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Si el lugar está a buen recaudo, solía decir Lincoln Rhyme, las cosas buenas no se van a ir a ninguna parte.

Tanto en la vivienda de Boyd como en el piso franco de la acera de enfrente, Sachs había recogido posibles huellas, había reunido los restos, había recogido muestras de líquidos corporales en el servicio para realizar análisis de ADN, había raspado el suelo y las superficies de los muebles, había cortado pedacitos de la moqueta para obtener muestras de fibras, y había fotografiado y grabado en vídeo todos los lugares. Sólo entonces dedicó su atención a las cosas más grandes y obvias. Organizó el traslado del ácido y el cianuro al centro de almacenamiento de pruebas peligrosas situado en el Bronx, y examinó el dispositivo explosivo improvisado oculto en el interior del transistor.

Examinó y tomó nota de las armas y municiones, el dinero en efectivo, los carretes de cuerdas, las herramientas. Y docenas de otros objetos que podían resultar de mucha ayuda.

Finalmente, Sachs recogió un pequeño sobre blanco que estaba apoyado en un estante cerca de la puerta de entrada al escondite.

Dentro había sólo un papel.

Lo leyó. Y luego soltó una carcajada. Volvió a leer la carta. Y llamó a Rhyme, pensando en su fuero interno: «¡Vaya si estábamos equivocados!».

– Me juego cien pavos a que vas a encontrar más carbono puro, exactamente igual que el que había en el mapa que estaba escondido bajo su almohada en la calle Elizabeth -dijo Rhyme a Cooper mientras los dos hombres miraban la pantalla del ordenador-. ¿Quieres arriesgar tu dinero? ¿Alguien acepta la apuesta?

– Demasiado tarde -respondió el técnico cuando el analizador emitió un pitido y el análisis de los restos de elementos que tenía el papel saltó ante sus ojos-. De todas maneras no es lo que habría apostado yo. -Se empujó las gafas para subírselas al puente de la nariz y añadió-: Efectivamente, carbono. Cien por cien.

Carbono. Lo que uno podía encontrar en la carbonilla vegetal, o en las cenizas, o en un gran número de otras sustancias.

Pero que también podía ser polvo de diamantes.

– ¿Cuál es el más reciente desprecio de la lengua inglesa por parte del mundo de los negocios? -preguntó el criminalista, que había recuperado el ánimo risueño-. Con éste estábamos uno a ochenta.

No habían errado el tiro en cuanto a lo de que Boyd era el asesino, ni en cuanto al hecho de que había sido contratado para matar a Geneva. No, era en el móvil en lo que habían fallado por completo. Todo lo que habían especulado sobre los comienzos del movimiento por los derechos civiles, sobre las consecuencias que tendría hoy día el robo del Fondo para los Libertos pergeñado por Charles Singleton, sobre la conspiración en torno a la Decimocuarta Enmienda… era un error.

Geneva Settle estaba en la mira de los asesinos simplemente porque había visto algo que no debería haber visto: la preparación de un robo de joyas.

La carta que había encontrado Amelia en el escondite de Boyd contenía planos de varios edificios del Midtown, incluyendo uno del Museo de Cultura e Historia Afroamericana. En la nota ponía:

Una chica negra, qinto piso en esta ventana, 2 octubre, cerca de las 08:30. Ella vio mi furgón de reparto cuando él estava aparcado en un callejón en la parte trasera de la joyería. Vio lo suficiente para adivinar los planes de mí. Matarla.

En el plano de la biblioteca, la ventana cercana al lector de microfichas ante el que estaba sentada Geneva cuando fue atacada estaba marcada con un círculo.

Además de los errores de ortografía, el lenguaje de la nota se salía del uso ordinario, lo cual, para un criminalista, era una buena cosa: es mucho más fácil seguirle la pista a lo poco común que a lo común. Rhyme hizo que Cooper le enviara una copia a Parker Kincaid, un antiguo perito del FBI especializado en análisis de documentos que actualmente ya no trabajaba para Washington, sino de forma privada. Al igual que Rhyme, a veces sus antiguos jefes, u otras fuerzas de la ley, convocaban a Kincaid para consultarle casos en los que aparecían documentos y manuscritos. En el correo electrónico que les envió como respuesta, Kincaid dijo que volvería a contactar con ellos en cuanto pudiera.

Al examinar la carta, Amelia Sachs gesticulaba enfurecida. Relató el incidente del hombre armado que ella y Pulaski habían visto fuera del museo, el día anterior, que resultó ser un guardia jurado, y que les había hablado de lo valioso que era lo que se guardaba en la compañía y sobre los embarques diarios de varios millones de dólares procedentes de Amsterdam y Jerusalén.

– Tendría que haberos mencionado eso -dijo moviendo la cabeza.

¿Pero quién habría imaginado que Thompson Boyd había sido contratado para matar a Geneva porque la chica había mirado por la ventana en el momento equivocado?

– Pero, ¿por qué robar la microficha? -preguntó Sellitto.

– Para despistarnos, por supuesto. Lo que consiguió hacer realmente bien. -Rhyme suspiró-. Aquí estábamos, dando vueltas, pensando en conspiraciones sobre la constitucionalidad de las leyes. Probablemente Boyd no tenía ni la menor idea de lo que estaba leyendo Geneva. -Se volvió hacia la chica, que estaba sentada allí cerca, sosteniendo contra su pecho una taza de chocolate caliente-. Alguien, quienquiera que haya escrito esa nota, te vio desde la calle. O él o Boyd se pusieron en contacto con el bibliotecario para averiguar quién eras y cuándo regresarías, de modo que Boyd pudiera estar allí, esperándote. El doctor Barry fue asesinado porque podría establecer una conexión entre ellos y tú… Ahora bien, trata de pensar en lo ocurrido hace una semana. Miraste por la ventana a las ocho y media y viste una furgoneta y a alguien en el callejón. ¿Recuerdas lo que viste?

La chica frunció los ojos y miró el suelo.

– No lo sé. Miré por la ventana sin pensar. Cuando me canso de leer me levanto y ando un poco, ya sabe. No recuerdo nada en especial.

Durante diez minutos, Sachs estuvo hablando con Geneva, ayudándola pacientemente a recordar por si se le venía alguna imagen a la cabeza. Pero acordarse de una persona en especial y de una furgoneta de reparto en las ajetreadas calles del Midtown sólo por haber echado un vistazo por la ventana una semana antes era demasiado para la memoria de la chica.

Rhyme llamó al director de la American Jewelry Exchange y le contó lo que habían averiguado. Interrogado sobre si tenía alguna idea de quién podría estar intentando dar un golpe, el hombre respondió:

– Joder, ni idea. Sin embargo, le diré que sucede más a menudo de lo que usted cree.

– Hemos encontrado restos de carbono puro en algunas de las pruebas. Pensamos que se trata de polvo de diamante.

– Vaya, eso significaría que probablemente han inspeccionado el callejón, cerca de la plataforma de cargas. Nadie de fuera puede acercarse a las salas de corte, pero, vaya, uno pule el material, y eso genera polvo. Termina en las bolsas de las aspiradoras y en todo lo que tiramos a la basura. -El hombre soltó una risita, no demasiado preocupado por la noticia del inminente robo-. Le diré, sin embargo, que quienquiera que esté intentando dar el golpe tiene cojones. Tenemos el mejor sistema de seguridad de la ciudad. Todos se creen que es como en la puñetera televisión. Hay tipos que vienen a comprar anillos a sus novias y miran hacia todas partes y preguntan dónde están esos rayos invisibles que sólo se ven con unas gafas especiales, ¿sabe de lo que le hablo? Bueno, la respuesta es que nadie fabrica ninguna puta máquina de rayos invisibles. Porque si uno puede pasar entre ellos utilizando esas gafas especiales, entonces los malos se comprarían esas putas gafas y pasarían entre ellos, ¿no es así? Las alarmas de verdad no son así. Si una mosca se tira un pedo en nuestra bóveda, se activa la alarma. Y la cuestión está en que el sistema es tan preciso que ni una mosca puede entrar.