajero de una tienda de comida rápida hace doce años. Boyd supervisó su ejecución. Parece que tiene una conexión morbosa con las personas que ha ejecutado. Su modus operandi proviene de la época en que era verdugo. ¿Por qué no podrían provenir también de allí sus identidades?

Rhyme no sabía nada -o no le interesaba- de «conexiones morbosas», pero cualesquiera que fuesen los móviles de Boyd, había cierta lógica en la sugerencia de Sachs.

– Conseguid la lista de todas las personas a las que ejecutó y comparad los resultados con el departamento de automóviles. Primero intentad con Texas y luego iremos probando en los demás Estados.

J. T. Beauchamp les envió una lista de setenta y cinco presos a los que Thompson Boyd había administrado la muerte como oficial de ejecuciones en Texas.

– ¿Tantos? -preguntó Sachs, frunciendo el ceño. Aunque Sachs nunca dudaría en tirar a matar cuando de eso dependía salvar la vida de las víctimas, Rhyme sabía que tenía ciertos escrúpulos sobre la pena de muerte, porque a menudo se imponía ese castigo en juicios que se basaban en pruebas indirectas, defectuosas y, a veces, adulteradas.

Rhyme pensó en otra conclusión que podía deducirse del número de ejecuciones: que en algún punto a lo largo de la línea que se extendía hasta casi ochenta ejecuciones, Thompson Boyd había perdido la capacidad de distinguir la vida de la muerte.

Y va y se matan en un accidente con el coche, su tía también, y Boyd ni parpadeó. ¡Caray! Es que ni siquiera fue al funeral.

Cooper comparó los nombres de los presos varones que habían sido ejecutados con los registros del gobierno.

Nada.

– ¡Mierda! -gritó Rhyme-. Tendremos que averiguar en qué otros Estados trabajó y a quiénes ejecutó allí. Va a llevarnos una eternidad. -Y entonces se le cruzó una idea por la cabeza-. Un momento. Mujeres.

– ¿Qué? -preguntó Sachs.

– Probad con las mujeres a las que ejecutó. Variaciones sobre sus nombres.

Cooper cogió la reducida lista y buscó los nombres y sus posibles variaciones ortográficas en el servidor del departamento de automóviles.

– Vaya, puede que aquí haya algo -dijo el técnico, lleno de excitación-. Hace ocho años, una mujer llamada Randi Rae Silling, una prostituta, fue ejecutada en Amarillo por haber atracado y matado a dos de sus clientes. En el departamento de automóviles de Nueva York aparece un nombre de varón muy parecido: Randy, con Y final, y el segundo nombre es R-A-Y. La edad y la descripción coinciden. El domicilio está en Queens, en Astoria. Tiene un Buick Century desde hace tres años.

– Que alguien de paisano coja el retrato robot y se lo muestre a algunos vecinos -ordenó Rhyme.

Cooper llamó al jefe de la comisaría local, la 114. El barrio de Astoria, de mayoría griega, quedaba dentro de su área de competencia. Le expuso el caso y luego le envió por correo electrónico el retrato de Boyd. El inspector dijo que enviaría a algunos oficiales de paisano para sondear sutilmente a los inquilinos del edificio de apartamentos de Randy Silling.

Durante una tensa media hora -sin la menor noticia del equipo que había ido a investigar a Queens- Cooper, Sachs y Sellitto se pusieron en contacto con los organismos de documentación pública de Texas, Ohio y Nueva York, buscando cualquier información que pudieran hallar sobre Boyd o Hammil o Silling.

Nada.

Finalmente, el inspector de la 114 les devolvió la llamada.

– ¿Capitán? -preguntó el hombre. Muchos oficiales de alto rango todavía llamaban a Rhyme aplicándole la graduación que ya no tenía.

– Adelante.

– Hay dos personas que confirman que su hombre vive en esa dirección -dijo el inspector-. ¿Cómo le parece que deberíamos iniciar el acercamiento, señor?

Los jefazos, suspiró Rhyme. Pero prescindió de toda réplica cáustica a la palabrería burocrática, y se conformó con un tono ligeramente desconcertado.

– Vamos a trincarle el culo.

CAPÍTULO 30

Una docena de oficiales tácticos de la unidad de servicios de emergencias estaban ocupando posiciones detrás del edificio de apartamentos de seis pisos en la calle 14, en Astoria, Queens.

Sachs, Sellitto y Bo Haumann se encontraban en el puesto de mando instalado a toda prisa detrás de una furgoneta camuflada de la USU.

– Ya estamos aquí, Rhyme -susurró Sachs en su micrófono manos libres.

– Pero, ¿está él? -preguntó con impaciencia el criminalista.

– Tenemos a RYV en posición… Espera un momento. Alguien está informando de algo.

Un oficial de la unidad de registro y vigilancia acudió hacia ellos.

– ¿Han echado un vistazo dentro? -preguntó Haumann.

– Negativo, señor. Ha tapado las ventanas del frente.

El hombre del equipo uno de RYV dijo que se había acercado a las ventanas del apartamento que daban al frente todo lo que había podido; el segundo equipo estaba en la parte de atrás del edificio.

– He oído ruidos, voces, agua corriendo. Sonaba como si hubiera niños -añadió el oficial.

– Niños, ¡demonios! -masculló Haumann.

– Puede que fuera la televisión o la radio. Pero, la verdad, no sabría decirle.

Haumann sacudió la cabeza.

– Puesto de mando a RYV dos. Informen.

– RYV Dos. Pequeña grieta junto a la persiana, aunque no se ve mucho. Nadie en la habitación de atrás, al menos hasta donde alcanzo a ver. Pero es un ángulo muy cerrado. Hay luces encendidas en el frente. Oigo voces, me parece. Música. K.

– ¿Ve juguetes de niños, o algo parecido?

– Negativo. Pero sólo tengo una visión de diez grados sobre la habitación. Es todo lo que puedo ver. K.

– ¿Movimientos?

– Negativo, K.

– Entendido…¿Infrarrojos? -Los detectores de infrarrojos pueden localizar la ubicación de animales, humanos u otras fuentes de calor dentro de un edificio.

Un tercer técnico de RYV estaba monitorizando el apartamento.

– Tengo lecturas de calor, pero son demasiado débiles para determinar la localización precisa de la fuente, K.

– ¿Ruidos? K.

– Crujidos y algo así como gemidos. Podría ser el movimiento estructural del edificio, los desagües, los conductos de ventilación para la calefacción y el aire acondicionado. O podría ser él, que está caminando o moviéndose en la silla. Creo que está allí, pero no puedo decirle dónde. Realmente tiene sellado el lugar, K.

– De acuerdo, RYV, continúen monitorizando. Fuera.

– Rhyme, ¿has oído algo de todo eso? -dijo Sachs por su micrófono.

– ¿Y cómo podría haberlo oído? -Apareció su voz irritada.

– Creen que hay actividad en el apartamento.

– Lo único que nos falta es un tiroteo -farfulló. Una confrontación táctica era una de las formas más efectivas de destruir los restos materiales y otras pistas que pudiera haber en el escenario de un crimen-. Tenemos que salvaguardar todas las pruebas que podamos; podría ser nuestra única posibilidad de averiguar quién le contrató y quién es su compinche.

Haumann miró una vez más hacia el edificio de apartamentos. No parecía nada contento. Y Sachs -que en el fondo era casi una oficial táctica- se daba cuenta de por qué. Iba a ser un registro domiciliario difícil, harían falta muchos agentes. El sujeto tenía dos ventanas al frente, tres al fondo y seis en la pared lateral. Podría saltar por cualquiera de ellas e intentar escapar. Además, al lado había un edificio, a sólo un metro de distancia, un salto fácil desde el tejado si lograba llegar hasta arriba. También podría parapetarse detrás del remate de la fachada del edificio y dispararle a cualquiera que estuviera abajo. Del otro lado de la calle, frente al apartamento del asesino, había otras casas. Si había un intercambio de disparos, no era nada difícil que una bala perdida matase o hiriese a un tercero. Además, Boyd podría disparar contra esos edificios con toda intención, tratando de herir a alguien al azar. Sachs recordaba su costumbre de disparar a inocentes como maniobra de distracción. No había ninguna razón para pensar que en esta situación se fuera a comportar de un modo diferente. Tendrían que evacuar todas esas viviendas antes de entrar al asalto.