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– ¿Eso está en Buffalo, verdad? -preguntó Rhyme.

El cómplice de Boyd asintió con la cabeza.

– Otra vez los contactos hechos en la cárcel. ¿Fue así como le conociste?

– ¿A quién?

– A Thompson Boyd.

– No conozco a nadie llamado Boyd.

– ¿Entonces quién te contrató para este trabajo? -ladró Dellray.

– No sé de qué trabajo me está hablando. Le juro que no le entiendo. -Parecía confundido de verdad-. Y todo eso del gas o lo que fuera que estaban diciendo ustedes. Yo…

– Tú estabas buscando a Geneva Settle. Compraste un revólver y apareciste ayer ante ella, en el instituto -apuntó Sellitto.

– Ajá, eso es cierto. -Parecía desconcertado por la cantidad de información que tenían.

– Y has aparecido aquí -prosiguió Dellray-. Estamos moviendo nuestras bonitas lenguas para referirnos a ese trabajo.

– No hay ningún trabajo. No sé de qué me hablan. De verdad.

– ¿Y qué es eso de los libros? -preguntó Sellitto.

– No son más que los libros que leía mi hija cuando era pequeña. Eran para ella.

– Maravilloso -masculló el agente-. Pero explícanos por qué le pagaste a alguien para que se los entregara a… -Dudó y frunció el ceño. Por una vez, a Fred Dellray parecían faltarle las palabras.

– ¿Quieres decir que…? -preguntó Rhyme.

– Así es -suspiró Jax-. A Geneva. Ella es mi pequeña.

CAPÍTULO 35

– Desde el comienzo -dijo Rhyme.

– De acuerdo. Pues eso: que me trincaron hace seis años. Me cayeron de seis a nueve años en Wende.

La cárcel de máxima seguridad del Departamento de Servicios Correccionales, el DOC, en Buffalo.

– ¿Por qué? -Dellray chasqueó la lengua-. ¿Por el asalto a mano armada y el asesinato de los que hemos oído hablar?

– Por robo a mano armada. Un cargo por arma. Un cargo por asalto.

– ¿El 25-25? ¿El asesinato?

– Eso no fue un cargo justificado. Me condenaron por asalto. Y yo no lo hice, eso para empezar -dijo con firmeza.

– No lo había oído nunca -murmuró Dellray.

– ¿Pero cometiste el robo? -preguntó Sellitto.

Una mueca.

– Ajá.

– Sigue.

– El año pasado me llevaron a Alden, una de mínima seguridad. Indulto con trabajo. Estaba trabajando y yendo al instituto. Pero hace siete semanas me dieron la libertad condicional.

– Háblame del asalto a mano armada.

– Hace algunos años yo era pintor, trabajaba en Harlem.

– ¿Graffiti? -preguntó Rhyme mientras señalaba con la cabeza la foto del vagón de metro.

Riéndose, Jax respondió:

– Pintor de brocha gorda. No haces dinero con los graffitis, a menos que seas Keith Haring y compañía. Y ellos eran sólo unos aspirantes. No importa. Las deudas me comían. Verán, Venus, la madre de Geneva, tenía mogollón de problemas. Primero los porros, después el caballo, después una galleta, ya saben a qué me refiero: crack. Y además necesitábamos dinero para la fianza y los abogados. -La preocupación en su cara parecía real-. Ya daba señales de ser un alma atormentada cuando nos liamos. Pero nada como el amor para convertirte en un estúpido ciego. En fin, el caso es que estaban a punto de echarnos del piso y yo no tenía dinero para la ropa de Geneva ni para sus libros del colegio y a veces ni siquiera para comer. La chica necesitaba una vida normal. Pensé que si podía juntar algo de pasta trataría de que Venus se pusiera en tratamiento o algo así, de que se curara. Y si ella no quería, me llevaría a Geneva lejos y le daría un buen hogar.

»Pero lo que pasó fue que mi amigo Joey Stokes me habló de un negocio que tenía en Buffalo. Corría el rumor de que había un vehículo blindado que iba lleno de pasta gansa los sábados; llevaba las apuestas de los centros comerciales de las afueras de la ciudad. Un par de guardias holgazanes. Era pan comido.

»Joey y yo salimos el sábado por la mañana, pensando que volveríamos esa misma noche con cinco o seis mil cada uno. -Una triste sacudida de cabeza-. De verdad que no sabía lo que hacía cuando escuché las promesas de ese tipo. En el momento en que el conductor entregó el dinero, todo empezó a ir mal. Tenía esa alarma secreta que nosotros no conocíamos. La apretó y al instante había sirenas por todos lados.

»Enfilamos hacia el sur pero llegamos a un paso a nivel que no habíamos visto. Había un tren de mercancías detenido. Dimos la vuelta y tomamos unas carreteras que no estaban en el mapa y tuvimos que ir por el campo. Se nos pincharon dos ruedas y echamos a correr. Los polis nos alcanzaron media hora después. Joey dijo venga, peleemos, pero yo dije que no y grité que nos rendíamos. Pero Joey se volvió loco y me disparó en la pierna. Los policías pensaron que les disparábamos a ellos. Ésa fue la tentativa de asesinato.

– El crimen no compensa -dijo Dellray con la entonación, aunque no la gramática, del filósofo amateur que era.

– Estuvimos en una celda conjunta durante una semana, diez días antes de que me dejaran hacer una llamada. Pero de todas formas no podía llamar a Venus; nos habían cortado la línea. Mi abogado era un chaval del turno de oficio que no hizo una mierda por mí. Llamé a algunos amigos pero nadie pudo encontrar ni a Venus ni a Geneva. Las habían echado del apartamento.

»Escribí algunas cartas desde la cárcel. Pero siempre me las devolvían. Llamé a todo el mundo que se me ocurrió. ¡Quería encontrarla desesperadamente! La madre de Geneva y yo perdimos un hijo hace un tiempo. Y después perdí a Geneva cuando entré en el sistema penal. Quería encontrar a mi familia.

»Cuando me soltaron vine aquí a buscarla. Incluso me gasté la poca pasta que tenía en un viejo ordenador para ver si daba con ella a través de Internet o algo así. Pero no tuve suerte. Lo único que supe fue que Venus había muerto y que Geneva había desaparecido. Es fácil perderse en Harlem. Tampoco pude encontrar a mi tía, con quien estuvieron un tiempo. Pero ayer por la mañana, una vieja conocida mía, que trabaja en Midtown, vio todo ese jaleo en el museo, oyó que habían atacado a una chica que se llamaba Geneva, que tenía dieciséis años y que vivía en Harlem. Ella sabía que yo estaba buscando a mi hija y me llamó. Me encontré con ese tipo que anda por la zona norte y él buscó en los institutos ayer. Descubrió que Geneva iba al instituto Langston Hughes. Fui allí a buscarla.

– Donde te vieron -dijo Sellitto-. En el patio del instituto.

– Exacto. Yo estaba ahí. Cuando todos ustedes vinieron a por mí, me largué. Pero después volví y averigüé por ese chaval dónde vivía ella, en Harlem oeste, cerca de Morningside. Hoy fui hasta allí, iba a dejarle los libros pero vi que metían a Geneva en un coche y se la llevaban. -Hizo una seña a Bell.

El detective frunció el ceño.

– Tú estabas empujando un carrito.

– Sí, estaba disimulando. Cogí un taxi y los seguí a todos hasta aquí.

– Con una pistola -añadió Bell.

Chasqueó la lengua.

– ¡Alguien había tratado de hacer daño a mi pequeña! Joder, claro, conseguí una. No iba a dejar que le pasase nada a Geneva.

– ¿La usaste? -preguntó Rhyme-. ¿Usaste el arma?

– No.

– Lo comprobaremos.

– Lo único que hice fue sacarla y asustar al gilipollas del chaval que me dijo dónde vivía Geneva, de nombre Kevin, y que estaba hablando mal de mi pequeña. Lo peor que le pasó fue que se meó en los pantalones cuando le apunté… y se lo merecía. Pero eso fue todo lo que hice, además de arrearle un porrazo. Pueden buscarle y preguntárselo.

– ¿Y cómo se llama la mujer que te llamó ayer?

– Betty Carlson. Trabaja muy cerca del museo. -Señaló su teléfono-. El número está en la lista de las llamadas. Siete-uno-ocho, ése es el código de la zona.