Y ahora la criada -sin que se haya producido nada entretanto- se retira como ha venido, bella y muda, flexible, sigilosa. La señora no ha hecho ningún ademán, como si ni siquiera la hubiera visto salir. Y hasta pasado un buen rato no reanuda sus idas y venidas por la estancia, errando de un mueble a otro sin decidirse a hacer nada. En el tablero abierto de su secreter, en medio de cuartillas blancas manuscritas, está el abultado sobre de papel pardo, repleto como de arena, que le han entregado esta noche; lo sopesa, pero vuelve a dejarlo casi de inmediato. Por último va a sentarse en un pequeño asiento redondo, sin brazos ni respaldo, parecido a un taburete de piano, delante del tocador con espejo. Se observa en este último con atención lenta -de cara, por el lado derecho, por el lado izquierdo, otra vez de cara- y luego empieza a quitarse meticulosamente el maquillaje, de espaldas a la sala.
Cuando ha terminado y descubre de nuevo su cara, está metamorfoseada: de mujer sin edad y demasiado pintada se ha convertido en anciana. Pero, en cambio, se diría menos extenuada, menos ausente, casi sosegada. Con paso más firme vuelve hasta el secreter, y abre con la hoja de un cortaplumas el grueso sobre pardo, que vacía sobre las cuartillas esparcidas: una gran cantidad de bolsitas blancas, todas iguales, caen en desorden; empieza a contarlas rápidamente; hay cuarenta y ocho. Coge una de ellas al azar, rasga un ángulo y, sin abrirla más, hace caer por el orificio practicado un poco de su contenido sobre una de las cuartillas manuscritas, que sostiene con la otra mano. Es un polvo blanco, fino y brillante, que observa con cuidado poniéndoselo ante los ojos, pero echando al mismo tiempo la cabeza un poco atrás. Satisfecha de su examen, vuelve a introducir las partículas de polvo en la bolsita, por su estrecha abertura, manteniendo la hoja de papel curvada en forma de embudo rudimentario. Para cerrar luego la bolsita blanca, dobla varias veces el ángulo rasgado. Guarda esta bolsita en uno de los pequeños cajones interiores del secreter. Vuelve a poner las otras en el sobre pardo, contándolas otra vez, y lo deja de nuevo en el tablero del secreter, allí donde lo ha encontrado. El papel que acaba de utilizar ha quedado un poco deformado por la operación. Lady Ava lo enrolla en sentido contrario con objeto de devolverle su lisura primitiva; le llama entonces la atención lo que está escrito en la página y lee unas cuantas líneas.
Con la cuartilla en la mano, y mientras prosigue su lectura, se dirige hacia la cama, una gran cama cuadrada de dosel, que está situada en una alcoba al otro extremo de la estancia, y toca el timbre para llamar a la criada. Esta reaparece, exactamente con la misma indumentaria que la primera vez, tan sigilosamente como antes y quedándose parada en el mismo sitio. Lady Ava, que se ha sentado en el borde de la cama, la examina detalladamente de arriba abajo, deteniéndose en el pecho, la cintura, las caderas, moldeadas por la seda floja y flexible, para subir luego hasta la cara dorada, nítida como la porcelana, con su boquita barnizada, sus ojos rasgados de esmalte azul, su cabello muy negro alisado en las sienes para descubrir las finas orejas y formar en la nuca una gruesa trenza corta, brillante, poco apretada para que se deshaga en la cama en cuanto se tire del lacito que anuda su extremo. Si la mirada de la señora se ha hecho más precisa, y hasta insistente, la de la criada no ha cambiado; sigue siendo tan impersonal y vacía como antes.
– Has visto a Sir Ralph esta noche -empieza Lady Ava. Kim se contenta con un movimiento de cabeza casi imperceptible (sin duda afirmativo) a manera de respuesta, mientras la señora prosigue su monólogo sin apartar la vista de ella, pero sin manifestar ninguna extrañeza por no obtener la menor respuesta, ni aun después de formularle una pregunta de manera categórica-. ¿Te ha parecido que estaba en su estado normal? ¿Has notado su expresión extraviada? Loraine acabará volviéndolo loco del todo, a fuerza de ceder a sus fantasías. El plan está bien trazado. Sir Ralph ya sólo vive para ella. Basta con dejar que las cosas sigan su curso. -La muchacha ya no da la menor muestra de asentimiento o interés; podría ser sordomuda, o entender sólo el chino. A Lady Ava eso no parece incomodarla lo más mínimo (quizá sea ella misma la que prohíbe a las criadas contestar) y sigue tras una pausa-: En este momento estará corriendo en busca del dinero que exige ella… Se pasará así toda la noche, y no encontrará nada. Y estará maduro para oír nuestros consejos…, nuestras sugerencias…, nuestras directrices… Bueno. No te necesito esta noche. Me siento vieja y cansada… Podrás dormir en tu cama.
La eurasiática se ha vuelto a esfumar, como un fantasma. Lady Ava vuelve a estar de pie junto al secreter, donde deja sobre el tablero abierto, entre los otros papeles, la cuartilla que se había llevado para releerla. Coge el sobre pardo que contiene las cuarenta y siete bolsitas de polvo; la segunda vez que ha entrado Kim, ha podido asegurarse de que ésta comprobaba la presencia del paquete con una rápida ojeada: si el escondite se hallara en la habitación misma, estaría guardado desde hace rato, ha pensado la criada, piensa Lady Ava, dice el narrador de cara colorada que le está contando la historia a su vecino, en la sala del teatrito. Pero Johnson, que tiene otras cosas en la cabeza, no presta mucha atención a sus inverosímiles relatos de viajes por Oriente, con anticuarios alcahuetes, trata de blancas, perros demasiado inteligentes, burdeles para psicópatas, tráfico de drogas y asesinatos misteriosos. Del mismo modo contempla con mirar bastante vago, errante, discontinuo, el escenario, donde sigue la función.
Mientras tanto Lady Ava, en su dormitorio, ha accionado el sistema secreto, conocido sólo por ella (el operario chino que instaló el mecanismo murió al poco tiempo), para abrir, en la pared frontera a la gran puerta de dos hojas, el panel del invisible armario de las reservas. Este panel móvil forma con la puerta contigua del cuarto de baño un todo de dos hojas, idéntico al de la puerta que se halla enfrente; el visitante tiene la impresión de que la parte de la derecha -que da en realidad al armario- es una falsa media puerta instalada allí para la decoración, por simple afán de simetría. Lady A va coloca el paquete de papel pardo en uno de los estantes y cuenta las cajas que se alinean y se apilan de un extremo a otro del estante situado debajo.
Mientras tanto el americano regresa a Kowloon en uno de los barcos nocturnos, cuyas grandes salas provistas de bancos o butacas están casi vacías a estas horas de la noche. Le ha resultado difícil deshacerse de los policías; el teniente se ha empeñado incluso en llevarlo hasta el embarcadero y hacerlo subir en el primer transbordador que salía. Johnson no se ha atrevido a volver a bajar enseguida (como había pensado hacer primero), temiendo encontrarse con el coche de la policía, que se ha quedado vigilando allí. Desembarca, pues, en la otra orilla. Hay un taxi aparcado, pero, en el momento en que llega hasta él, lo toma otro pasajero que se presenta por la puerta opuesta. Johnson se decide a subir a una jinrikisha roja, cuya pegajosa almohadilla de hule deja salir su crin mohosa por un desgarrón triangular; pero se consuela pensando que el taxi, de un modelo muy antiguo, no debe de ser mucho más confortable. Además, el conductor corre tanto como el automóvil, que lleva la misma dirección, por la gran avenida desierta, cubierta de una acera a otra, en forma de bóveda, por las ramas de las higueras gigantes cuyas raíces aéreas, finas y tupidas, cuelgan verticalmente como largas cabelleras. Tras los gruesos troncos nudosos aparece un momento, alcanzada y adelantada muy pronto, una chica de traje blanco y ceñido que anda con paso rápido bordeando las casas, precedida de un perro muy grande atado con correa. La jinrikisha para al mismo tiempo que el taxi frente a la puerta monumental del hotel Victoria. Pero no baja nadie del automóvil, y Johnson, echando un vistazo atrás al empujar la puerta giratoria, cree distinguir una cara que lo observa por el cristal, subido a pesar del calor, desde el asiento trasero. Se trataría, pues, de un espía encargado por el teniente de seguir al sospechoso hasta Kowloon, para ver si realmente paraba en este hotel y entraba enseguida en él sin más rodeos.