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Con la cuartilla en la mano, y mientras prosigue su lectura, se dirige hacia la cama, una gran cama cuadrada de dosel, que está situada en una alcoba al otro extremo de la estancia, y toca el timbre para llamar a la criada. Esta reaparece, exactamente con la misma indumentaria que la primera vez, tan sigilosamente como antes y quedándose parada en el mismo sitio. Lady Ava, que se ha sentado en el borde de la cama, la examina detalladamente de arriba abajo, deteniéndose en el pecho, la cintura, las caderas, moldeadas por la seda floja y flexible, para subir luego hasta la cara dorada, nítida como la porcelana, con su boquita barnizada, sus ojos rasgados de esmalte azul, su cabello muy negro alisado en las sienes para descubrir las finas orejas y formar en la nuca una gruesa trenza corta, brillante, poco apretada para que se deshaga en la cama en cuanto se tire del lacito que anuda su extremo. Si la mirada de la señora se ha hecho más precisa, y hasta insistente, la de la criada no ha cambiado; sigue siendo tan impersonal y vacía como antes.

– Has visto a Sir Ralph esta noche -empieza Lady Ava. Kim se contenta con un movimiento de cabeza casi imperceptible (sin duda afirmativo) a manera de respuesta, mientras la señora prosigue su monólogo sin apartar la vista de ella, pero sin manifestar ninguna extrañeza por no obtener la menor respuesta, ni aun después de formularle una pregunta de manera categórica-. ¿Te ha parecido que estaba en su estado normal? ¿Has notado su expresión extraviada? Loraine acabará volviéndolo loco del todo, a fuerza de ceder a sus fantasías. El plan está bien trazado. Sir Ralph ya sólo vive para ella. Basta con dejar que las cosas sigan su curso. -La muchacha ya no da la menor muestra de asentimiento o interés; podría ser sordomuda, o entender sólo el chino. A Lady Ava eso no parece incomodarla lo más mínimo (quizá sea ella misma la que prohíbe a las criadas contestar) y sigue tras una pausa-: En este momento estará corriendo en busca del dinero que exige ella… Se pasará así toda la noche, y no encontrará nada. Y estará maduro para oír nuestros consejos…, nuestras sugerencias…, nuestras directrices… Bueno. No te necesito esta noche. Me siento vieja y cansada… Podrás dormir en tu cama.

La eurasiática se ha vuelto a esfumar, como un fantasma. Lady Ava vuelve a estar de pie junto al secreter, donde deja sobre el tablero abierto, entre los otros papeles, la cuartilla que se había llevado para releerla. Coge el sobre pardo que contiene las cuarenta y siete bolsitas de polvo; la segunda vez que ha entrado Kim, ha podido asegurarse de que ésta comprobaba la presencia del paquete con una rápida ojeada: si el escondite se hallara en la habitación misma, estaría guardado desde hace rato, ha pensado la criada, piensa Lady Ava, dice el narrador de cara colorada que le está contando la historia a su vecino, en la sala del teatrito. Pero Johnson, que tiene otras cosas en la cabeza, no presta mucha atención a sus inverosímiles relatos de viajes por Oriente, con anticuarios alcahuetes, trata de blancas, perros demasiado inteligentes, burdeles para psicópatas, tráfico de drogas y asesinatos misteriosos. Del mismo modo contempla con mirar bastante vago, errante, discontinuo, el escenario, donde sigue la función.

Mientras tanto Lady Ava, en su dormitorio, ha accionado el sistema secreto, conocido sólo por ella (el operario chino que instaló el mecanismo murió al poco tiempo), para abrir, en la pared frontera a la gran puerta de dos hojas, el panel del invisible armario de las reservas. Este panel móvil forma con la puerta contigua del cuarto de baño un todo de dos hojas, idéntico al de la puerta que se halla enfrente; el visitante tiene la impresión de que la parte de la derecha -que da en realidad al armario- es una falsa media puerta instalada allí para la decoración, por simple afán de simetría. Lady A va coloca el paquete de papel pardo en uno de los estantes y cuenta las cajas que se alinean y se apilan de un extremo a otro del estante situado debajo.

Mientras tanto el americano regresa a Kowloon en uno de los barcos nocturnos, cuyas grandes salas provistas de bancos o butacas están casi vacías a estas horas de la noche. Le ha resultado difícil deshacerse de los policías; el teniente se ha empeñado incluso en llevarlo hasta el embarcadero y hacerlo subir en el primer transbordador que salía. Johnson no se ha atrevido a volver a bajar enseguida (como había pensado hacer primero), temiendo encontrarse con el coche de la policía, que se ha quedado vigilando allí. Desembarca, pues, en la otra orilla. Hay un taxi aparcado, pero, en el momento en que llega hasta él, lo toma otro pasajero que se presenta por la puerta opuesta. Johnson se decide a subir a una jinrikisha roja, cuya pegajosa almohadilla de hule deja salir su crin mohosa por un desgarrón triangular; pero se consuela pensando que el taxi, de un modelo muy antiguo, no debe de ser mucho más confortable. Además, el conductor corre tanto como el automóvil, que lleva la misma dirección, por la gran avenida desierta, cubierta de una acera a otra, en forma de bóveda, por las ramas de las higueras gigantes cuyas raíces aéreas, finas y tupidas, cuelgan verticalmente como largas cabelleras. Tras los gruesos troncos nudosos aparece un momento, alcanzada y adelantada muy pronto, una chica de traje blanco y ceñido que anda con paso rápido bordeando las casas, precedida de un perro muy grande atado con correa. La jinrikisha para al mismo tiempo que el taxi frente a la puerta monumental del hotel Victoria. Pero no baja nadie del automóvil, y Johnson, echando un vistazo atrás al empujar la puerta giratoria, cree distinguir una cara que lo observa por el cristal, subido a pesar del calor, desde el asiento trasero. Se trataría, pues, de un espía encargado por el teniente de seguir al sospechoso hasta Kowloon, para ver si realmente paraba en este hotel y entraba enseguida en él sin más rodeos.

Pero Johnson sólo va a preguntarle al portero si han dejado algo para él durante la noche. No, el portero no tiene nada que entregarle (para estar más seguro, mira el casillero de la correspondencia); sólo ha recibido, hace poco, una llamada telefónica de Hong Kong, preguntando si se alojaba en el hotel un tal Ralph Johnson y desde cuándo. Sin duda, era otra vez el teniente, que, por lo visto, hacía sus investigaciones con poca discreción, a menos que un modo tan aparatoso de seguirle los pasos fuera intencionado y pretendiera impresionarlo. En todo caso, ello no le impide salir sin vacilación del gran vestíbulo por la otra puerta giratoria, que se abre en la parte posterior del edificio, frente a un jardín plantado de ravenalas: basta cruzarlo para llegar a la calle. Hay allí una parada de taxis y, como de costumbre, hay un taxi libre, de modelo muy antiguo, que espera. Johnson sube en él (tras asegurarse de que nadie, en las inmediaciones, espía su huida) y da las señas de Edouard Manneret, el único personaje que, a este lado de la bahía, puede ayudarlo en la apremiante necesidad en que se halla. El taxi arranca enseguida. En el exiguo recinto el calor es asfixiante; Johnson se pregunta por qué están subidos hasta arriba todos los cristales y quiere bajar el que se halla a su lado. Pero el cristal se resiste. Johnson se empeña en bajarlo, presa repentinamente de una espantosa sospecha, causada por el parecido de este viejo vehículo con el que acaba de… La manivela se le queda en la mano y la ventanilla sigue herméticamente cerrada. El taxista, que oye ruido a su espalda, se vuelve hacia el cristal que lo separa del cliente, y éste apenas tiene tiempo de adoptar un aire adormilado, a fin de disimular su agitación. ¿No es esta la cara de ojillos oblicuos que ha entrevisto al volante del primer taxi, en el desembarcadero del transbordador? Pero todos los chinos tienen la misma cara. De todos modos es demasiado tarde para cambiar de dirección; las señas de Manneret están ya dadas y grabadas en la cabeza del taxista. Si su misión consiste en… Pero ¿por qué el espía que lo vigilaba tras el cristal subido, en la puerta del hotel, se ha bajado después? ¿Dónde habrá ido? ¿Y cómo puede un policía descargarse de su servicio en un simple taxista encontrado al azar? A no ser, naturalmente, que se trate de un falso taxista, avisado también por teléfono desde la isla de Hong Kong y venido expresamente a la salida del transbordador para recoger al compañero y recibir sus consignas. Y, en este momento, el compañero está registrando de arriba abajo la habitación de Johnson en el hotel Victoria.

Detrás de los troncos gigantes de las higueras, una joven de traje muy ceñido anda con paso rápido y tranquilo junto a las tiendas elegantes con los escaparates a oscuras; un gran perro negro la precede, exactamente como a la de antes, que, sin embargo, no se dirigía hacia esta parte y difícilmente podía haber recorrido entretanto todo este trayecto. Pero Sir Ralph tiene preocupaciones más urgentes que le impiden interesarse por este problema, Si el espía del teniente se ha apeado realmente del coche en el hotel Victoria, aunque con un poco de retraso (buscaba dinero o esperaba que Johnson le dejara el campo libre), este taxi puede muy bien ser un verdadero taxi. ¿Qué motivo tenía entonces el taxista para apostarse en la parte trasera del hotel, como para controlar todas sus salidas? A todo esto, el vehículo ha llegado a la dirección indicada. El taxista ha abierto el cristal de separación para decirle al cliente el precio de la carrera; aprovecha la ocasión para coger la manivela de la ventanilla que este último ha conservado por distracción en la mano, y, con la destreza que confiere la costumbre, la coloca de nuevo en su eje, pronta a jugarle la misma pasada a un nuevo pasajero. Tras lo cual, exclama en cantonés: «¡Material americano!», y suelta una ruidosa carcajada. Johnson, mientras le tiende un billete de diez dólares (dólares de Hong Kong, naturalmente), aprovecha esta broma para iniciar una conversación, con objeto de aclarar en lo posible el misterio del primer espía. Dice, en cantonés: «¡No son mejores los coches ingleses!»

El otro le hace un guiño, con expresión maliciosa, llena de sobreentendidos, contestando: «¡Por supuesto! ¿Y los chinos?» Será, pues, más bien uno de los muchos propagandistas que han venido como refugiados de la China comunista y que, desde hace poco tiempo, han invadido la colonia y ocupan por completo algunas profesiones: taxistas y porteros de hotel en particular, Pero Johnson, que sigue con su idea, le espeta entonces su pregunta,