Haumann transmitió por radio:
– Acabamos de enviar a alguien al rellano. No hay cámaras como la que Boyd tenía en la calle Elizabeth. No sabrá que estamos llegando. -Sin embargo, el poli del equipo táctico añadió con tono lúgubre-: A menos que tenga otra manera de enterarse. Lo cual es muy posible, conociendo a este cabrón.
Sachs oyó el soplido de una respiración al lado de ella, y se volvió. Ataviado con su traje antibalas y tocando distraídamente la empuñadura de su arma de servicio, metida en la pistolera, Lon Sellitto estaba examinando el edificio. Él también parecía preocupado. Pero Sachs se dio cuenta inmediatamente de que no eran las dificultades inherentes al registro domiciliario lo que le inquietaba. Podía ver lo desgarrado que estaba. Como detective investigador de alto rango, no había ninguna razón para que estuviera en un equipo de asalto; de hecho, dado su físico, su exceso de peso y su rudimentario dominio de las armas, estaban dadas todas las razones para que no participara en una entrada a patadas.
Pero la lógica no tenía nada que ver con la verdadera razón por la que él estaba allí. Al ver que una vez más se llevaba compulsivamente la mano a la mejilla y que se toqueteaba la inexistente mancha de sangre, y sabiendo que estaba reviviendo el disparo accidental de su arma, ocurrido el día anterior, y la muerte a tiros del doctor Barry a dos pasos de donde él se encontraba, Sachs comprendió: para Lon Sellitto había llegado la hora de remangarse.
La expresión era de su padre, que había llevado a cabo muchas acciones valerosas en la policía, pero que probablemente había sido aún más valiente durante su última pelea, contra el cáncer que terminó con su vida, aunque por poco no lo logró. Para entonces su hija ya era poli, y él empezó a darle consejos sobre el trabajo. Una vez le dijo que en la vida se vería en situaciones en las que lo único que podría hacer sería enfrentarse al peligro o a un desafío ella sola. «Yo lo llamo "la hora de remangarse", Amie. Algo en lo que te tienes que abrir camino con tus propias fuerzas. La pelea puede ser contra un criminal, puede ser contra un compañero. Hasta puede ser contra el Departamento de Policía de Nueva York entero».
«A veces», decía, «la batalla más tremenda se libra en tu interior».
Sellitto sabía lo que tenía que hacer. Tenía que ser el primero que entrara por la puerta.
Pero después del incidente en el museo, la idea le tenía paralizado de miedo.
La hora de remangarse… ¿Sería capaz de hacerle frente o no?
Haumann dividió a sus oficiales de asalto en tres equipos y envió a otros cuantos a ambos extremos de la calle para que detuvieran el tráfico y otro más junto a la puerta de entrada del edificio, para detener a cualquiera que fuera a entrar, y para abalanzarse sobre Boyd mismo, si llegaba a suceder que éste saliera desprevenidamente a hacer un recado. Un agente subió al tejado. Varios polis de la USU montaron vigilancia sobre los edificios vecinos al de Boyd, por si trataba de escapar del mismo modo que lo había hecho en la calle Elizabeth.
Haumann miró fugazmente a Sachs.
– ¿Vas a entrar con nosotros?
– Ajá -respondió ella-. Alguien de la policía científica tiene que proteger el escenario. Todavía no sabemos quién ha contratado a este hijo de puta, y tengo que averiguarlo.
– ¿En cuál de los equipos quieres estar?
– En el que vaya a derribar la puerta -respondió ella.
– Ése es el de Jenkins.
– Sí, señor. -Luego se dirigió a todos los de las viviendas de la acera de enfrente y les recordó que Boyd podría dispararles a los civiles que vivían allí para intentar escapar. Haumann asintió con la cabeza-. Es necesario que alguien haga evacuar esos lugares, o al menos que aparte a la gente de las ventanas del frente y que la mantenga alejada de la calle.
Nadie quería hacer ese trabajo, por supuesto. Era como si los polis de la USU hubieran sido vaqueros y Haumann les estuviera pidiendo que uno se ofreciera para cocinar.
Una voz rompió el silencio.
– Diablos, lo haré yo. -Era Lon Sellitto-. Es perfecto para un viejo como yo.
Sachs le miró. El detective acababa de obtener un suspenso en su hora de remangarse. Había perdido el coraje. Sonrió despreocupado; tal vez fue la sonrisa más triste que Sachs había visto en toda su vida.
El jefe de la USU dijo por el micrófono:
– A todos los equipos, despliéguense para cubrir todo el perímetro. Y RYV, si se produce algún cambio en la situación, háganmelo saber al instante.
– Entendido. Fuera.
Sachs dijo por su micrófono:
– Vamos a entrar, Rhyme. Te iré contando lo que suceda.
– De acuerdo -dijo él lacónicamente.
No se dijeron nada más. A Rhyme no le gustaba que ella entrara en combate. Pero sabía cuánta iniciativa tenía Sachs, hasta qué punto la enfurecía cualquier amenaza que pendiera sobre un inocente, lo importante que era para ella asegurarse de que gente como Thompson Boyd no se escapara. Era parte de su naturaleza, y él nunca le había sugerido que diera un paso atrás en momentos como ése.
Lo que sin embargo no quería decir que a él le hiciera gracia.
Pero los pensamientos de Lincoln Rhyme se desvanecieron en cuando todos tomaron posiciones.
Sachs y Sellitto iban andando por el callejón, ella para unirse al equipo de asalto, él para seguir hacia las viviendas. La falsa sonrisa del teniente había desaparecido. El rostro del hombre se veía hinchado y estaba salpicado de gotas de sudor, pese a las frías temperaturas. Se lo enjugó, se rascó la invisible mancha de sangre y se dio cuenta de que ella le estaba mirando.
– Puto chaleco antibalas. Qué calor.
– Yo lo detesto -dijo Sachs. Siguieron andando con paso firme por el callejón, hasta que se acercaron al fondo del edificio de Boyd, en donde se estaban desplegando los agentes. De pronto, agarró a Sellitto del brazo y tiró empujando al hombre hacia atrás.
– Alguien está mirando… -Pero al dar unos pasos para acercarse a la pared, Sachs se tropezó con una bolsa de basura y se cayó haciéndose mucho daño en la pierna. Dio un grito ahogado; se sujetaba la rodilla con expresión de dolor.
– ¿Estás bien?
– Perfectamente -contestó, poniéndose de pie con una mueca de dolor instalada en el rostro. Llamó por su radio, con voz jadeante-: Cinco ocho ocho cinco, he visto movimiento en una ventana del segundo piso, en la pared trasera del edificio. RYV, ¿pueden confirmarlo?
– No son individuos hostiles. El que ha visto es uno de los nuestros, K.
– Entendido. Fuera.
Sachs empezó a andar, cojeando.
– Amelia, te has hecho daño.
– No es nada.
– Díselo a Bo.
– No pasa nada.
Que tenía artritis lo sabía solamente su círculo más íntimo -Rhyme, Mel Cooper y Sellitto-, pero nadie más. Sachs hacía todo lo posible por ocultar su dolencia, preocupada por la posibilidad de que sus superiores la retiraran del servicio activo por baja médica si se enteraban. Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones y extrajo un paquete de analgésicos, lo abrió rasgándolo con los dientes y se tragó las píldoras en seco.