Un poco más tarde, corrió entre los invitados una noticia macabra: una de las personas a quienes se esperaba ese día, un joven llamado Georges Marchand, conocido en la capital por su seriedad, había sido hallado asesinado en su propio coche. Una prostituta china, que debió de pasar parte de la noche en su compañía (los habían visto juntos en un club cerca de í\berdeen), estaba siendo interrogada activamente por la policía; aunque la cartera de la víctima había desaparecido, se creía más en un caso crapuloso que en el crimen de un simple ladrón. A partir de ahí, se dispararon los comentarios y las suposiciones, acompañados a veces de detalles completamente descabellados, que seguramente habrían dejado muy sorprendido al propio Marchand. La representación tetral, prevista para las once, tuvo lugar a pesar de todo: ese Marchat, o Marchand, no era un habitual de la casa y estaba invitado esa vez un poco por casualidad. Por lo demás, ninguno de los asistentes lo conocía más que de nombre; la mayoría ni siquiera había oído hablar de él.
El programa de la función comprendía principalmente una breve comedia en dos actos, con tres personajes, de estilo tradicionaclass="underline" una mujer se halla atrapada entre dos hombres, prometida de uno, enamorada de otro, etc. El papel de la mujer está interpretado por Loraine y es el único interés que tiene la obra. A la mitad del primer acto, aprovechando un momento en que el escenario está casi a oscuras y por tanto no proyecta ningún resplandor hacia la sala, cuyas luces están también apagadas, me levanto furtivamente y me dirijo hacia la pequeña salida, que voy buscando a tientas. Pero, con la oscuridad, me habré equivocado de puerta, pues no reconozco en absoluto el lugar al que desemboca el pasillo en que me he metido. Es una mezcla de patio y jardín al aire libre, alumbrada por grandes faroles de petróleo, bastante sucia y que debe de servir de trastero del teatro, pues hay abandonados allí elementos de decoraciones en el mayor desorden. En unos plataneros casi muertos se apoya medio torcido un gran panel de chapa de madera cuya cara pintada representa un muro de piedra, grandes sillares que sobresalen irregularmente, con argollas de hierro, fijadas a diferentes alturas, en las que están enganchadas viejas cadenas oxidadas, todo ello pintado en trompe-l'oeil de una manera bastante tosca. Un poco más lejos, frente al tejado de un cobertizo, distingo también en la luz incierta una tienda de modas, vista desde la calle: en el escaparate con inscripciones inglesas, un maniquí de traje ceñido lleva atado de una correa muy tirante a un gran perro negro. Sin las luces de la batería y puesto así de través, el conjunto ya no da ninguna impresión de profundidad. Descubro asimismo algunos elementos de mobiliario que seguramente pertenecen a la escena del fumadero de opio, así como diversos practicables: ventanas, puertas, fragmentos de escalera, etc.
Aparte de estos restos de espectáculos, el patio está lleno de objetos desechados: una jinrikisha fuera de uso, viejas escobas de paja de arroz, tablados desmontados, varias estatuas de escayola, numerosas cajas sin cerrar en las que se mezclan desordenadamente fragmentos de vajilla o copas rotas; hay en particular toda una caja llena de copas de champán desportilladas, cascadas, sin pie, o incluso reducidas a fragmentos diminutos, irreconocibles. Buscando una salida entre todo este desorden, llego a zonas que carecen de todo tipo de alumbrado. Tropiezo con cosas amontonadas que luego, por el tacto, adivino que son pilas de periódicos muy gruesos, en papel liso, del formato de los tebeos chinos. Avanzando la mano a tientas, noto entonces un contacto frío y húmedo, que me hace retirar el brazo bruscamente. Pero, en una dirección próxima, y siempre con la esperanza de hallar un paso entre las pilas de periódicos que se multiplican, topo con otros objetos idénticos -cuerpos alargados, muy fríos, algo viscosos-, cuya naturaleza acabo entendiendo, gracias al olor más intenso que despide este lugar: una enorme cantidad de grandes pescados, seguramente considerados no aptos para el consumo.
En ese instante oigo una voz detrás de mí y me vuelvo con más vivacidad de la que exige la situación. Hay alguien más en este patio: un hombre de pie, inmóvil, al que había tomado por una estatua; señala una dirección con el brazo, al tiempo que dice en un inglés inseguro: «Es por allí.» Le doy las gracias y sigo su consejo. Pero lo que me indicaba no era en absoluto una salida como había creído; es un retrete, alumbrado también por un farol de petróleo, bastante sucio además, cuyas paredes encaladas están cubiertas de graffiti. Hay sobre todo inscripciones chinas, la mayor parte pornográficas, que muestran más imaginación de la habitual en este tipo de lugares. Descifro asimismo una frase en inglés: «Pasan cosas raras en esta casa», y algo más abajo, con la misma letra aplicada aunque torpe: «La vieja lady es una hija de puta.» Salgo después de pasar en aquel recinto el tiempo suficiente para no defraudar a mi guía, en caso de que siga vigilándome. Pero me entra entonces una duda respecto a lo que me señalaba antes con la mano extendida, pues al instante me hallo ante una salida que no sospechaba, un paso por entre tupidos macizos de hibiscus floridos, y bruscamente estoy en el parque de la villa. No tardo en advertir que me encuentro en la zona de los grupos escultóricos de los que ya he hablado varias veces, pero veo esta noche una escena que aún no conocía y que no debía de estar allí antes, porque me habría llamado la atención por su situación en la esquina de dos avenidas y la deslumbrante blancura del mármol nuevo; será una nueva adquisición de Lady Ava. Además, por sus inmediaciones, la tierra me parece pisoteada en unos sitios, recién removida en otros, como si una brigada de obreros hubiera estado trabajando poco antes para instalada. El pedestal ha sido enterrado para que los dos personajes estén al nivel de la gente que pasa, de la que, por otra parte, tienen las dimensiones. El título es: «El veneno»; esta palabra resulta perfectamente legible a pesar de la oscuridad (a la que se habitúan mis ojos), pues ha sido grabada con grandes letras mayúsculas en la superficie horizontal del mármol blanco y cada letra está realzada por un trazo de pintura negra. Un hombre con perilla y anteojos, de pie, vestido con una especie de levita, que tiene un frasquito en una mano y una copa en la otra (¿es un médico?), se inclina sobre una muchacha totalmente desnuda, con la boca abierta, el cabello desgreñado, que se retuerce en el suelo a dos pasos de él.
Un poco más lejos en la misma avenida de bambúes, sorprendo la escena ya descrita en la que Lauren, tras decir con énfasis: «¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!», dispara contra Sir Ralph, que se halla a unos tres metros de ella; la joven ha soltado su arma enseguida y ha permanecido con los dedos abiertos, el brazo medio tendido hacia adelante, asombrada por su propio gesto, sin atreverse a mirar siquiera al herido que tan sólo se ha doblado sobre las piernas, con la espalda algo encorvada, una mano crispada en el pecho y la otra apartada lateralmente hacia atrás, como buscando un apoyo, antes de desplomarse definitivamente. Pero esta escena tiene ya poco sentido ahora. Y sigo andando hasta la casa. El vestíbulo está vacío, igual que el gran salón. Todo el mundo estará en el teatrito, donde la función no habrá terminado aún; bajo la escalera de moqueta roja que lleva a la sala.
Pero la sala también ha quedado vacía, aunque Lady Ava sigue en el escenario, actuando sola ante las butacas con los asientos subidos. ¿Se trata solamente del ensayo de una función próxima, que acaba de perfilar tras la salida del público, acabada la representación de esta noche? (Si es que, al menos, no me equivoco, pensando que había una representación esta noche.) Por si acaso, me siento en el centro de una fila de butacas. Lady Ava acaba de accionar el mecanismo para cerrar el panel que disimula el armario secreto. Se vuelve hacia las candilejas y prosigue, con su misma voz cansada y entrecortada por pausas, sin ánimo, apenas audible: «Ya está. Todo está en orden… Una vez más habré dejado arregladas las cosas a mi alrededor…» Después, tras una pausa muy acentuada: «Ahora hay que esperar.» En este momento se queda inmóvil, muy erguida, justo en el borde del escenario, en su centro exacto. Y el pesado telón de terciopelo empieza a cerrarse: sus dos partes -una a cada lado- bajan despacio, oblicuamente, desde el telar. Instintivamente me pongo a aplaudir. La actriz se inclina, una vez, mientras el telón sube de nuevo y yo aplaudo a rabiar. Pero mi energía solitaria no alcanza mucho volumen, antes al contrario, este ruido frágil y obstinado hace más sensible el vacío total del teatro. Por eso el telón, al bajar por segunda vez, se cierra definitivamente, mientras se encienden las arañas en la sala. Me dirijo hacia la salida, extrañado, pese a todo, de esta ausencia de espectadores.
Pasada la doble puerta de muelle, tradicionalmente provista de dos ventanas redondas, encuentro a Lady Ava que viene de los bastidores sin haber cambiado nada en su vestuario ni en su maquillaje. Me sonríe con tristeza. «Ha sido muy amable quedándose hasta el final -me dice-. Esta obra es absurda. Y yo soy una vieja actriz que ya no interesa a nadie… Se han ido todos, unos tras otros.» Le he dado el brazo y se ha apoyado en mí para subir la escalera. Estaba pesada y torpe, como si de pronto sufriera reuma en todo el cuerpo. He creído que no llegaría al final de la escalera. Se ha parado a descansar a la mitad y me ha dicho: «Se quedará a tomar una copa de champán.» No me he atrevido a negarme por temor a dar la impresión de abandonarla yo también.