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La mirada de Sir Ralph sigue, no obstante, inmóvil y lejana, como si pasara aún a través de Lauren y divisara, más allá, algún objeto fascinante, alguna escena imaginaria. Luego dice: «Lo haré», sin que se pueda saber exactamente si habla del pago y su vencimiento, o de otro proyecto; saliendo entonces de su ensoñación, encuentra por fin los grandes ojos verdes, ardientes, tensos, helados, irrazonables. Por un momento trata de hundirse en ellos, pero, súbitamente resuelto, ordena con voz imperiosa: «Espéreme aquí», se dirige hacia la puerta, acciona el petillo, abre la hoja con gesto rápido y abandona la estancia.

Y cruza ahora con grandes zancadas el parque nocturno, y ahora va en un taxi que avanza demasiado despacio hacia Queens Road, y ahora sube una escalera sin luz, estrecha y empinada. Y ahora se inclina, por encima de un escritorio atestado de papeles desordenados, sobre un chino de edad imprecisa, sentado ante él, o mejor dicho por debajo de él, cuya cara arrugada conserva la calma correcta frente a aquel energúmeno vestido de smoking que habla aprisa, gesticula y amenaza. Ahora Sir Ralph sube de nuevo otra escalera, idéntica a la primera, que va de un piso a otro en un solo tramo rectilíneo, sin pasamano del que cogerse, pese a la estrechez y altura de los peldaños. Y va ahora en un taxi que avanza demasiado despacio hacia Queens Street. Y ahora golpea un postigo de madera en la puerta de una tienda pequeñísima en la que se lee, a la pálida luz de un mechero de gas, la palabra «Cambio» escrita en siete idiomas. Golpea con ambos puños, redobladamente, haciendo resonar la calle desierta con un retumbar sordo, con riesgo de alborotar el barrio. Como no contesta nadie, pega la boca al resquicio del postigo mal cerrado y llama: «¡Ho! ¡Ho! ¡Ho!», lo que quizá sea el nombre de la persona a quien quiere despertar. Luego tamborilea de nuevo, pero con menos violencia, como alguien cuya esperanza flaquea.

Nada se ha movido, por otra parte, en las inmediaciones, a pesar del estrépito, no se ha manifestado ninguna señal de vida; igual todo este decorado es falso, sin profundidad, no tiene más realidad que una pesadilla; esto explicaría el sonido mate y hueco producido por el panel de madera. Johnson, en este momento, descubre a un viejo con pijama de hule negro, sentado en un entrante de la fachada, a una casa de distancia. Enseguida va hacia él, corre hacia él, más exactamente, y le grita unas palabras en inglés, para saber si hay alguien en la tienda. El anciano empieza a dar largas explicaciones, con voz lenta, en un idioma que debe de ser cantonés pero que pronuncia de modo tan poco claro que Johnson no caza ni una frase. Repite su pregunta en cantonés. El otro contesta con la misma lentitud y la misma locuacidad; esta vez su discurso se parece más al inglés, aunque sólo la palabra «wife» es reconocible, repetida además varias veces. Johnson, que se impacienta, le pregunta al viejo qué pinta allí su mujer. Pero el chino se lanza entonces a una nueva serie de comentarios incomprensibles, en los que ha desaparecido por completo aquella palabra. Ningún ademán, ninguna expresión de su rostro viene a suplir el sentido ausente. El hombre sigue sentado en el suelo sin moverse, con la espalda apoyada en la pared, las dos manos cruzadas sobre las rodillas. Hay una nota de desesperación en su voz. El americano, a quien exaspera ese chorro de lamentaciones, empieza a sacudir a su interlocutor inclinándose sobre él para cogerlo de los hombros. El viejo se incorpora de un salto y lanza gritos penetrantes con una energía imprevista, mientras, justo en este momento, suena a pocas calles de allí la sirena de un coche de policía; el aullido se aproxima con rapidez, subiendo y bajando en una modulación cíclica que se mantiene en notas muy agudas.

Johnson suelta al anciano y se aleja con paso vivo, para echar pronto a correr, perseguido por los gritos del chino, que de pie en mitad de la calzada, hace grandes gestos con ambos brazos en dirección a él. A juzgar por el ruido de la sirena, el coche de la policía viene con toda seguridad hacia acá. Johnson se vuelve, sin dejar de correr, y distingue los faros amarillos, así como la luz roja con chispazos intermitentes en el techo del vehículo. Tuerce a la izquierda por una calle perpendicular -es decir, cuesta arriba- con la esperanza evidente de llegar a las escaleras antes de ser alcanzado por el automóvil, que no podrá perseguirlo más lejos. Pero éste, que ha girado tras él, lo ha alcanzado ya. Adoptando, aunque un poco tarde y sin mucha naturalidad, la actitud del transeúnte que no tiene nada que reprocharse, se detiene al primer alto; tres policías ingleses saltan del coche y lo rodean; parecen sorprendidos y favorablemente impresionados por su traje de etiqueta. Ellos llevan short y camisa caqui de manga corta, zapatos bajos y calcetines blancos. Johnson cree reconocer en el teniente al que ha interrumpido esa misma noche en el gran salón de la Villa Azul; los dos gendarmes que lo acompañan son también, probablemente, los que han aguado el final de la fiesta. Johnson, a quien piden la documentación, enseña su pasaporte portugués, que se saca de un bolsillo interior de la chaqueta.

– ¿Por qué corría usted? -pregunta el teniente.

A punto de contestar maquinalmente: «Para entrar en calor», Johnson muda a tiempo de parecer, pensando en la temperatura tropical, en su smoking negro de paño demasiado grueso, en su cara sudorosa.

– No corría -dice-, andaba rápido.

– Me ha parecido que corría -dice el teniente-. ¿Y por qué andaba tan rápido?

– Tenía prisa por volver a casa.

– ¡Ah, bien! -dice el teniente.

Después, tras echar una mirada hacia la parte alta de la calle, donde unas anchas gradas, cubiertas de residuos, se pierden entre grandes casuchas de madera cada vez más miserables, añade:

– ¿Dónde vive?

– En el hotel Victoria.

El hotel Victoria no se halla situado en Victoria, ni siquiera en la isla de Hong Kong, sino en Kowloon, en tierra firme. El policía hojea el pasaporte; el domicilio que figura en él está en Macao, naturalmente. El policía mira también la foto y observa luego la cara del americano, durante casi un minuto.

– ¿Es usted éste? -dice por último.

– Sí. Soy yo -responde Johnson.

– No se le parece.

Por supuesto se refiere a la imagen, no a la cara.

– Puede que no sea una foto muy buena -dice Johnson-. Y no es muy reciente.

El teniente, tras volver a inspeccionar detenidamente la cara y la fotografía, y luego los datos personales indicados, que lee con ayuda de su linterna y compara después con el modelo, acaba devolviendo el pasaporte, no sin antes declarar:

– No es exactamente la dirección del hotel Victoria, ¿sabe usted? El transbordador se halla justo en la dirección opuesta.

– No conozco muy bien la ciudad -dice Johnson.

El teniente lo examina todavía un instante sin decir nada, paseando ahora el haz de la linterna por la frente, los ojos, la nariz, cuyos contornos y expresión modifica así. Después constata con tono indiferente (en todo caso no se trata de una pregunta): «Hace un rato estaba usted en casa de la señora Eva Bergmann.» Johnson, que espera esta observación desde el comienzo del diálogo, se guarda muy bien de negarlo.

– Sí, en efecto -dice.

– ¿Es usted habitual de la casa?

– He ido varias veces.

– Lo pasan muy bien, por lo visto.

– Depende de los gustos.

– ¿Tiene idea de lo que buscaba allí la policía?

– No. No lo sé.

– ¿Por qué gritaba aquel anciano en medio de la calle?

– No lo sé. Pero podría usted preguntárselo.

– ¿Por qué iba cuesta arriba, si quería dirigirse al puerto?

– Ya le he dicho que me he perdido.

– No es motivo para buscar un barco en lo alto de una montaña.

– Hong Kong es una isla, ¿verdad?

– Sí, claro; Australia también. ¿Ha venido andando desde la casa de la señora Bergmann?

– No, en taxi.

– ¿Por qué no lo ha dejado el taxi en el embarcadero?

– Le he dicho que parara en Queens Road. Quería andar un poco.

– Hace mucho que ha terminado la fiesta. ¿Cuántas horas ha andado?

Pero, sin aguardar respuesta, el teniente añade:

– Al paso que llevaba, habrá andado una barbaridad.

Y luego, con la misma voz de no dar a todo eso mucha importancia:

– ¿Conocía a Edouard Manneret?

– De oídas tan sólo.

– ¿Quién le había hablado de él?

– Ya no me acuerdo.

– ¿Y qué le habían dicho?

Johnson esboza un ademán vago con la mano derecha, acompañado de un mohín de incertidumbre, ignorancia y desinterés. El teniente prosigue:

– ¿No ha tenido, más o menos indirectamente, negocios con él?

– No. Desde luego. ¿A qué se dedica exactamente?

– Ha muerto. ¿Lo sabía?

Johnson finge sorpresa:

– ¡Ah no! En absoluto… ¿En qué circunstancias?

Pero el policía insiste:

– ¿Está seguro de no haberlo visto nunca en la Villa Azul o en lugares por el estilo?

– No, no… No creo. Pero ¿de qué ha muerto? ¿Y cuándo?

– Esta misma noche. Se ha suicidado.

El teniente sabe muy bien, por supuesto, que no se trata de un suicidio. Johnson se huele la trampa y no hace la menor observación que permita suponer que esta versión le parece discutible, aunque sólo sea por motivos psicológicos, dado el carácter de Manneret. Juzga más prudente callar y encerrarse en una especie de recogimiento, que considera de circunstancias. Una cosa, además, lo inquieta: ¿por qué el coche de la policía ha seguido directamente hacia él, en vez de parar ante aquel viejo chillón, que se hallaba en medio de su camino? Por otra parte, ya que este teniente parece tan ocupado con el caso Manneret, ¿qué ha estado haciendo entre su salida de la Villa Azul y esta patrulla imprevista, efectuada en compañía de los dos mismos soldados? Uno de ellos ha vuelto a sentarse ante el volante del coche desde las primeras frases del interrogatorio, juzgando seguramente que el sospechoso no ofrecía ningún peligro. El segundo se ha quedado parado a dos pasos de su jefe, pronto a intervenir, si se presentaba la ocasión. El teniente, tras una pausa bastante larga, agrega (y su voz es cada vez más indiferente, despegada de lo que cuenta, como si hablara consigo mismo de una historia muy antigua):