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Al acercarme unos metros más, por la tierra blanda que apaga el ruido de las pisadas, compruebo que el hombre, cuyas facciones me ocultaba parcialmente una rama baja, no es Johnson como había creído en un principio, engañado por la dudosa claridad que esparcen en torno las paredes de la casa, sino ese joven insignificante con el que suelen decir que está prometida Lauren (aunque, sin preocuparse de la gente, lo trata casi siempre con dureza y frialdad); el muchacho, por otra parte, debe de hallarse esta noche aquí por este único motivo, pues no es muy asiduo a las recepciones de Lady Ava. Bajo la impresión de una negativa tan categórica, que acaba de pronunciarse contra él con voz inapelable, parece a punto de desplomarse sobre sí mismo: las piernas se le doblan, se le curva la espalda, se le crispa en el pecho la mano izquierda, mientras la otra mano, extendida lateralmente hacia atrás, da la impresión de buscar a tientas algo en qué apoyarse, como si temiera perder el equilibrio con la violencia del golpe. Prosiguiendo mi ruta, encuentro no lejos de allí, en la misma avenida, a un hombre solo, sentado en un banco de piedra, inmóvil e inclinado hacia adelante, mirando el suelo a sus pies. El banco está situado en una zona particularmente oscura, bajo la frondosidad prominente de un bosquecillo, por lo que me es difícil identificar con certeza al personaje; pero, salvo error, debe de tratarse del recién llegado a quien llaman aquí familiarmente «el americano». Como parece absorto en sus pensamientos, paso de largo, sin dirigirle la palabra, sin volver la cara hacia él, sin verlo.

Llego casi inmediatamente a la zona de las estatuas monumentales realizadas por R. Jonestone en el siglo pasado, la mayoría de las cuales reproducen los episodios más famosos de la vida imaginaria de la princesa Azy: «Los perros», «La esclava», «La promesa», «La reina», «El rapto», «El cazador», «La ejecución». Conozco esas figuras desde hace tiempo y no me detengo a contemplarlas. Además, la oscuridad es demasiado densa, en toda esta parte del jardín, como para que pueda distinguirse algo entre las vagas siluetas que se yerguen aquí y allá bajo los árboles, algunas de las cuales pueden muy bien ser los primeros invitados de Lady Ava.

Subo las gradas de la escalinata al mismo tiempo que un grupo de tres personas que llegan de la verja de entrada del jardín, una mujer y dos hombres, uno de los cuales no es otro que ese Johnson a quien creí haber visto meditando aislado en un banco de piedra. De modo que no era él. Pensándolo bien, sólo podría tratarse del prometido de Lauren rumiando su fracaso, intentando reorganizar los diferentes elementos de su existencia, reducida ahora a polvo, modificar tal vez algún dato con objeto de llegar a un desenlace distinto, menos desfavorable, y hasta volver a examinar los puntos considerados antes más positivos, más sólidos, bajo la nueva luz de su repentina derrota, que proyecta también sobre ellos la duda y el descrédito. En el gran salón, Lady Ava está solícitamente rodeada, como es natural, por los invitados que, nada más llegar, se dirigen primero hacia ella para saludarla, como hago yo mismo. Nuestra anfitriona se muestra sonriente y relajada, pronunciando para cada uno una frase de bienvenida que lo ilusiona o lo encanta. Sin embargo, tan pronto como me ve, los deja a todos bruscamente, viene hacia mí apartando aquellos cuerpos importunos de los que ya ni siquiera distingue las caras, y me arrastra lejos de la multitud junto al vano de una ventana. Su semblante ha cambiado: duro, hermético, lejano. Todavía no me da tiempo a aventurar una palabra: «Lo que tengo que comunicarle es grave -dice-: Edouard Manneret ha muerto.»

Lo sé, por supuesto, pero no lo dejo translucir. Compongo mi actitud y mi fisonomía a imitación de las suyas y le pregunto brevemente cómo ha ocurrido la cosa. Habla deprisa, con una voz sin timbre que no le había oído nunca y en la que asoma la turbación y tal vez hasta la ansiedad. No, no ha podido aún saber nada sobre las circunstancias del drama: la acaba de telefonear un amigo que ignoraba igualmente dónde, cuándo y de qué modo había ocurrido aquello. Por lo demás, Lady Ava no puede prolongar más esta conversación, reclamada por todas partes por sus invitados. Se vuelve con movimiento vivo hacia una pareja de recién llegados y, relajada, sonriente, perfectamente dueña de sus facciones, los acoge con una frase cálida de bienvenida: «¡Han venido ustedes, queridos amigos! No estaba segura de que Georges pudiera regresar a tiempo…, etc.» Probablemente hay más personas, entre esta concurrencia alegre y despreocupada, que conocen también la noticia, incluso algunas para las cuales ningún detalle del asunto es un secreto. Pero éstas, como las demás, hablan en grupitos de cosas anodinas: de sus gatos o sus perros, sus criadas, sus hallazgos en las tiendas de antigüedades, sus viajes o los últimos chismorreas sobre los amores episódicos de los ausentes, o las llegadas y las salidas producidas en la colonia.

Los corros se forman y se disuelven al azar de los encuentros. Cuando vuelvo a hallarme en presencia de la señora de la casa, me dirige una sonrisa amistosa y natural para preguntarme si tengo algo que beber: «No, todavía no, pero voy a ocuparme de ello», le digo en tono satisfecho, sin segundas intenciones, y me acerco al buffet del gran salón. Esta noche, los que sirven las bebidas son camareros de chaqueta blanca, y no las jóvenes criadas eurasiáticas, como ocurre en las reuniones más íntimas. El mantel blanco inmaculado que cubre los caballetes, colgando hasta el suelo, está provisto de numerosas bandejas de plata, repletas de sandwiches variados en miniatura y pastelitos. Tres hombres, en animada conversación, beben a pequeños sorbos las copas de champán que acaba de servirles el camarero. Justo en el momento en que llego al alcance de sus voces (hablan bastante bajo), cojo algunas palabras de su diálogo: «… cometer un crimen de ornamentos inútiles, barrocos, y es un crimen necesario, no gratuito. Nadie más que él…» Por un momento me pregunto si estas palabras pueden tener alguna relación con la muerte de Manneret, pero, pensándolo bien, parece del todo improbable.

Por otra parte, el que había pronunciado la frase se ha callado enseguida. Ni siquiera podría precisar con certeza de cuál de los tres hombres se trata, hasta tal punto se parecen en el traje, la estatura, el porte, la expresión. Ninguno de ellos dice nada más. Los tres saborean el champán a pequeños sorbos. Y, cuando reanudan la conversación, es para hacer algunas observaciones sin interés sobre la calidad de los vinos recientemente importados de Francia. Mientras se alejan, pido a mi vez una copa; el champán es en efecto muy seco, burbujeante, pero sin aroma. Otros dos invitados se acercan a beber. Aquí se sitúa la escena del camarero de chaqueta blanca que se agacha para recoger del suelo una ampolla inyectable y la deja a su lado al borde de la mesa.

La orquesta vuelve a tocar. La gente baila de nuevo. Hay muchas parejas que giran cadenciosamente. Hay muchas mujeres guapas, entre las cuales cuento, esta noche, por lo menos cinco o seis que figuran en el grupo de jóvenes protegidas de Lady Ava. Esta se halla precisamente con una chica a quien veo hoy por primera vez, que tiene hermosos cabellos de un rubio dorado, una boca agradable y una carne satinada, ampliamente ofrecida a la mirada por el escote de un vestido que deja los hombros desnudos, así como la espalda y el inicio de los pechos. De pie, cerca de un sofá rojo en el que está sentada su interlocutora de más edad, parece una alumna aplicada que atiende a las recomendaciones de su maestra. Un hombre de estatura alta, con smoking oscuro, se acerca hasta ellas y se inclina ante Lady Ava, que intercambia con él unas palabras lánguidas; después señala con la mano derecha a la joven, haciendo comentarios bastante largos sobre su persona, como lo indican los movimientos del brazo que desplaza a diferentes niveles, mientras el hombre contempla sin decir nada a la interesada, que baja los ojos con modestia. Obedeciendo una señal que acaban de dirigirle, la joven gira sobre sí misma, con un movimiento ágil de danzarina, pero con bastante lentitud para dar tiempo a que la vean por todos los lados; vuelta a su posición inicial, me parece (pero es difícil afirmarlo desde esta distancia) que su rostro se ha sonrojado ligeramente; y, en efecto, ladea un poco la cabeza, con lo que podría ser una expresión de incomodidad o de pudor. Lady Ava ha debido de pedirle en el acto que no sea esquiva, ya que vuelve sin tardanza la cara hacia adelante y hasta sube los párpados, mostrando entonces dos inmensos ojos agrandados por un estudiado maquillaje. Y he aquí que Sir Ralph le tiende la mano; será para invitarla a bailar, porque ahora se dirigen juntos hacia la pista. Cruzo esta parte del salón para acercarme a mi vez al sofá amarillo -o mejor dicho, a franjas amarilelas y rojas, como compruebo de más cerca-. Lady Ava sigue vuelta, de perfil, hacia donde acaba de alejarse la pareja. Tras un momento de espera, y como ella no se decide a interrumpir su vigilancia, pregunto: «¿Quién es?» Pero no me contesta enseguida y deja pasar un momento antes de mirar hacia mí, diciendo por fin, con un imperceptible fruncimiento de los ojos: «Esa es la cuestión.»