Empiezo con precaución: «¿No estará…» Pero callo; mi interlocutora da ahora la impresión de estar pensando en otra cosa y concederme una atención de simple cortesía. Ese fragmento de música que dura ya desde hace rato, o incluso desde el inicio de la velada, es una especie de cantinela con repeticiones cíclicas, en la que se reconocen siempre los mismos pasajes a intervalos regulares. «… en venta?», dice Lady Ava completando mi frase, y, contestando luego, aunque de modo muy evasivo:
– Creo que ya tengo algo para ella -dice.
– Mejor -digo yo-. ¿Interesante?
– Un habitual -dice Lady A va.
Me explica entonces que se trata de un americano llamado Johnson, y finjo enterarme ahora mismo por boca suya (aunque conozco esta historia desde hace tiempo), y no saber siquiera a ciencia cierta quién es el personaje en cuestión. Nuestra anfitriona se toma, pues, la molestia de describírmelo y contarme brevemente el asunto de los campos de adormideras blancas instalados en los límites de los Nuevos Territorios. Después vuelve otra vez la cara hacia la pista de baile, donde no se ven ya ni el hombre ni su pareja. Y añade como para sus adentros: «La chica estaba a punto de casarse con un buen muchacho, que no habría sabido qué hacer con ella.»
– ¿Y qué ha pasado? -pregunto.
– Que lo ha dejado -contesta Lady Ava.
Un poco más tarde, el mismo día, añade: «La verá esta noche en la obra, si asiste a la función. Se llama Lauren.»
Pero entretanto ha tenido lugar el episodio de la copa rota cuyos fragmentos de cristal cubren el suelo, y las parejas que han dejado de bailar y luego se han apartado poco a poco para formar un corro bastante irregular, contemplando sin decir nada, con espanto, con horror, como si fueran objeto de escándalo, los diminutos fragmentos cortantes a los que se adhiere la luz de las arañas con mil reflejos, azules y helados, centelleantes, y la criada eurasiática que cruza el corro sin ver nada, como una sonámbula, haciendo crujir los cristales en medio del silencio bajo las suelas de sus finos zapatos, cuyas tiras de piel dorada sujetan con tres cruces el pie desnudo y el tobillo.
Y las parejas prosiguen, como si nada pasara, las figuras complicadas del baile, ella bastante separada del caballero, que la dirige a distancia, sin necesidad de tocarla, la hace volverse, llevar el compás, mecer las caderas sin moverse, para, luego -volviéndose rápida-, mirar de nuevo hacia él, hacia aquellos ojos negros que la observan con intensidad, o que se pierden más allá, sin detenerse en ella, por encima de la cabellera rubia y los ojos verdes.
Después viene la escena del escaparate de modas, en una elegante tienda de la ciudad europea, en Kowloon. Con todo, no debe situarse inmediatamente aquí, donde resultaría poco comprensible, aun con la presencia de esa misma Kim, que se halla asimismo en el escenario del teatrito, donde la representación, que sigue, llega ahora a los pocos minutos anteriores al asesinato. El actor que hace el papel de Manneret está sentado en su sillón, ante su mesa de trabajo. Escribe. Escribe que la criada eurasiática cruza entonces el corro sin ver nada, haciendo crujir los cristales centelleantes bajo sus finos zapatos, en medio del silencio, con todas las miradas vueltas instantáneamente hacia ella, siguiéndola como fascinadas, mientras se dirige con su paso de sonámbula hacia Lauren y se detiene ante la joven asustada, y se queda mirándola sin indulgencia durante un rato largo, demasiado largo, insoportable, y dice al fin con voz clara, impersonal, que no admite ninguna esperanza de huida: «Venga. La esperan.»
Alrededor, el baile prosigue su curso normal, como si todo eso ocurriera al otro extremo del mundo, llevado siempre por un mismo ritmo lento pero irresistible, demasiado potente para que semejantes dramas, por muy violentos y repentinos que sean, puedan interrumpirlo aunque sólo sea un segundo o tan sólo modificar su compás. Y eso que los accidentes se multiplican por todas partes: una copa de cristal que se rompe contra el suelo, una muchacha que bruscamente se desmaya, una pequeña ampolla de morfina que cae del bolsillo superior de un smoking en el momento en que un invitado sacaba de él su pañuelo de seda para secarse las sienes húmedas, un largo grito de dolor que rasga el rumor mundano del salón, la muda entrada en escena de una de las criadas, uno de los perrazos negros que acaba de morder en la pierna a una joven que bailaba, un pañuelo de seda blanca manchado de sangre, un desconocido que de pronto se planta ante la señora de la casa y le tiende con el brazo alargado un voluminoso sobre de papel pardo que se diría repleto de arena, y Lady Ava que, sin perder la calma, coge el objeto con mano rápida, lo sopesa y lo hace desaparecer, exactamente igual que ha desaparecido al mismo tiempo el mensajero.
Fue en este preciso momento cuando la policía inglesa irrumpió en el gran salón de la Villa Azul, pero ya se ha descrito detalladamente este episodio: el silbato estridente y breve que para en seco a la orquesta y el guirigay de las conversaciones, los tacones claveteados de los dos soldados en short y camisa de manga corta que resuenan en las losas de mármol, en medio de la calma súbita, las parejas que se quedan paralizadas en mitad de una figura, el hombre con una mano tendida hacia adelante, en dirección a su compañera, medio vuelta aún, o ambos cara a cara, pero mirando a un lado diferente, uno a la derecha y el otro a la izquierda, como si en el mismo instante les hubieran llamado la atención unos hechos diametralmente opuestos, otras parejas, por el contrario, se quedan con la mirada mutuamente fija en sus zapatos, o con los cuerpos pegados uno a otro en un abrazo inmóvil, y después del registro minucioso de todos los invitados, la interminable anotación de sus nombres, señas, profesión, fecha de nacimiento, etc., hasta la frase final pronunciada por el teniente, que sigue a las palabras «… crimen necesario y no gratuito» y que concluye: «Nadie más podía tener interés en su desaparición.»
– Tomará una copa de champán -dice entonces Lady Ava en su tono más tranquilo.
A pocos metros detrás de ella, de pie junto al marco de una puerta, semejante a una criada con mucha clase que está pronta a responder a la primera llamada, cuerpo rígido y semblante de cera petrificado en esa especie de sonrisa impasible propia del Extremo Oriente, que en realidad no es una sonrisa, una de las jóvenes eurasiáticas (creo que es la que no se llama Kim) mira sin pestañear hacia su señora. Parece ignorar el incidente, y permanece, como de costumbre, atenta y ausente, acaso llena de ideas sombrías tras su mirada directa y franca, presente al menor signo, eficiente, impersonal, transparente, quizá perdida todo el día en sueños espléndidos y sangrientos. Pero, cuando mira algo o a alguien, se coloca siempre de frente y con los ojos bien abiertos; y, cuando anda, no vuelve la cabeza a derecha ni a izquierda, hacia el decorado con ornamentos barrocos que la rodea, hacia los invitados con quienes se cruza, aun conociendo a la mayor parte de ellos desde hace varios años, o varios meses, hacia los rostros de los transeúntes anónimos, hacia los pequeños comercios con sus abigarradas mesas de fruta o pescado, hacia los caracteres chinos de los anuncios y rótulos cuyo significado ella al menos debe de conocer. Y, cuando, al final de su trayecto, llega a la casa de la cita, ante aquella estrecha y empinada escalera sin pasamano que arranca justo a ras de la fachada, para hundirse directamente hacia unas profundidades sin luz, y que se parece a todas las otras entradas de la larga calle rectilínea, la criada da un brusco cuarto de vuelta a la izquierda y sube sin vacilación los peldaños incómodos, sin dejar adivinar siquiera la molestia causada por la falda ceñida de su traje; con pocos pasos ha desaparecido en la oscuridad total.