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– Derriben la puerta con el ariete, y entonces entraré yo. Yo primero -dijo el detective.

– Pero…

– Ya oyó a la detective Sachs. Este criminal no trabaja solo. Necesitamos encontrar cualquier cosa que pueda llevarnos hasta el cabronazo que le ha contratado. Yo sabré qué buscar y puedo preservar el escenario del crimen en caso de que él trate de destruirlo -dijo Sellitto entre dientes.

– Déjeme consultarlo con mis superiores -dijo dubitativo el hombre de la USU.

– Oficial -dijo con calma el detective-, las cosas son así. Aquí el superior soy yo.

El jefe del equipo miró al segundo en la línea de mando. Ambos se encogieron de hombros.

– Es su… decisión.

Sellitto creyó que la tercera palabra de la oración iba a ser «funeral».

– En cuanto cortemos la luz, entramos -dijo el oficial de la USU. Se puso la máscara antigás. Los demás hicieron lo mismo, incluido Sellitto. Sujetó la Glock de Sachs, mantuvo el dedo fuera del guardamonte y avanzó hasta situarse a un lado de la puerta.

– Cortaremos la electricidad en tres… dos… uno -oyó por su auricular.

El jefe le dio una palmada en el hombro al oficial del ariete. El corpulento hombre lo balanceó con fuerza y la puerta saltó de los goznes de un solo golpe.

Volando de adrenalina, olvidando todo lo que no fuera el criminal y las pruebas, Sellitto entró a la carga, y tras él los oficiales tácticos, cubriéndole, pateando puertas y revisando las habitaciones. El segundo equipo entró desde la cocina.

No había señales de Boyd. En una tele pequeña estaban poniendo una telecomedia; de allí las voces y casi con certeza la fuente de sonido y calor que habían encontrado los de RYV.

Casi con certeza.

Pero quizá no.

Mirando a izquierda y derecha, Sellitto entró en el pequeño salón, no vio a nadie, y se dirigió directamente hacia el escritorio de Boyd, el cual se encontraba lleno de pruebas: hojas de papel, municiones, varios sobres, trozos de cable, un temporizador digital, botes que contenían líquido y otros que contenían un polvo blanco, un transistor, una cuerda. Utilizando un pañuelo de papel, Sellitto examinó cuidadosamente un armario de metal que estaba cerca del escritorio, para ver si estaba protegido con alguna trampa. No encontró ninguna, y lo abrió. Se encontró con más botes y con unas cajas. Dos pistolas más. Varios fajos de billetes nuevos, cerca de 100.000 dólares, calculó el detective.

– Esta habitación está limpia -afirmó uno de los oficiales de la USU. Y luego otro, lo mismo desde otra habitación. Por último se oyó una voz.

– Jefe del equipo A a puesto de mando: hemos despejado el lugar, K.

Sellitto se rio estentóreamente. Lo había hecho. Se había enfrentado a lo que le estaba torturando, fuera la mierda que fuera.

«Pero no te pongas tan chulo», se dijo a sí mismo, metiéndose la Glock de Sachs en el bolsillo. «Te uniste a este paseo en trineo por una razón, ¿recuerdas? Tienes trabajo que hacer. Así que protege las putas pruebas».

Sin embargo, mientras echaba una mirada al lugar, cayó en la cuenta de que había algo raro.

¿Qué?

Inspeccionó la cocina, el pasillo, el escritorio. ¿Qué era lo que resultaba raro? Algo no iba bien.

Entonces se le ocurrió: ¿un transistor?

¿Aún los fabricaban? Bien, si lo hacían, rara vez se veían, con todos esos reproductores mucho más sofisticados que se conseguían por poco dinero: estéreos, reproductores de CD, de MP3.

«Mierda. ¡Es una trampa cazabobos, una bomba! Y está justo al lado de un gran bote de líquido claro, que está cerrado con un tapón de vidrio». Lo cual, como Sellitto había aprendido en las clases de ciencia, se usaba para guardar ácido.

– ¡Dios!

¿Cuánto tiempo tenía antes de que detonara? ¿Un minuto, dos?

Sellitto se precipitó sobre el escritorio y agarró el transistor; se dirigió al cuarto de baño y lo colocó en el lavabo.

– ¿Qué…? -preguntó uno de los oficiales tácticos.

– ¡Tenemos un artefacto explosivo improvisado! ¡Desalojen el apartamento! -gritó el detective, arrancándose la máscara antigás.

– ¡Salga de aquí, joder! -gritó el oficial.

Sellitto no hizo caso. Cuando alguien fabrica un dispositivo explosivo improvisado no se preocupa por ocultar las huellas u otras pistas que pueda haber dejado, porque una vez que el artefacto ha explotado, la mayor parte de las pruebas quedan destruidas. Ellos conocían la identidad de Boyd, por supuesto, pero podía haber algún resto o huella en el artefacto que los pudiera llevar a la persona que le había contratado, o a su cómplice.

– Llamen a la brigada de explosivos -transmitió alguien.

– Cállense. Estoy ocupado.

Había un botón para encender o apagar el transistor, pero no confiaba en que eso desactivara la carga explosiva. Encogiendo el cuerpo, el detective quitó la tapa posterior de plástico negro del transistor.

¿Cuánto, cuánto tiempo?

Para Boyd, ¿cuánto es un tiempo razonable para poder entrar en el apartamento y desactivar la trampa?

Cuando Sellitto hizo saltar la tapa y se agachó, apareció ante sus ojos media barra de dinamita; no era un explosivo plástico, pero sí que era lo suficientemente poderoso como para volarle la mano y dejarle ciego. No había ningún indicador. Sólo en las películas las bombas tienen temporizadores digitales que muestran con toda claridad la cuenta atrás. Las bombas de verdad son detonadas por chips temporizadores que tienen diminutos microprocesadores y carecen de indicadores. Sellitto mantuvo la dinamita en su lugar con una uña para evitar borrar cualquier huella. Comenzó a estudiar el detonador del explosivo.

Mientras se preguntaba cuán sofisticado habría sido el sujeto (los especialistas en fabricación de bombas utilizan detonadores secundarios para quitar del medio a las personas que, como Sellitto, meten la zarpa en sus artesanías), separó el detonador de la dinamita.

No había detonador secundario, ni ningún…

La explosión, un tremendo y atronador estallido, retumbó a través del cuarto de baño, haciendo reverberar las paredes.

– ¿Qué ha sido eso? -preguntó Bo Haumann-. ¿Hay alguien disparando? ¿Tenemos tiroteo? Todas las unidades, informen.

– Explosión en el cuarto de baño del apartamento del sujeto -informó alguien-. ¡Llamen a los médicos! ¡Llamen a los servicios de urgencias!

– Negativo, negativo. Calma todo el mundo. -Sellitto tenía el dedo quemado bajo el chorro de agua fría-. Sólo necesito una tirita.

– ¿Es usted, teniente?

– Sí. Estalló el detonador. Boyd tenía una trampa cazabobos preparada para eliminar las pruebas. He salvado la mayor parte… -Se metió la mano bajo la axila y se la apretó-. Joder, cómo escuece.

– ¿Cómo era de grande el artefacto? -preguntó Haumann.

Sellitto dirigió la mirada hacia el escritorio, en la otra habitación.

– Lo suficiente como para hacer explotar esa mierda de ahí que parece ser un bote de cuatro litros de ácido sulfúrico, supongo. Y también he visto algunos botes con polvo, probablemente cianuro.

Se hubiera cargado la mayor parte de las pruebas… y a cualquiera que estuviera cerca.

Varios de los oficiales de la USU miraron a Sellitto con gratitud.

– Hombre, a este criminal quiero trincarlo yo en persona -dijo uno de ellos.

Haumann, con su habitual voz de policía imparcial, preguntó pragmáticamente:

– ¿Situación del sujeto?

– Ningún rastro. El calor que indicaba el infrarrojo provenía de un refrigerador, una televisión, y de la luz del sol sobre los muebles, parece -transmitió uno de los polis.

Sellitto revisó la habitación de un vistazo, y transmitió:

– Tengo una idea, Bo.

– Adelante.

– Reparemos la puerta rápidamente. Dejadme a mí dentro y a un par de tipos más, retirad a todos los demás que estén en las calles. Tal vez el sujeto vuelva pronto. Entonces le cogeremos.