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Al atracar el barco en Kowloon, Georges Marchat sigue durmiendo echado sobre el volante. Los marineros de a bordo que se encargan del desembarco de los coches lo sacuden para despertarlo; pero la única respuesta que obtienen son ronquidos y luego palabras incoherentes, entre las que figuran quizá «puta» y «mataré»; pero para poder identificarlas en medio de las sílabas roncas que no llegan a salir de la garganta, habría que estar al corriente de las desgracias del joven. Los marineros no pueden perder el tiempo descifrando tales sonidos: el coche impide pasar a los que van detrás y que empiezan a manifestar su impaciencia con ligeros bocinazos. Apartan, pues, a Marchat del volante, para poderlo mover por la ventana abierta, mientras empujan el enorme coche hasta que se halla fuera del transbordador, lo cual no resulta difícil, ya que el muelle está al mismo nivel que el garaje interior. Los marineros, después, van a aparcar a Marchat y su coche un poco más lejos, junto a unos almacenes cerrados. El negociante se ha caído en el asiento y ronca con sueño de borracho.

Johnson y su espía, cuyos respectivos vehículos han salido hace ya unos segundos, no han podido presenciar el incidente. Kim ha pasado delante de todos los pasajeros -que se apartan con muestras de temor y reprobación, provocadas por los gruñidos del perro negro-, por lo que está ya lejos. No tiene ningún motivo especial para ir esta noche a casa de Manneret; su señora, que la supone acostada en su pequeña habitación del cuarto piso, no le ha encargado ninguna misión en particular. Sin embargo, la joven, aun sin tener nada que hacer allí, camina con paso tan firme como si experimentara -cosa que le ocurre cada vez más a menudo- la absoluta necesidad de ir a casa del viejo; y está segura de que él también la espera. Ni siquiera se pregunta cuál es la finalidad de los experimentos que lleva a cabo con ella en cada una de sus visitas: no le importa saber si los brebajes y las inyecciones que le da son verdaderos estupefacientes que prueba, o filtros mágicos que enajenan la voluntad del sujeto, para someterlo sin defensa al poder de un tercero, o del preparador mismo. Este, en todo caso, no ha abusado hasta ahora de ella, al menos en la medida en que puede advertido en sus momentos de plena conciencia. De las horas que ha pasado en el edificio moderno de Kowloon, que se parece a una clínica de lujo, algunas le dan la impresión de haber durado mucho tiempo; pero hay otras de las que no recuerda nada.

Así, esta noche, Kim encuentra a Edouard Manneret sentado en su mesa de trabajo; está de espaldas a la puerta, como ya se ha dicho, y ni siquiera se vuelve para ver quién entra. O sea que debe de ser verdad que sabía que iría a esta hora exacta. En todo caso, ya se ha dicho que llama a la puerta del piso y entra enseguida sin aguardar respuesta. ¿Tiene una llave personal para entrar en su casa? ¿O Manneret había dejado su propia llave en la cerradura -o la puerta simplemente entornada, sin cerrarla del todo- para no tener que molestarse? Pero, un momento antes, ¿no ha tenido que esperar Johnson que Manneret fuera a abrirle? Entonces será Johnson el que habrá dejado la puerta mal cerrada al salir: efectivamente, es lo que pasa a veces con ciertas cerraduras cuando se da un portazo fuerte y el pestillo se vuelve a abrir de rebote enseguida… Todos estos detalles tienen probablemente poca importancia, y más teniendo en cuenta que las imágenes de esta visita se han visto ya anteriormente al hablar del sobre pardo que contenía las cuarenta y ocho bolsitas que la criada había ido a buscar para Lady Ava. Lo que quedaba por saber era qué había hecho con el perro: no podía haberlo metido en la casa, ya que esos animales delicados no soportan los locales refrigerados o, cuando menos, las diferencias de temperatura demasiado grandes entre el interior y la calle. (¿Será por esto por lo que la Villa Azul, que es su domicilio habitual, aún está equipada sólo con ventiladores de antes de la guerra?) La solución a este problema es ahora fáciclass="underline" Kim ha dejado al perro en el vestíbulo del edificio, entre la puerta cochera de cerradura automática que da a la calle y la doble vidriera que lleva a la escalera o a los ascensores. Con movimiento familiar ha enganchado el extremo de la correa, por su mosquetón, a una anilla que parece estar allí para eso, pero cuya presencia no había advertido la última vez que subió. Claro que habría hecho mejor llevando al perro como guardaespaldas hasta el tercer piso (¿o hasta el quinto?); es lo que piensa un poco tarde, como las otras veces, mientras retrocede hacia el rincón de la estancia, y el viejo avanza lentamente, paso a paso, con una cara que la asusta, ganando poco a poco terreno respecto a ella, a la que domina ahora con toda la altura de su cabeza, inmóvil, la boca delgada, la perilla gris bien recortada, los bigotes que parecen de cartón y los ojos que brillan con un fulgor de locura asesina. Va a matarla, a torturarla, a descuartizarla con la navaja de afeitar… Kim trata de gritar, pero, como las otras veces, no le sale ningún sonido de la garganta.

En este punto del relato, Johnson se detiene: cree haber oído un grito, bastante cerca, en el silencio de la noche. Volvió a pie hasta el embarcadero, desde el hotel, adonde había ido en el taxi de los cristales subidos. Al coger la llave en el tablero del conserje, el portero comunista le dijo que un inspector de la policía acababa de registrar sus habitaciones, registro del que no había advertido la menor señal, ni en el saloncito, ni en el dormitorio, ni en el cuarto de baño, tal fue la habilidad con que se llevó a cabo la operación. Esta discreción le causó más inquietud que la vigilancia demasiado aparatosa de que había sido objeto hasta entonces. Sin perder tiempo en cambiarse de ropa, cogió tan sólo el revólver, que seguía en su sitio en el cajón de las camisas, y volvió a bajar. Llamar a un taxi era inúticlass="underline" la hora de salida del próximo transbordador le daba tiempo de sobra para ir andando con paso normal. Tal vez, más o menos conscientemente, pensaba evitar así los comentarios indiscretos o inquietantes del taxista obstinado. Pero, al salir de la puerta giratoria, vio enseguida que el taxi ya no estaba allí. ¿Habría ido a aparcar al jardín de las ravenalas situado detrás del hotel? ¿O, a pesar de la hora, habría encontrado otro cliente? Después, el americano no notó nada anormal a su alrededor hasta el momento en que, al llegar al muelle de embarque, oyó aquel grito, una especie de estertor más bien, o un quejido que no era necesariamente una llamada de auxilio, o una voz cualquiera de tono grave y un poco ronco, o uno de los muchos ruidos del puerto cercano, atestado de juncos y sampanes que sirven de vivienda a familias enteras. Johnson se acusó de ser demasiado nervioso. En el muelle, lo mismo que en las calles que conducían a él, no había ni un alma viviente; el acceso al transbordador estaba abierto, pero sin vigilancia, y de momento no subían ni pasajeros ni coches. La sala de espera también estaba desierta y la taquilla parecía abandonada. Para esperar sin impacientarse a que volviera el empleado -no había ninguna prisa-, Johnson salió otra vez al muelle.

Fue entonces cuando vio el coche del negociante Marchat, aparcado junto al almacén, un Mercedes rojo, probablemente único en toda la colonia. Se preguntó qué haría allí y se acercó, no teniendo otra cosa que hacer. Primero creyó que no había nadie dentro, pero al inclinarse hacia la puerta del lado del volante, cuyo cristal estaba bajado, vio al joven echado en el asiento: tenía la sien destrozada, los ojos desorbitados, la boca abierta, los cabellos pegados en medio de un pequeño charco de sangre coagulada ya. Según todas las apariencias estaba muerto. En el suelo del coche, cerca del freno de mano, había un revólver. Sin tocar nada, Johnson corrió a la cabina telefónica que se halla junto a la pared acristalada de la sala de espera, por la parte exterior. Y llamó a la policía. Indicó los datos del coche y el lugar exacto donde estaba aparcado, pero no juzgó conveniente dar el nombre de la víctima; y colgó sin decir tampoco su propio nombre. Cuando volvió a la taquilla, aún no estaba el empleado; no apareció hasta al cabo de unos treinta segundos, y le dio una ficha sin mirarlo. Johnson subió enseguida a bordo, por el torniquete automático, tras introducir la ficha en la ranura. El barco iba prácticamente vacío; salió casi enseguida, mientras sonaba a lo lejos la sirena modulada de un coche de la policía. En Victoria, Johnson tomó un taxi, que fue muy rápido, de modo que llegó temprano a la Villa Azul, a eso de las nueve y diez más exactamente.

Nada más entrar en el gran salón, se le echó encima aquel hombre calvo, bajito y rechoncho, que tiene la piel brillante y la tez tan colorada que siempre se teme que le vaya a dar un ataque de apoplejía. El americano, que no tenía ningún motivo para negarse, lo acompañó hasta el buffet para beber con él una copa de champán, lo que le valió interesantes comentarios sobre las últimas combinaciones fraudulentas ideadas por los importadores de bebidas alcohólicas no destiladas. El hombre gordo lo acaparó así más tiempo del que Sir Ralph había pensado; gran parte de su vida había transcurrido en países lejanos, sobre los cuales contaba todo tipo de recuerdos escandalosos, de los que quería hacer partícipe a sus amigos y conocidos; esa noche, por ejemplo, a propósito de brebajes trucados, empezó a describir con complacencia los métodos usados no sé dónde para hacer perder la voluntad de resistirse a jóvenes, elegidas por su belleza en la calle o en reuniones mundanas, a las que se encerraba luego en burdeles especiales de la ciudad para ponerlas a disposición de los amantes de emociones intensas y los pervertidos sexuales. Estaba empezando a contar que, un día, en una de aquellas casas, un padre de familia había reconocido, casualmente, a su propia hija, cuando el americano, cansado de sus habladurías indiscretas, encontró un pretexto para interrumpir por fin a aquel narrador demasiado fecundo, o al menos para no oír más sus historias: se fue a bailar. Para ello eligió por pareja a una joven a la que veía esa noche por primera vez: una muchacha rubia, con un vestido blanco muy escotado, que se movía con mucha gracia. Supo luego que se llamaba Loraine, que había llegado hacía poco de Inglaterra y que de momento vivía en casa de Lady Ava.