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– Entendido, Lon. Me gusta la idea. Andando. ¿Quién sabe de carpintería?

– Yo lo haré -dijo Sellitto-. Es uno de mis pasatiempos. Vosotros traedme algunas herramientas. ¿Y qué clase de equipo es éste? ¿Es que nadie tiene una puñetera tirita?

Un poco más lejos, en la misma calle del apartamento de Boyd, Amelia Sachs escuchaba los intercambios de transmisiones sobre el registro. Parecía que su plan para Sellitto había funcionado mejor aún de lo que ella había esperado. No estaba muy segura de lo que había pasado, pero estaba claro que él se había comportado con agallas, y ella percibía ahora una nueva confianza en su voz.

Acusó recibo del mensaje sobre el plan para despejar la calle y esperar a que Boyd regresara, agregó luego que ella avisaría a los últimos vecinos del otro lado de la calle, y que más tarde se uniría a los demás en la operación de vigilancia. Llamó a una puerta y le dijo a la mujer que la atendió que se mantuviera alejada de la fachada de la casa hasta que oyeran que se podía salir sin peligro. Se estaba llevando a cabo un procedimiento policial en la acera de enfrente.

Los ojos de la mujer se abrieron como platos.

– ¿Es peligroso?

Sachs respondió lo que se decía habitualmente: es sólo por precaución, no hay nada de qué alarmarse, y tal. Evasivas y palabras tranquilizadoras. La mitad del trabajo de un policía son las relaciones públicas. Algunas veces son mucho más de la mitad. Sachs agregó que había visto unos juguetes infantiles en el jardín. ¿Los niños estaban en casa en ese momento?

Fue entonces cuando Sachs vio a un hombre que surgió de un callejón y dobló hacia la calle. Iba andando despacio en dirección al edificio, con la cabeza gacha, vistiendo un largo abrigo y un sombrero. No podía verle el rostro.

La mujer le estaba diciendo con tono de preocupación:

– Ahora mismo, estamos sólo mi novio y yo. Las niñas están en la escuela. Generalmente vuelven a casa andando, pero, ¿deberíamos ir a buscarlas?

– Señora, ¿ve ese hombre de allí, en la acera de enfrente?

La mujer dio un paso adelante y miró.

– ¿Aquel?

– ¿Le conoce?

– Claro. Vive en ese edificio que está justo allí.

– ¿Cómo se llama?

– Larry Tang.

– Ah, ¿es chino?

– Supongo. O japonés o algo parecido.

Sachs se relajó.

– No estará metido en algo, ¿no?

– No, no lo está. En cuanto a sus hijas, lo mejor sería que…

Oh, Dios…

Al mirar detrás de la mujer, Amelia Sachs vio uno de los dormitorios de la casa. Estaban pintando esa habitación. En la pared se veían algunos personajes de dibujos animados. Uno era Tigger, el personaje de Winnie the Pooh.

El tono naranja de la pintura era idéntico al de las muestras que había encontrado cerca de la casa de la tía de Geneva, en Harlem. Naranja brillante.

Luego echó una ojeada al suelo del recibidor. Había un viejo par de zapatos apoyados sobre un rectángulo de papel de periódico. Marrón claro. Alcanzó a ver la etiqueta que tenían dentro. Eran unos Bass. Del número 11, más o menos.

Amelia Sachs comprendió de pronto que el novio al que se había referido la mujer era Thompson Boyd, y que el apartamento de enfrente no era su vivienda habitual, sino otro de sus escondites. El motivo por el cual se encontraba vacío en ese momento era porque él se hallaba en algún lugar de esa mismísima casa.

CAPÍTULO 32

Amelia Sachs pensó: «Hay que sacar de aquí a la mujer. Por su mirada no parece culpable. Ella no está metida en el asunto».

Pensó: «Por supuesto que Boyd está armado».

Pensó: «Y acabo de cambiar mi Glock por una mierda de revólver de seis tiros».

«Hay que sacarla de aquí. Rápido».

La mano de Sachs se iba deslizando lentamente hacia la cintura, en donde tenía la diminuta arma de Sellitto.

– Ah, algo más, señora -dijo con calma-. He visto una furgoneta calle arriba. Tal vez usted podría decirme de quién es.

«¿Qué ha sido ese ruido?», se preguntó Sachs. Algo en el interior de la casa. Como metálico. Pero no era el ruido de un arma, era un golpeteo apenas perceptible.

– ¿Una furgoneta?

– Ajá, desde aquí no se ve. Está detrás de aquel árbol. -Sachs retrocedió, indicándole a la mujer, con un gesto, que se desplazara hacia la calle-. ¿Podría salir y echarle una mirada, por favor? Nos sería de gran ayuda.

La mujer, sin embargo, se quedó en donde estaba, en el vestíbulo, mirando de reojo hacia su derecha. El ruido venía de allí.

– ¿Cariño? -Frunció el ceño-. ¿Qué sucede?

De pronto Sachs se dio cuenta de que el ruido lo habían producido unas persianas. Boyd había oído la conversación de Sachs con su novia y había mirado por la ventana. Habría visto a un oficial de la USU o un coche patrulla cerca de su escondite.

– Es realmente importante -insistió Sachs-. Si pudiera…

Pero la mujer se quedó paralizada, con los ojos abiertos como platos.

– ¡No! ¡Tom! ¿Qué estás…?

– ¡Señora, venga aquí! -gritó Sachs desenfundando la Smith & Wesson-. ¡Enseguida! ¡Está usted en peligro!

– ¿Qué haces con eso? ¡Tom! -La mujer retrocedió alejándose de Boyd, pero se quedó en el pasillo, como un conejo deslumbrado por una luz potente-. ¡No!

– ¡Agáchese! -dijo Sachs en un susurro desgarrado, mientras se ponía en cuclillas para entrar en la casa.

– Boyd, escúcheme -gritó Sachs-. Si tiene un arma, tírela. Arrójela donde yo pueda verla. Y tírese al suelo. ¡Se lo advierto! ¡Fuera hay docenas de oficiales!

Sólo silencio, excepto por el sollozo de la mujer.

Sachs hizo un rápido amago, mirando por lo bajo por detrás del ángulo de la pared, hacia la izquierda. Alcanzó a ver al hombre, de rostro tranquilo, con una pistola grande y negra en la mano. No la North American 22 mágnum, sino una automática que debía tener balas para dejar fuera de combate al adversario, y un cargador de unos quince tiros. Sachs se lanzó rápidamente hacia atrás para ponerse otra vez a cubierto. Boyd había estado esperándola para atacar, pero erró las dos balas que le disparó, aunque por pocos centímetros, haciendo volar por el aire astillas de escayola y de madera. La mujer morena pegaba un alarido con cada inspiración, arrastrándose con la espalda contra la pared para tratar de escapar, mirando alternativamente a Sachs y hacia el lugar en donde estaba Boyd.

– ¡No, no, no!

– ¡Tire su arma! -repitió Sachs.

– ¡Tom, por favor! ¿Qué está pasando?

– ¡Agáchese, señora!

Un largo momento de completo silencio. ¿Qué estaría tramando Boyd? Era como si estuviera reflexionando sobre cuál sería el próximo paso.

Entonces hizo un disparo. Uno solo.

La detective se estremeció. Sin embargo, la bala pasó lejos. Ni siquiera dio en la pared junto a la que se encontraba Sachs.

Pero resultó que Boyd no le había apuntado a ella, y la bala había dado efectivamente en el blanco.

La mujer morena cayó sobre sus rodillas, con las manos sobre el muslo, del cual salía sangre a borbotones.

– Tom -susurró-. ¿Por qué…? Oh, Tom. -Se echó boca arriba y quedó tendida cogiéndose la pierna con fuerza, jadeando de dolor.

Al igual que en el museo, Boyd le había disparado a alguien para distraer a la policía y poder huir. Pero esta vez le había tocado a su novia.

Sachs oyó el ruido de cristales que se rompían: Boyd estaba atravesando la ventana para escapar.

La mujer seguía susurrando palabras que Sachs no oía. Llamó por radio a Haumann para informar sobre el estado de la mujer y su ubicación, y éste envió inmediatamente médicos y refuerzos. Entonces pensó que les llevaría unos minutos a los servicios de urgencias médicas llegar hasta allí. «Tengo que salvarla. Con un torniquete, la hemorragia sería más lenta. Puedo salvarle la vida».