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Pero luego pensó: «No. Él no se ha ido». Miró rápidamente por detrás del ángulo de la pared, hacia la izquierda, y vio a Boyd que se dejaba caer por la ventana del vestíbulo hacia el jardín lateral.

Sachs miró otra vez a la mujer, y dudó. La morena había perdido el conocimiento y su mano estaba caída a un lado; ya no se cogía la pierna terriblemente herida. Y ya había un charco de sangre bajo su torso.

Dios mío…

Avanzó hacia ella. Luego se detuvo. No. Tú sabes lo que tienes que hacer. Amelia Sachs corrió hacia la ventana lateral. Miró hacia afuera, al igual que antes, muy fugazmente, por si él la estuviera esperando. Pero no, Boyd esperaba que ella salvará a la mujer. Sachs le vio alejándose de la casa a toda velocidad por el callejón adoquinado, sin darse la vuelta ni una vez para mirar hacia atrás.

Sachs miró hacia abajo. Hasta el suelo era una caída de casi dos metros. La mentira sobre el dolor provocado por el tropezón, que le había contado a Sellitto veinte minutos antes, había sido una bola; el dolor crónico no lo era.

Santo cielo.

Se subió a toda prisa sobre el alféizar, libre de cristales, balanceó sus piernas hacia afuera y se dejó caer de un impulso. Para amortiguar el golpe del aterrizaje, mantuvo flexionadas las rodillas. Pero fue una caída larga, y al tocar el suelo su pierna izquierda cedió y Sachs cayó dando tumbos sobre la grava y la hierba, con un grito de dolor.

Respirando hondo, se levantó como pudo y se lanzó tras Boyd, esta vez con una cojera de verdad que le impedía correr demasiado rápido. «Dios te ha castigado por mentir», pensó.

Abriéndose paso a través una hilera de arbustos, Sachs pasó del jardín a un callejón que discurría detrás de las casas y los edificios de apartamentos. Miró hacia ambos lados, pero no encontró ni rastro de Boyd.

En ese momento, a unos treinta metros, vio que se abría una gran puerta de madera. Esto era típico de las partes viejas de Nueva York: garajes sin calefacción, separados de las viviendas, alineados a lo largo de los callejones que discurrían detrás de una hilera de casas adosadas. Tenía sentido pensar que Boyd tuviera guardado su coche en el garaje; el equipo de registro y vigilancia no lo había encontrado en los alrededores. Avanzando al trote lo mejor que podía, Sachs informó de su ubicación al puesto de mando.

– Entendido, cinco ocho ocho cinco. Estamos de camino, K.

Mientras avanzaba tambaleante sobre los adoquines, abrió el tambor de la pequeña Smith de Sellitto, e hizo una mueca de disgusto cuando vio que el detective se contaba entre los dueños de pistolas más precavidos: la cámara del tambor que quedaba ante el percutor estaba vacía.

Cinco disparos.

Contra la automática de Boyd, que contaba con tres veces más balas y posiblemente con uno o dos cargadores extra en su bolsillo.

Mientras corría hacia la boca del callejón, oyó el ruido de un motor que arrancaba, y un segundo después el Buick azul salió marcha atrás hacia ella. El callejón era demasiado estrecho para girar en un solo movimiento, así que Boyd tenía que detenerse, ir hacia delante y luego otra vez hacia atrás. Eso le dio a Sachs la oportunidad de correr a toda velocidad hasta acercarse a unos veinte metros del garaje.

Boyd terminó la maniobra, y usando el portón del garaje como un escudo interpuesto entre él y Sachs, aceleró para alejarse a toda velocidad.

Sachs se arrojó sobre los adoquines y vio que el único blanco al que podía tirarle era el que se veía por el estrecho espacio que dejaba el portón por debajo: los neumáticos traseros.

Tendida boca abajo, Sachs apuntó al derecho.

Es una regla de los tiroteos urbanos no tirar nunca a menos que uno «conozca el telón de fondo», es decir: adónde irá a parar la bala si uno yerra el tiro, o si perfora y traspasa el blanco al que se tira, y luego continúa su trayectoria. Mientras el coche de Boyd se alejaba de ella, Sachs respetó ese protocolo durante una fracción de segundo, y luego -pensando en Geneva Settle- se salió con una regla de su propia cosecha: este cabrón no se va a escapar.

Lo mejor que podía hacer para controlar el disparo era apuntar bajo, de modo que si erraba el tiro, la bala rebotara hacia arriba y se incrustara en el coche.

Amartillando el revólver para disparar con sólo un toque, de modo que el gatillo fuera más sensible, apuntó y tiró dos veces, un disparo apenas más alto que el otro.

Los proyectiles pasaron silbando por debajo del portón del garaje, y al menos uno perforó el neumático trasero derecho. Cuando el coche dio un bandazo hacia la derecha e impactó violentamente contra el muro del callejón, Sachs se puso en pie y, con una mueca de dolor en el rostro, corrió a toda velocidad hacia el lugar del siniestro. Se detuvo en el portón del garaje y miró por detrás. Resultó que ambos neumáticos estaban aplastados; también le había dado al delantero. Boyd intentó retroceder para apartarse del muro, pero la rueda delantera estaba torcida e incrustada en el chasis. Bajó del coche de un salto, girando a derecha e izquierda con la pistola en alto, buscando a quien le había tirado.

– ¡Boyd! ¡Suelte el arma!

Su respuesta fue hacer cinco o seis disparos hacia el portón. Sachs respondió con un disparo, que impactó en el coche, a centímetros de él, y luego rodó hacia la derecha y se puso en pie rápidamente, y vio que Boyd escapaba hacia la calle del otro lado.

Esta vez ella podía ver el telón de fondo -un muro de ladrillos al otro lado de la calle lejana- e hizo fuego otra vez.

Pero justo en el momento de disparar el arma, Boyd se hizo a un lado, como si se lo hubiera estado esperando. El proyectil le pasó muy cerca, de nuevo a pocos centímetros. Devolvió el fuego, una cortina de disparos, y ella volvió a arrojarse al suelo dándose otro golpe contra la superficie pegajosa de los adoquines. La radio se le se hizo trizas. Él desapareció tras la esquina, a la izquierda.

Le quedaba una bala. Debería haber usado sólo una para la rueda, pensó enojada, mientras se volvía a poner en pie y corría tras él lo mejor que podía con su pierna dolorida. Se detuvo en la esquina en la que el callejón desembocaba en la acera, echando una rápida mirada hacia la izquierda. Vio la silueta sólida del sujeto, de espaldas, que se alejaba corriendo a toda velocidad.

Cogió el Motorola y presionó el botón de transmitir. Nada, estaba averiado. Mierda. ¿Llamar al 911 por el teléfono móvil? Demasiadas cosas que explicar, demasiado poco tiempo para transmitir un mensaje. En alguno de los edificios de por allí, seguramente alguien habría llamado a causa de los disparos. Siguió persiguiendo a Boyd. El aire le raspaba al respirar, los pies golpeaban rítmicamente el suelo.

En la otra esquina, al final de la manzana, se detuvo un coche patrulla. Los agentes no descendieron; no habían oído los disparos y no sabían que el asesino y Sachs estaban allí. Boyd levantó la vista y los vio. Se detuvo bruscamente y saltó por encima de una pequeña valla, y luego se escondió bajo las escaleras que subían al primer piso de un edificio de apartamentos. Ella oyó los puntapiés del sujeto, que intentaba meterse en un apartamento del bajo.

Sachs hizo señas con las manos a los agentes, pero éstos estaban mirando calle arriba y abajo, y no la vieron.

Fue entonces cuando una pareja joven salió por la puerta del apartamento que estaba justo frente a donde estaba Boyd. Cerraron la puerta tras ellos, el joven se subió la cremallera de su cazadora para combatir el frío del día y la mujer le cogió del brazo. Empezaron a bajar las escaleras. Cesaron los puntapiés.

Oh, no… Sachs se dio cuenta de lo que estaba a punto de suceder. No podía ver a Boyd, pero sabía lo que iba a hacer. Ahora le estaría apuntando a la pareja. Iba a disparar a uno o a ambos, robarles las llaves y escapar hacia el interior del apartamento, con la esperanza, una vez más, de que la policía dividiera sus fuerzas para ocuparse de atender a los heridos.