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Sellitto cogió el móvil del hombre y salió al corredor.

– ¿Y qué hay de tu familia de Chicago?

– ¿Mi qué? -preguntó frunciendo el ceño.

– La madre de Geneva dijo que te habías ido a Chicago con alguien y que te habías casado -explicó Sachs.

Jax cerró los ojos con rabia.

– No, no… Eso fue una mentira. Nunca he estado en Chicago. Venus debió de decirle eso a la niña para predisponerla en mi contra… Esa mujer ¿por qué me enamoraría de ella?

Entonces Rhyme le echó una mirada a Cooper.

– Llama al DOC.

– No, no, por favor -dijo Jax, desesperado-. Me encerrarán de nuevo. No puedo estar a más de ocho kilómetros de Buffalo. Pedí dos veces permiso para salir de la jurisdicción y me lo negaron. Pero me vine de todas formas.

Cooper se detuvo a pensar.

– Le buscaré en la base de datos general de DOC. Parecerá algo rutinario. Los encargados de su caso no se darán cuenta.

Rhyme asintió. Instantes después una foto de Alonzo Jackson y su ficha aparecían en la pantalla. Cooper lo leyó.

– Confirma lo que nos ha dicho. Dado de baja por buena conducta. Obtuvo algunos créditos en el college. Y hay referencias sobre una hija, Geneva Settle, como su pariente más cercano.

– Se lo agradezco -dijo Jax, aliviado.

– ¿Y qué pasa con los libros?

– No podía llegar hasta ustedes y decirles quién era: me llevarían de vuelta a la cárcel. Entonces conseguí unos ejemplares de unos cuantos libros que leía Geneva cuando era pequeña. Así sabría que la nota de verdad era mía.

– ¿Qué nota?

– Le escribí una nota y la puse en uno de los libros.

Cooper revolvió la bolsa. En un ejemplar estropeado de El jardín secreto había una hoja suelta. Escritas con cuidado, se leían las siguientes palabras: Querida Gen, esto es de tu padre. Llámame por favor. Junto al mensaje estaba escrito su número de teléfono.

Sellitto regresó y quedó a un paso de la puerta. Asintió.

– He hablado con Carlson, la mujer. Ha confirmado todo lo que ha dicho él.

– La madre de Geneva era tu novia, no tu esposa. ¿Es por eso por lo que Geneva no se apellida Jackson? -preguntó Rhyme.

– Exacto.

– ¿Dónde vives? -le interrogó Bell.

– Conseguí una habitación en Harlem. En la 136. Cuando encontrara a Geneva la llevaría de vuelta a Buffalo hasta obtener el permiso para volver a casa. -Su expresión se distendió y Rhyme vio en sus ojos lo que a él le pareció pura tristeza-. Pero no creo que ahora haya grandes posibilidades de que eso suceda.

– ¿Por qué? -le cuestionó Sachs.

Jax sonrió melancólico.

– He visto dónde vive, en ese bonito sitio cerca de Morningside. Me alegro por ella, claro que me alegro. Debe de tener unos buenos padres adoptivos que cuidan de ella, puede que un hermano o una hermana, algo que ella siempre quiso pero que no pudo ser, después de lo mal que lo pasó Venus en el hospital. ¿Por qué iba a querer volver conmigo? Ha conseguido la vida que merece, todo lo que yo no puedo darle.

Rhyme le lanzó una mirada a Sachs, enarcando una ceja. Jax no se dio cuenta.

Su historia le parecía legítima a Rhyme. Pero como policía que era, tenía una profunda vena de escepticismo.

– Quiero hacerte algunas preguntas.

– Lo que quiera.

– ¿Quién es esa tía que has mencionado antes?

– La hermana de mi padre. Lilly Hall. Ella ayudó a criarme. Se quedó viuda dos veces. Este año cumplirá los noventa, en agosto. Si es que sigue entre nosotros.

Rhyme no tenía ninguna pista sobre su edad o su fecha de nacimiento, pero estaba aquel nombre que Geneva les había dado.

– Sigue viva, sí.

Una sonrisa.

– Me alegra oírlo. La he echado de menos. A ella tampoco la encontraba.

– Le dijiste algo a Geneva sobre la palabra «señor». ¿Qué exactamente? -dijo Bell.

– Cuando era niña le dije que siempre mirara a las personas a los ojos y que fuera respetuosa, pero que no llamara a nadie «señor» o «señora» a menos que se lo mereciera.

El detective de Carolina hizo un gesto a Rhyme y a Sachs.

– ¿Quién es Charles Singleton? -preguntó el criminalista.

Jax parpadeó de sorpresa.

– ¿De qué le conocen?

– Contéstale -lo interpeló Dellray.

– Es mi, no sé, mi tatara, tatara, tatarabuelo o algo así.

– Sigue -le animó Rhyme.

– Pues era un esclavo de Virginia. Su amo los liberó a él y a su esposa y les dio una granja en el norte. Después se ofreció como voluntario en la guerra de secesión, como en esa película, Gloria. Luego volvió a casa, labró su huerto y enseñó en su escuela: una escuela para africanos libres. Hizo fortuna vendiendo sidra a los trabajadores que construían botes cerca de su granja. Sé que le dieron medallas en la guerra. Y una vez conoció a Abraham Lincoln en Richmond. Justo después de que las tropas de la Unión tomaran el lugar. O eso era lo que contaba mi padre. -Otra risa triste-. Luego estaba esa historia, que lo arrestaron por robar algo de oro o salarios o algo así, y acabó en la cárcel. Igual que yo.

– ¿Sabes lo que le pasó después de la cárcel?

– No. Nunca supe nada de eso. Bueno, ¿y creen ahora que soy el padre de Geneva?

Dellray miró a Rhyme con una ceja enarcada.

El criminalista le echó una ojeada al hombre.

– Casi. Una última cosa. Abre la boca.

– ¿Tú eres mi padre?

Sin aliento, aturdida casi por las noticias, Geneva Settle notaba los latidos del corazón. Miró a aquel hombre detenidamente; observó su cara, sus hombros, sus manos. La primera reacción había sido de absoluta incredulidad, pero luego no pudo negar que le reconocía. Aún llevaba el anillo de granate que su madre, Venus, le había regalado una Navidad. Sin embargo, el recuerdo con el que comparaba a ese hombre era vago, como si mirara a alguien con un sol brillante detrás.

A pesar del carné de conducir, de la foto en la que aparecía ella de pequeña con él y su madre y de la foto de uno de los antiguos graffitis de él, ella habría negado cualquier conexión con ese hombre hasta el final; pero el señor Cooper había hecho un análisis de ADN. Y no había dudas de que eran de la misma sangre.

Estaban solos en el piso superior, solos, claro, salvo por el detective Bell, la sombra protectora que seguía a Geneva. Los demás agentes de policía estaban abajo trabajando en el caso. Aún trataban de averiguar quién estaba detrás del robo a la importadora de joyas.

Pero el señor Rhyme y Amelia y todos los demás -así como el asesino y los espeluznantes acontecimientos de los últimos días-, en aquel momento parecían olvidados. La pregunta que ahora consumía a Geneva era: «¿Cómo había llegado su padre hasta allí? ¿Y por qué?».

Y, aún más importante: «¿Qué significa eso para mí?».

Una seña hacia la bolsa de plástico. Sacó el libro del doctor Seuss.

– Ya no leo libros para niños. -Fue lo único que se le ocurrió decir-. Hace dos meses cumplí dieciséis años. -También era una forma de recordarle, supuso, todos aquellos cumpleaños que había pasado sola.

– Te los traje sólo para que supieras que era yo. Sé que ya eres mayor para esos libros.

– ¿Y qué ha pasado con tu otra familia? -preguntó ella, distante.

Jax sacudió la cabeza.

– Me han contado lo que Venus te dijo, Genie.

No le hizo ninguna gracia que la llamara por el apodo que él le había puesto años atrás. Una abreviatura de «Geneva» y de «genio».

– Lo inventó para ponerte en mi contra. No, no, Genie, jamás te hubiera abandonado. Me detuvieron.

– ¿Te detuvieron?

– Es verdad, señorita -dijo Roland Bell-. Hemos visto su historial. Le arrestaron el día que las dejó a usted y a su madre. Y ha estado en la cárcel desde entonces. Acaba de salir.