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• Carta 3, a esposa: involucrado en el movimiento por los derechos civiles. Amenazado por este trabajo. Atribulado por su secreto.

• Carta 4, a esposa: fue a Potters' Field con su pistola para «hacer justicia». Resultados fueron desastrosos. La verdad ahora está oculta en Potters' Field. Su secreto fue lo que causó todo este sufrimiento.

CAPÍTULO 34

Jax de nuevo se hacía pasar por indigente, esta vez sin el carro del supermercado.

El rey del graffiti fingía ser uno de esos típicos veteranos de guerra expulsados del sistema, compadeciéndose y mendigando unas monedas, con una raída gorra de los Mets, vuelta hacia arriba en la acera manchada de chicle, que contenía, Dios le bendiga, treinta y siete centavos.

Soplapollas cabrones.

Ya no llevaba la chaqueta verde oliva apagado, ni la sudadera gris, sino una polvorienta camiseta negra debajo de una cazadora deportiva beige rota (rescatada de la basura, tal como haría un auténtico indigente). Jax estaba sentado en un banco frente a la casa de Central Park West, con una lata envuelta en una bolsa de papel marrón llena de manchas. Debería ser whisky, pensó con amargura. Ojalá lo fuera. Pero no era más que té helado Arizona. Se recostó en el banco, como si estuviera pensando qué tipo de empleo le gustaría conseguir, aunque también disfrutaba del fresco día de otoño, y bebió unos sorbos más de la dulzona bebida de melocotón. Encendió un cigarrillo y arrojó el humo hacia el cielo deslumbrantemente claro.

Estaba mirando al chaval del Langston Hughes que venía andando hacia él, el que acababa de salir de la casa de Central Park West, donde le había entregado la bolsa a Geneva Settle. Todavía no se veía ningún indicio de que alguien estuviera vigilando la calle desde el interior, pero eso no significaba que allí no hubiera nadie. Además, había dos vehículos de la policía aparcados enfrente, un coche patrulla y otro camuflado, justo al lado de la rampa para discapacitados. Así que Jax se quedó esperando allí, a unos cien metros de distancia, a que el muchacho hiciera la entrega.

El delgado chaval llegó y se desplomó en el banco de al lado del «falso indigente» rey del graffiti que pinta con sangre.

– ¡Eh!, ¡eh!, ¡hola!, hombre.

– ¿Por qué decís «¡eh!» todo el rato? -preguntó Jax, irritado-. ¿Y por qué coño lo decís dos veces?

– Todo el mundo lo dice. ¿Y a ti qué más te da?

– ¿Le diste la bolsa?

– ¿Qué le pasa a ese tipo? ¿No tiene piernas?

– ¿Quién?

– Un tipo de ahí dentro, que no tiene piernas. O a lo mejor las tiene, pero no le funcionan.

Jax no sabía de qué le estaba hablando. Habría buscado a un muchacho más listo para entregar el paquete en la casa, pero ése era el único que había encontrado que tuviera alguna conexión con Geneva Settle: su hermana la conocía un poco.

– ¿Le diste la bolsa? -repitió.

– Claro que se la he dado.

– ¿Qué dijo?

– No sé. Alguna gilipollez. Gracias. No lo sé.

– ¿Te creyó?

– Al principio parecía que no se acordaba de mí, pero después estuvo majeta. Cuando le nombré a mi hermana.

Jax le dio algunos billetes.

– Dabuti… Si tienes alguna otra cosilla que encargarme, me molaría, hombre. Yo…

– Largo de aquí.

El muchacho se encogió de hombros, dio media vuelta y se marchó.

– Espera -le dijo Jax.

El desgarbado chaval se detuvo. Se giró.

– ¿Cómo es ella?

– ¿La zorra? ¿Que qué aspecto tenía?

No, no era eso lo que tenía curiosidad por saber. Pero Jax no sabía exactamente cómo formular la pregunta. Y entonces decidió que no quería preguntar nada. Meneó la cabeza.

– Vete a ocuparte de tus asuntos.

– 'sta luego, hombre.

El chaval echó a andar.

Una parte de Jax le decía que se quedara allí. Pero eso sería una estupidez. Sería mejor poner un poco de distancia entre él y ese lugar. Pronto se enteraría, de un modo u otro, de lo que pasaría cuando la chica mirase lo que había en la bolsa.

Geneva se sentó en la cama, se tumbó, cerró los ojos, preguntándose qué era lo que la hacía sentirse tan bien.

Bueno, habían atrapado al asesino. Pero, por supuesto, su estado de ánimo no podía deberse sólo a eso, ya que el hombre que le había contratado todavía andaba suelto por ahí, en alguna parte.

Y además estaba el hombre de la pistola, el del patio del instituto, el hombre de la chaqueta.

Tendría que estar aterrorizada, deprimida.

Pero no lo estaba. Se sentía libre, eufórica.

¿Por qué?

Y entonces lo comprendió: era porque había contado su secreto. Se había desahogado al contar que vivía sola, lo de sus padres.

Y nadie se había horrorizado ni escandalizado ni la odiaban por su mentira. El señor Rhyme y Amelia hasta la habían apoyado, y también el detective Bell. No habían montado una escena ni la habían delatado ante la orientadora.

Demonios, se sentía bien. Qué difícil había sido soportar el peso de ese secreto, del mismo modo que Charles había tenido que cargar con el suyo propio (fuera el que fuese). Si el antiguo esclavo se lo hubiera contado a alguien, ¿habría evitado todos los sufrimientos que siguieron? Según su carta, así parecía pensar él.

Geneva miró la bolsa de libros que le habían enviado las chicas del Langston Hughes. La venció la curiosidad, y decidió echarles una ojeada. Se llevó la bolsa a la cama. Tal como le había dicho el hermano de Ronelle, pesaba una tonelada.

Metió la mano dentro y sacó un libro: era el de Laura Ingalls Wilder. Y luego el siguiente. Geneva se rio a carcajadas. Éste era aún más extraño: una novela de misterio de Nancy Drew. ¡Hay que ver! Miró algunos de los otros títulos, libros de Judy Blume, el doctor Seuss, Pat McDonald. Libros para niños y jóvenes que están entrando en la edad adulta. Autores maravillosos, los conocía a todos. Pero ya había leído sus historias hacía años. ¿De qué iban? ¿Acaso Ronelle y los chicos no la conocían? Los últimos libros que había leído por placer eran novelas para adultos: Lo que queda del día de Kazuo Ishiguro y La mujer del teniente francés de John Fowles. La última vez que había leído Huevos verdes y jamón había sido hacía diez años.

Tal vez en el fondo de la bolsa hubiera algo mejor. Metió la mano para tratar de cogerlo.

La sorprendió el ruido de alguien que llamaba a la puerta.

– Adelante.

Entró Thom con una bandeja sobre la que había una Pepsi y unos tentempiés.

– Hola -saludó.

– Hola.

– Pensé que necesitarías alimentarte un poco. -Le abrió el refresco. Estuvo a punto de servirlo en el vaso, pero ella le indicó con la cabeza que no lo hiciera.

– La lata está bien -dijo. Quería guardar todas las latas vacías para saber lo que tendría que pagar al señor Rhyme.

– Y… comida sana. -Le tendió un Kit Kat y ambos se rieron.

– Para luego, quizá. -Todos estaban tratando de hacerla engordar. Lo cierto era que ella no estaba acostumbrada a comer. Eso era algo que se hacía en familia, alrededor de una mesa, no solo, encorvado sobre una mesa inestable, en un sótano, leyendo un libro o apuntando notas para un trabajo sobre Hemingway.

Geneva bebió a sorbos el refresco, mientras Thom se encargaba de sacarle los libros de la bolsa. Se los iba mostrando uno por uno. Había una novela de C. S. Lewis. Otra más: El jardín secreto.

Pero seguía sin haber nada para adultos.

– Hay uno grande en el fondo -dijo, mientras lo sacaba de la bolsa. Era un libro de Harry Potter, el primero de la serie. Geneva lo había leído en cuanto se publicó.

– ¿Lo quieres? -preguntó Thom.

Geneva dudó.

– Claro.

El asistente le pasó el pesado volumen.