Llegó a una conclusión: se estaba echando un farol. Si hubiera tenido una bala, ya le habría disparado.
– No le quedan más balas -afirmó. Se dio la vuelta hacia ella y levantó la pistola. Ella hizo una mueca, y bajó el arma. Él estaba en lo cierto. ¿Debería matarla? No, sólo dispararle para herirla. Pero, ¿cuál era el mejor lugar? Doloroso y que pusiera su vida en peligro. El griterío y la sangre copiosa atraen mucho la atención. Se estaba decidiendo por una pierna; le dispararía a la que le dolía, a la rodilla. Cuando ella hubiera caído, le metería otro tiro en el hombro. Y huiría.
– Así que usted gana -dijo ella-. ¿Y ahora qué? ¿Me va a tomar de rehén?
Él no había pensado en eso. Dudó. ¿Tenía sentido? ¿Serviría de algo? Normalmente, los rehenes traen más problemas que soluciones.
No, era mejor dispararle. Empezó a presionar el gatillo, mientras ella, derrotada, arrojaba su arma a la acera. Él miró el revólver, pensando: «Aquí hay algo que no va… ¿Qué es?».
Ella había estado sosteniendo el arma en la mano izquierda. Pero la pistolera estaba en la cadera derecha.
Los ojos de Thompson se volvieron hacia ella, y el asesino ahogó un grito cuando vio los destellos de la navaja que dando volteretas iba directa hacia su rostro. Ella la había arrojado con la mano derecha, momento en el que él desvió la mirada un segundo.
La navaja no se clavó en él, ni siquiera le hizo un corte. Fue el mango lo que le dio en la mejilla, pues ella se lo había arrojado directamente a sus delicados ojos. Thompson trató instintivamente de esquivarlo, levantando el brazo para protegerse los ojos. Antes de que pudiera dar un paso atrás y apuntar, la mujer se le había arrojado encima, blandiendo una piedra que había recogido del jardín. Sintió un golpe contundente en la sien que lo dejó aturdido, y dio un grito ahogado a causa del dolor.
Volvió a presionar el gatillo, y el arma se disparó. Pero erró el tiro y antes de que pudiera volver a disparar, la piedra le golpeó la mano violentamente. El arma cayó al suelo. Aulló y se agarró los dedos heridos.
Pensando que ella cogería el arma, intentó bloquearle el paso. Pero Sachs no tenía el menor interés en la pistola. Le bastaba con el arma que tenía en la mano: la piedra volvió a estrellarse contra su rostro una vez más.
– No, no… -Boyd intentó golpearla, pero la mujer era corpulenta y fuerte, y otro golpe con la piedra le hizo caer de rodillas, luego de lado, retorciéndose para evitar los golpes-. ¡Basta, basta! -gritó. Pero por toda respuesta, sintió otro golpe de la piedra contra su mejilla. Oyó un aullido de furia que salía de la garganta de la mujer.
Te liquidarían…
¿Qué estaba haciendo?, se preguntó en medio de su aturdimiento. Ella había vencido… ¿Por qué estaba haciendo esto, quebrando las reglas? ¿Cómo podía hacerlo? Esto no era seguir las reglas al pie de la letra.
… con un beso mortífero.
De hecho, cuando los agentes uniformados llegaron corriendo un momento después, sólo uno de ellos cogió a Thompson Boyd y le esposó. El otro rodeó con su brazo a la mujer policía y tuvo que forcejear duramente con ella para hacerle soltar la piedra que tenía en la mano. A través del dolor, del zumbido en los oídos, Thompson oyó que el poli decía una y otra vez:
– Vale, vale, ya le ha atrapado, detective. Ya ha pasado todo, ya puede quedarse tranquila. No se va a ir a ninguna parte, no se va a ir a ninguna parte, no se va a ir a ninguna parte…
CAPÍTULO 33
Por favor, por favor…
Amelia Sachs regresó corriendo a la casa de Boyd, todo lo deprisa que pudo, haciendo caso omiso de las felicitaciones de sus compañeros e intentando también hacer caso omiso del dolor de su pierna.
Sudando, sin aliento, se dirigió al primer médico del servicio de urgencias que vio.
– ¿La mujer de esa casa? -le preguntó.
– ¿La de allí? -Señaló la casa con la cabeza.
– Exacto. La morena que vive allí.
– Ah, ésa. Me temo que tengo malas noticias.
Sachs hizo una profunda inspiración, y sintió el horror en su carne como si fuera hielo. Había atrapado a Boyd, pero la mujer a la que podría haber salvado estaba muerta. Se clavó una uña en la cutícula de su pulgar y sintió dolor, sintió la sangre. Pensó: «He hecho exactamente lo mismo que Boyd. He sacrificado una vida inocente en aras de un buen trabajo».
– Le han disparado -prosiguió el médico.
– Ya lo sé -susurró Sachs con la mirada clavada en el suelo. Iba a ser duro aprender a vivir con eso…
– No tiene por qué preocuparse.
– ¿Preocuparme?
– Se pondrá bien.
Sachs frunció el ceño.
– Usted dijo que tenía que darme malas noticias.
– Bueno, que disparen a alguien es una noticia bastante mala.
– ¡Dios!, yo ya sabía que le habían disparado. Estaba allí cuando sucedió.
– Ah.
– Creí que lo que usted quería decir era que había muerto.
– No, qué va. Perdió mucha sangre, pero llegamos a tiempo. Se pondrá bien. Está en la sala de urgencias del St. Luke. En situación estable.
– Vale, gracias.
Tengo malas noticias…
Sachs se fue por ahí, cojeando, y se cruzó con Sellitto y Haumann delante del escondite.
– ¿Le trincaste con un arma descargada? -preguntó Haumann, incrédulo.
– De hecho, le trinqué con una piedra.
El jefe de la USU meneó la cabeza, enarcando una ceja, lo cual era su mejor cumplido.
– ¿Boyd ha dicho algo? -preguntó ella.
– Que comprendía cuáles eran sus derechos. Luego se ha quedado como una tumba.
Ella y Sellitto intercambiaron sus armas. Él volvió a cargar la suya. Sachs revisó su Glock y se la puso en la pistolera.
– ¿Qué habéis averiguado sobre esa casa? -preguntó.
Haumann se pasó la mano por sus hirsutos cabellos cortados al rape.
– Parece que la casa en la que vivía estaba alquilada a nombre de su novia, Jeanne Starke. Las niñas son de ella, dos hijas. No son de Boyd. Hemos dado parte a protección de menores, a los servicios sociales, que ha tomado cartas en el asunto. Ese lugar -señaló con la cabeza hacia el edificio de apartamentos- era un piso franco. Lleno de herramientas del oficio, ya me entiendes -explicó Haumann.
– Creo que será mejor que me ocupe de ese lugar -dijo Sachs.
– Lo hemos protegido -dijo Haumann-. Bueno, lo hizo él. -Apuntó a Sellitto con la cabeza. El jefe de la USU prosiguió-: Tengo que dar parte a los de arriba. ¿Andarás por aquí después de terminar con el escenario? Querrán una declaración.
Sachs asintió con la cabeza. Y ella y el pesado detective caminaron juntos hacia el escondite de Boyd. Finalmente, Sellitto dirigió la mirada a la pierna de Sachs.
– Te ha vuelto la cojera.
– ¿Vuelto?
– Ajá, cuando estabas evacuando las casas, en la acera de enfrente, miré por la ventana. Parecía que podías andar bien.
– A veces se me cura sola.
Sellitto se encogió de hombros.
– Es curioso cómo ocurren esas cosas.
– Sí que lo es.
Sellitto sabía lo que ella había hecho por él. Se lo estaba diciendo.
– Bueno, tenemos al que disparaba. Pero eso es sólo la mitad del trabajo. Ahora tenemos que coger al cabrón que le contrató y a su compinche, que, debemos suponer, acaba de hacerse cargo de la tarea de Boyd. Haga la cuadrícula, detective. -Sellitto dijo esto en una voz tan bronca como la más áspera que era capaz de poner Rhyme.
Éste era el mejor agradecimiento que él podría darle: hacerle saber que volvía a ser el de siempre.
A menudo, la prueba más importante es la que se encuentra al final.
Cualquier buen investigador del escenario de un crimen evalúa el lugar e inmediatamente se ocupa de los artículos frágiles que están sujetos a la evaporación, la contaminación por la lluvia, la dispersión por el viento, y así sucesivamente, dejando los más obvios -como un revólver humeante- para recogerlos más tarde.