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Algo le vino a la memoria… Frunció el ceño, observándola ir de aquí para allá… Sí, eso era. Aquellos movimientos le recordaron las serpientes de cascabel que su padre le señalaba cuando iban juntos de cacería o paseaban por los arenales de Texas, cerca de la caravana de la familia, en las afueras de Amarillo.

Míralas, hijo. Mira. ¿No son preciosas? Pero no te acerques demasiado. Te liquidarían con un beso mortífero.

Se apoyó en la pared y siguió contemplando a la mujer de blanco, que iba de aquí para allá, de aquí para allá.

CAPÍTULO 4

– ¿Qué tal va la cosa, Sachs?

– Bien -le respondió a Rhyme a través de su conexión por radio.

Estaba a punto de terminar de hacer la cuadrícula, palabra que se refiere al método para investigar el lugar en el que se ha cometido un crimen, y que consiste en examinarlo de la misma manera en que se corta el césped, caminando de un extremo del sitio en cuestión hasta el otro y luego regresando tras desplazarse un poco hacia un lado. Después volvía a hacerse lo mismo, pero esta segunda vez caminando perpendicularmente al sentido seguido en el primer reconocimiento. Mirando además arriba y abajo, del suelo al techo. De este modo no se dejaba ni un solo centímetro o ángulo sin examinar. Había otras maneras de investigar el escenario de un crimen, pero Rhyme siempre insistía en que se utilizara ésa.

– ¿Qué significa «bien»? -preguntó con irritación. A Rhyme no le gustaban las generalizaciones, o lo que llamaba evaluaciones «blandas».

– Se olvidó la bolsa con los utensilios -respondió ella. Puesto que la conexión mediante el Motorola entre Sachs y Rhyme era más que nada un medio para que él estuviera presente en el lugar del crimen a través de su sustituta, por lo general hacían caso omiso de las convenciones protocolarias para las comunicaciones por radio del Departamento de Policía de Nueva York, tal como terminar cada transmisión con una K.

– ¿Ah, sí? Tal vez nos sea de tanta ayuda para identificarle como lo sería su cartera. ¿Qué hay en ella?

– Es todo un poco extraño, Rhyme. La típica cinta adhesiva, un cúter, condones. Pero también hay una carta de tarot. El dibujo ese de un tipo colgado en el cadalso.

– Me pregunto si será un auténtico psicópata, o sólo un imitador -dijo Rhyme, pensativo. A lo largo de los años, muchos asesinos habían dejado cartas de tarot y otros objetos característicos del ocultismo en el lugar del crimen; el caso reciente más notable había sido el del francotirador de Washington DC, varios años antes.

– La buena noticia es que tenía todo guardado en una bonita bolsa de plástico -prosiguió Sachs.

– Excelente. -Si bien los criminales suelen acordarse de usar guantes en el lugar mismo del crimen, a menudo se olvidan de las huellas dactilares que dejan en los objetos que llevan consigo para perpetrar ese crimen. El envoltorio desechado de un condón había llevado a la cárcel a muchos violadores que, por lo demás, habían evitado obsesivamente dejar huellas o fluidos corporales en el lugar de los hechos. En este caso, aunque el asesino se hubiera acordado de limpiar la cinta adhesiva, el cuchillo y los condones, era posible que hubiera olvidado limpiar la bolsa.

A continuación Sachs colocó la bolsa de plástico en una bolsa de papel para guardar pruebas -por lo general el papel era mejor que el plástico para preservar las pruebas- y la puso a un lado.

– La dejó en un anaquel cerca de donde estaba sentada la chica. Estoy comprobando si hay restos. -Espolvoreó los estantes con polvillo fluorescente, se puso unas gafas anaranjadas e iluminó la superficie con una fuente de luz especial. Las lámparas ALS revelaban huellas como las de sangre, semen e impresiones dactilares que de otro modo resultarían invisibles. Iluminando hacia arriba y hacia abajo, transmitió-: No hay huellas. Pero puedo ver que tenía puestos unos guantes de látex.

– Ah, eso está muy bien. Por dos razones. -La voz de Rhyme tenía tono de profesor. Le estaba examinando.

«¿Dos?», se preguntó ella. Una le vino inmediatamente a la cabeza: si llegaban a recuperar el guante, podrían recoger las huellas del interior de los dedos (otra cosa que los criminales olvidaban a menudo). Pero, ¿y la segunda?

Sachs se lo preguntó.

– Es obvio. Significa que probablemente esté fichado, de modo que cuando encontremos una huella, el AFIS nos dirá quién es. -Los sistemas de identificación de huellas dactilares automatizados de cada Estado y el AFIS Integrado del FBI eran bases de datos informatizadas que podían proporcionar concordancias en cuestión de minutos, frente a los días o incluso semanas que llevaban los exámenes manuales.

– Claro -dijo Sachs, afligida por haber suspendido la prueba.

– ¿Qué más justifica la evaluación de «bien»?

– Anoche enceraron el suelo.

– Y la agresión fue esta mañana temprano. De modo que tienes una buena superficie para ver las huellas de sus zapatos.

– Ajá. Aquí hay unas muy nítidas. -Arrodillándose, tomó una imagen electrostática de la huella de las pisadas del hombre. Estaba segura de que eran suyas; podía ver claramente el recorrido que había dejado marcado: había caminado hasta la mesa de Geneva, había adoptado una postura conveniente, de manera que tuviera bien cogida la porra para golpearla, y luego la había perseguido por la sala. Sachs también había comparado las huellas con las del único otro hombre que había estado allí esa mañana: las de Ron Pulaski, cuyos zapatos brillantes como espejos dejaban unas marcas muy distintas.

Le explicó que la chica había utilizado el maniquí para distraer al asesino y escapar. Rhyme se rio, festejando su ingenio.

– Rhyme, él la golpeó, bueno, al maniquí, con verdadera fuerza -agregó-. Con un objeto contundente. Tan fuerte que se rompió el plástico a través del tejido del gorro. Luego debió de ponerse furioso al comprobar que ella le había logrado engañar. También destrozó el lector de microfichas.

– Objeto contundente -repitió Rhyme-. ¿Puedes tomar una impresión?

Cuando dirigía el Departamento de la Policía Científica, antes de su accidente, Rhyme había recopilado un buen número de archivos de datos para ayudar a identificar pruebas e impresiones recogidas en el lugar de los hechos. El archivo de objetos contundentes contenía cientos de fotografías de marcas de impacto dejadas sobre la piel y sobre superficies inanimadas por varios tipos de objetos: desde llantas de acero hasta huesos humanos, pasando por el hielo. Pero después de haber examinado cuidadosamente tanto el maniquí como el lector de microfichas destrozado, Sachs dijo:

– No, Rhyme. No veo nada. El gorro que Geneva le puso al maniquí…

– ¿Geneva?

– Así se llama la chica.

– Ah. Continúa.

Por un momento a ella le irritó -como ocurría a menudo- el hecho de que él no hubiera expresado el menor interés por saber algo sobre la chica o sobre su estado de ánimo. A menudo le fastidiaba que Rhyme sintiera tal indiferencia por los crímenes y las víctimas. Así, decía él, era como tenía que ser un criminalista. Uno no quería pilotos que se sintieran tan sobrecogidos por una hermosa puesta de sol o que sintieran tal terror ante una tormenta eléctrica que terminaran estrellándose contra una montaña; lo mismo se aplicaba a los polis. Ella entendía su argumento, pero para Amelia Sachs las víctimas eran seres humanos, y los crímenes no eran ejercicios científicos; eran horribles acontecimientos. Especialmente cuando la víctima era una chica de dieciséis años.