El personaje de cara congestionada y ojos inyectados en sangre aparta enseguida la mirada, tras haber esbozado, por si acaso seguramente, una vaga sonrisa que no iba dirigida a nadie en particular. Se encamina hacia el buffet, acompañado por el mismo interlocutor de smoking, que sigue escuchando cortésmente, sin pronunciar una sola palabra, mientras él prosigue su relato haciendo ademanes breves con sus cortos brazos.
El buffet se ha vaciado considerablemente. El acceso es fácil, pero ya no queda casi nada en las bandejas de sandwiches y pastelitos, irregularmente esparcidas sobre el mantel arrugado. El hombre que ha vivido en Hong Kong pide una copa de champán, que un camarero de chaqueta blanca y guantes blancos le sirve al momento en una bandeja rectangular de plata. La bandeja queda un instante suspendida sobre la mesa, a unos veinte o treinta centímetros de la mano extendida del hombre, que se disponía a coger la copa, pero que está pensando ahora en otra cosa, tras recobrar su voz fuerte y algo ronca para hablarle de sus viajes a ese mismo compañero mudo, hacia el que se vuelve de medio lado, levantando la cabeza, ya que es mucho más alto que él. Este, por el contrario, mira la bandeja de plata y la copa de champán amarillo por el que ascienden pequeñas burbujas, la mano en guantada de blanco, y luego al propio camarero, cuya atención acaba de dirigirse a otro lado: un poco atrás y hacia abajo, a una zona oculta por la larga mesa cuyo blanco mantel llega hasta el suelo; parece observar algo, acaso un objeto que se le ha caído por descuido, o que alguien ha dejado caer o ha tirado voluntariamente, y que va a recoger cuando el invitado rezagado que ha pedido champán haya cogido su copa de la bandeja, la cual se inclina ahora peligrosamente para el líquido burbujeante y su recipiente de cristal.
Pero, sin reparar en ella, el hombre sigue hablando. Cuenta una historia típica de trata de menores, cuyo principio falta pero resulta fácil de reconstruir al poco rato en sus líneas generales: una chica comprada virgen a un intermediario cantonés y vuelta a vender posteriormente por el triple del precio inicial, en buen estado pero tras varios meses de uso, a un norteamericano recién llegado, que se había instalado en los Nuevos Territorios con el pretexto oficial de estudiar sus posibilidades de cultivo de… (dos o tres palabras inaudibles). En realidad cultivaba cáñamo índico y adormidera blanca, pero en cantidades razonables, lo cual tranquilizaba a la policía inglesa. Era un agente comunista que disimulaba su actividad verdadera tras otra más anodina: la fabricación y el tráfico de diversas drogas, a muy reducida escala, suficiente para su consumo doméstico y el de sus amigos. Hablaba cantonés y mandarín, y, naturalmente, frecuentaba la Villa Azul, donde Lady Ava organizaba espectáculos especiales para algunos íntimos. Una vez se presentó la policía en su casa a mitad de una fiesta, pero una fiesta perfectamente normal, organizada seguramente como tapadera, tras una falsa denuncia cursada a la brigada social. Cuando los gendarmes en short caqui y calcetines blancos irrumpen en la villa, sólo encuentran tres o cuatro parejas bailando aún en el gran salón con corrección y elegancia, algunos altos funcionarios o conocidos hombres de negocios conversando aquí y allá, sentados en los sillones o los sofás, o de pie junto a una ventana, y que vuelven únicamente la cabeza hacia la puerta sin cambiar de posición, de espaldas en el marco o con la mano sobre el respaldo de una silla, una joven que suelta una carcajada burlona ante el aire de sorpresa de los dos adolescentes con los que estaba charlando, tres caballeros rezagados en el buffet, donde uno de ellos pide una copa de champán. El camarero de chaquetilla blanca, que miraba el suelo a sus pies, dirige los ojos a la bandeja de plata, que endereza para presentarla en posición horizontal, diciendo: «Aquí tiene, caballero.» El hombre gordo y colorado dirige la mirada hacia él, advirtiendo entonces su propia mano olvidada en el aire, sus falanges rechonchas medio dobladas sobre sí mismas y su sortija china; toma la copa, que se lleva al punto a los labios, mientras el camarero deja la bandeja sobre el mantel y se agacha para recoger algo detrás de la mesa, que lo oculta casi totalmente unos segundos. Sólo se ve su espalda encorvada, en la que la chaqueta corta y ceñida se ha deslizado sobre el cinturón del pantalón negro, dejando al descubierto una franja de camisa arrugada.
Después de incorporarse, pone junto a la bandeja un objeto pequeño que tiene en la mano derecha: una ampolla de cristal incoloro del tipo corriente usado en farmacia y de la que sólo se ha roto una punta, lo que quiere decir que el líquido sólo puede haberse extraído mediante una jeringuilla provista de su aguja de inyectar. El personaje de smoking oscuro mira también la ampolla, pero ésta no lleva ningún nombre o marca que pueda indicar lo que contenía.
Mientras tanto, se han separado las últimas parejas que aún bailaban, tras haber cesado la música. Lady Ava tiende una mano elegante y cortés a uno de los hombres de negocios, que se despide de ella con ademanes ceremoniosos. Es el único invitado que lleva un smoking de color oscuro (de un azul marino muy intenso, a menos que sea negro); todos los demás, aquella noche, iban de smoking blanco, spencer blanco o en trajes de calle de tonos diversos, oscuros por descontado. A mi vez me acerco a la señora de la casa y me inclino, mientras me tiende, para que los bese, el extremo de sus largos dedos de uñas quizá excesivamente rojas. Repite así el gesto que acaba de realizar con mi predecesor, y yo me inclino ceremoniosamente de igual modo y cojo su mano para sostenerla mientras la rozo con el borde de los labios, repitiéndose exactamente la escena en sus menores detalles.
Fuera, el calor es sofocante. Perfectamente inmóvil en la noche húmeda, como petrificado en medio de una materia sólida, se inclina sobre la avenida el follaje finamente recortado de los bambúes, iluminado por la luz incierta que llega de la escalinata de la villa y destacándose sobre un cielo totalmente oscuro, entre el chirriar constante y ruidoso de las cigarras. En la puerta del parque no hay taxis, pero sí varias jinrikishas alineadas a lo largo de la tapia. El conductor que tira de la primera de la fila es un hombrecillo enclenque, vestido con mono; ofrece sus servicios en un lenguaje incomprensible, que debe de imitar el inglés. Bajo la capota de lona en forma de alero, subida en previsión de las lluvias repentinas, muy frecuentes en esta época del año, el asiento está provisto de una almohadilla pegajosa y dura, cuyo hule roto deja salir su relleno por uno de los ángulos: una materia áspera, apelmazada en mechones rígidos, impregnados de humedad.
El centro de la ciudad desprende, como de costumbre a estas horas, un olor dulzón a huevos semipodridos y fruta demasiado madura. La travesía en el transbordador de Kowloon no trae el menor frescor, y, en la otra orilla, las jinrikishas que esperan son idénticas, están pintadas del mismo rojo estridente y tienen las mismas almohadillas de hule; sin embargo, las calles son más anchas y limpias. Los escasos peatones que circulan aún, aquí y allá, al pie de los rascacielos, van vestidos casi todos a la europea. Pero un poco más lejos, por una avenida desierta, una joven alta y flexible, con un traje ceñido de seda blanca abierto lateralmente, pasa bajo la claridad azul de una farola. Lleva sujeto a una correa, con el brazo tendido, un perrazo negro de pelo brillante que avanza, rígido, delante de ella. Pronto desaparece, y su dueña tras él, bajo la sombra de una higuera gigante. Los pies del hombrecillo que corre entre los varales siguen golpeando, con ritmo vivo y regular, el asfalto liso.