– ¡Al suelo! -gritó Sachs.
La pareja, que estaba a unos treinta metros, no la oyó.
Ahora Boyd estaría ajustando su puntería, esperando que ellos se acercaran más para tener un blanco perfecto.
– ¡Al suelo!
Sachs se puso de pie y se dirigió hacia ellos, cojeando.
La pareja se percató de su presencia, pero ni él ni ella pudieron entender lo que les gritaba Sachs. Se detuvieron, frunciendo el ceño.
– ¡Al suelo! -repitió Sachs.
El hombre se puso la mano detrás de la oreja para oír mejor, moviendo la cabeza.
Sachs de detuvo, respiró hondo y disparó su última bala contra un bote de basura metálico, a unos seis o siete metros de la pareja.
La mujer gritó y ambos dieron media vuelta y subieron las escaleras casi a cuatro patas hasta meterse en su apartamento. La puerta se cerró de un golpe.
Al menos se las había arreglado para…
Junto a Sachs, saltó un pedazo de piedra caliza, que la golpeó con esquirlas calientes y pedacillos de piedra. Medio segundo después oyó el ruidoso estallido del arma de Boyd.
Otro tiro, y otro más, obligando a Sachs a retroceder, las balas impactando a centímetros de ella. Cruzó el jardín dando tumbos, se tropezó con una cerca de alambre de treinta centímetros de alto y unos adornos de escayola para el césped: Bambis y elfos. Un proyectil le rozó el chaleco, haciéndole expulsar el aire de los pulmones. Volvió a caer de mala manera sobre un bancal. Muy cerca de ella impactaron más proyectiles. Entonces Boyd se volvió contra los agentes que estaban bajando de un salto del coche patrulla. Acribilló el coche, haciendo fuego varias veces seguidas, reventando los neumáticos y obligando a los agentes a parapetarse detrás del vehículo. Los uniformados no se movieron de allí, pero al menos habrían llamado a los del equipo de asalto y habría más policías de camino.
Lo que significaba, por supuesto, que Boyd sólo tenía una ruta de escape: ir hacia Sachs. Ella se agachó para parapetarse detrás de unos arbustos. Boyd había dejado de hacer fuego, pero ella no podía oír sus pasos acercándose. Supuso que Boyd estaría a unos siete metros. Luego a tres. Estaba segura de que en cualquier momento vería su rostro, y luego la boca de su arma. Luego moriría…
Pum.
Pum.
Apoyándose en un codo, pudo ver al asesino, allí cerca, arremetiendo a puntapiés contra la puerta de otro apartamento de la planta baja, que lentamente empezaba a ceder. Su rostro estaba inquietantemente tranquilo, como el del hombre colgado de la carta de tarot que habría querido dejar al lado del cadáver de Geneva Settle. No había duda de que había creído que le había dado a Sachs, porque no se preocupó de mirar dónde había caído la mujer, y ahora estaba concentrado en abrirse camino a través de la puerta, la única vía de escape que le quedaba. Miró hacia atrás una o dos veces, hacia el otro extremo de la manzana, donde los agentes uniformados empezaban a acercarse a él, si bien lentamente, ya que él se volvía y les disparaba cada pocos segundos.
Además, supuso Sachs, él debería quedarse sin municiones pronto. Probablemente, él…
Boyd expulsó el cargador de la pistola y metió uno nuevo. Otra vez cargada.
Bien, vaya…
Ella podía quedarse donde estaba, a salvo, con la esperanza de que otros oficiales llegaran antes de que él se escapara.
Pero Sachs pensó en la mujer morena que yacía ensangrentada en la casa, puede que, a aquellas alturas, muerta. Pensó en el agente electrocutado, en el bibliotecario asesinado el día anterior. Pensó en el joven novato Pulaski, en su rostro maltrecho y ensangrentado. Y sobre todo pensó en la pobre chiquilla, en Geneva Settle, que estaría en peligro cada minuto que Boyd estuviera suelto y andando por las calles. Aferrando el revólver descargado, tomó una decisión.
Thompson Boyd le dio otro potente puntapié a la puerta del bajo. Empezaba a ceder. Lograría meterse, lograría…
– No se mueva, Boyd. Suelte el arma.
Con sus ojos ardientes parpadeando de sorpresa, Thompson volvió la cabeza. Bajó el pie, que estaba colocado en posición para asestar un nuevo puntapié.
Bueno, ¿qué es esto?
Con el arma apuntando hacia abajo, giró la cabeza lentamente y la miró. Sí, tal como había pensado, era la mujer del escenario del crimen de la biblioteca del museo, de la mañana del día anterior. La que iba de un lado a otro como una serpiente de cascabel. Cabello pelirrojo, mono blanco. Ésa que él había disfrutado mirándola, admirándola. Había mucho que admirar, reflexionó. Y era buena tiradora, además.
Se sorprendió de que estuviera viva. Estaba convencido de que en la última descarga le había dado.
– Boyd, voy a dispararle. Suelte el arma, y túmbese en la acera.
Él pensó que con unos cuantos puntapiés más, aquella puerta se rompería. Luego, saldría por el callejón de atrás del edificio. O tal vez quienes vivían ahí tuvieran un coche. Podía coger las llaves y dispararles a quienes estuviesen dentro, herirlos, crearles más dificultades a los policías. Escapar.
Pero, por supuesto, había una cuestión que tenía que responder primero: ¿le quedaba munición a ella?
– ¿Me oye, Boyd?
– Así que es usted. -Entornó los ojos ardientes. Últimamente no había estado usando Murine-. Pensé que podría ser.
Ella frunció el ceño. No sabía de qué le estaba hablando. Tal vez la mujer estuviera preguntándose si él la había visto antes, preguntándose si él la conocía.
Boyd tuvo mucho cuidado de no moverse. Tenía que resolver el problema. ¿Dispararle o no? Pero si hacía el menor movimiento hacia ella y a ella sí le quedaban balas, ella haría fuego. Él tenía plena certeza de eso. Esta mujer no se andaba con remilgos.
Te liquidarían con un beso mortífero…
Boyd reflexionaba. El arma de ella era un Smith & Wesson especial calibre 38 de seis tiros. Había hecho fuego cinco veces. Thompson Boyd siempre contaba los disparos (sabía que a él mismo le quedaban ocho en ese cargador, y un cargador más de catorce tiros en el bolsillo).
¿Había vuelto ella a cargar su arma? Si no, ¿le quedaba un tiro más?
Muchos oficiales de policía dejan vacía la cámara sobre la que golpea el percutor de los revólveres, para evitar la muy infrecuente posibilidad de que al dejarla caer accidentalmente, el arma se dispare. Pero esta mujer no parecía ser esa clase de persona. Ella conocía demasiado bien las armas. Nunca se le caería una por accidente. Además, si estaba trabajando en una tarea táctica, querría poder contar con todos los disparos posibles. No, no era la clase de poli de tambor vacío.
– Boyd, no se lo diré otra vez.
Por otra parte, seguía pensando él, aquella arma no era suya. El día anterior, en el museo, ella llevaba una automática a la cintura, una Glock. Ahora mismo, todavía tenía una pistolera de Glock en el cinturón. La pequeña Smith, ¿sería un arma de reserva? Pero hoy día, con automáticas que cargan al menos doce balas, y dos cargadores extra en el cinturón, normalmente los polis no se molestaban en llevar una segunda arma.
No, apostaría que o bien ella había perdido su automática, o se la había prestado a alguien y había cogido este revólver a cambio, lo que quería decir que era probable que ella no tuviera balas para volver a cargarlo. Siguiente pregunta: la persona que le había prestado la pequeña Smith, ¿dejaba vacía la cámara que quedaba ante el percutor? Eso no había manera de saberlo, por supuesto.
Así que la pregunta se redujo a: ¿qué clase de persona era ella? Boyd volvió a pensar en el museo, viéndola rebuscar como una serpiente de cascabel. Pensó en ella en el rellano del escondite de la calle Elizabeth, atravesando la puerta para ir tras él. Pensó en ella viniendo tras él, ahora, dejando que Jeanne muriera por la herida de bala en el muslo.