La criada intenta ahora imaginarse pronunciando unas palabras. Comprueba que es fácil pero que con ello no gana nada. Hay que encontrar otra cosa. Piensa que, en la calle, ha cesado el diluvio, tan bruscamente como había empezado; el sol, que calienta cada vez más la calzada, hace subir del asfalto negro y brillante, sembrado de montoncitos informes -magma gris cuya composición u origen son ya indiscernibles- un espeso vapor blanco que se deshilacha, se acumula, se arrastra como humo, se alza en volutas que se desvanecen al punto. Hombres y mujeres con pijamas de tela brillante salen de debajo de los soportales y abren de nuevo los grandes paraguas negros para protegerse de los rayos abrasadores, permitiendo así una circulación más cómoda junto a los puestos atestados de clientes, por entre los que avanza Kim con paso seguro, llevando en una mano el papel en el que están escritas con precisión las señas del intermediario, a cuya casa se dirige, y en la otra la carterita rectangular, bordada con cuentas doradas, que usa como bolso y que presenta formas redondeadas como si la hubiera rellenado de arena… No, esta observación no se refiere a la carterita, que en realidad es más bien plana, ya que Kim puede sostenerla con dos dedos mientras penetra sin vacilar en la estrecha escalera de madera, que sube con el mismo movimiento rápido, continuo, ágil, uniforme. Una vez en el descansillo del primer piso llama a la puerta de en medio, o sea la que está frente a las escaleras. Un chino de unos cuarenta años, vestido a la europea, le abre enseguida.
– ¿El señor Chang? -pregunta ella en inglés. Impasible, el chino le responde:
– Sí, soy yo.
Ella dice:
– Vengo por lo de la venta.
– Yo no vendo nada -dice el señor Chang.
La criada se queda desconcertada. ¿No habrán servido, pues, para nada, todas las molestias que se ha tomado?
– Pero… ¿por qué? -dice.
– Porque no tengo nada que vender.
– ¿No tiene nada que vender hoy? -vuelve a preguntar la criada.
– Ni hoy ni nunca -dice el señor Chango
La criada explica:
– Es de parte de la señora Eva.
– Lo siento mucho -dice el señor Chang-. No tengo nada que venderle a la señora Eva.
¿Qué ocurre? La eurasiática está perpleja. Debe de ser otro Chang. El hombrecillo translúcido, frente a ella, no ha tenido ni una palabra amable, ni la menor sonrisa, desde el comienzo del diálogo. Ningún ademán, ningún cambio en la posición del cuerpo, ningún movimiento fisonómico ha alterado su inmovilidad: permanece junto a la puerta, con los ojos sin vida fijos en esa visitante inoportuna (cuya estatura lo obliga a levantar la cabeza), a la que ostensiblemente impide avanzar más. Pero ella insiste:
– ¿Conoce a la señora Eva?
– No tengo este honor.
– Entonces se trata de una equivocación… Discúlpeme… Buscaba a un tal señor Chango
– Pues soy yo -dice el señor Chang.
– Pero usted no vende nada.
– No -dice el señor Chang-, aquí hacemos peritaciones.
– ¿Y sabe si hay más personas en esta casa que se llamen Chang?
– Sin duda alguna -dice el señor Chang.
Y le da a Kim con la puerta en las narices. Kim, en el descansillo de nuevo oscuro, está un rato preguntándose qué hará ahora. Consulta una vez más la hoja de papel que lleva aún en la mano; como se sabe el texto de memoria, no necesita luz para leerlo; la dirección no da lugar a dudas. Al volverse, descubre al pie de las escaleras, a una distancia mucho mayor de lo que esperaba, el rectángulo de claridad donde se recorta un fragmento de acera, ocupado por numerosos hombrecillos apiñados en el umbral de la casa; parecen hablar con animación entre ellos, gesticulando con las manos y haciendo grandes contorsiones con los brazos, a la vez que levantan la cara hacia lo alto de las escaleras en dirección a donde está la criada, como si hubieran entablado una gran discusión sobre ella. Algunos incluso parecen querer subir. Aunque con toda seguridad no resulta visible en el fondo de aquel túnel oscuro, Kim, vagamente inquieta, se apresura a llamar a la tercera puerta, la de la izquierda, desde la que ya no ve la calle. La puerta se abre inmediatamente, con tanta rapidez como si estuviera alguien detrás, pronto a intervenir. Es el mismo chino, con gafas de montura de acero, que flota en su traje estrecho. Mira a la criada con la misma expresión neutra, cuya hostilidad imaginaria sólo podría localizarse, si acaso, en la fina montura de las gafas. Kim se azara y echa ojeadas a su alrededor, para asegurarse de que, con su precipitación, no ha llamado a la misma puerta de antes: no sólo no es la misma, sino que se halla frente a la anterior, y el tramo de escaleras que sube arranca entre ambas, separándolas, sin que haya posibilidad de confusión. Con voz cada vez más insegura, empieza a decir la muchacha:
– Dispense…
– Seguimos sin vender nada -dice el señor Chang, cortándola con tono seco.
Y le cierra la puerta en las narices, exactamente igual que la primera vez.
Como no le queda más remedio que marcharse, Kim se dispone a bajar. Da un paso de lado y descubre de nuevo, al pie de la escalera profunda, a los hombrecillos que se agitan, cada vez más numerosos, y amenazan con lanzarse al ataque. Se retira rápidamente de su vista hipotética, para empezar a subir el tramo siguiente, idéntico al primero, pero situado en dirección perpendicular. En el descansillo del segundo piso sólo hay dos puertas, la primera de las cuales está inutilizada por tres delgados listones de madera clavados uno sobre otro a través del marco para formar una cruz de seis brazos: dos horizontales y cuatro oblicuos (que materializan las diagonales del rectángulo). La segunda puerta está abierta de par en par: de ella procede la claridad difusa que facilitaba la subida de los últimos peldaños. En una sala bastante larga, en la que la luz entra por un ventanal con mosquitera de tela metálica, que da a una galería llena de ropa tendida, un centenar de espectadores -la mayor parte hombres- están sentados en bancos puestos en filas paralelas; todos miran con atención profunda a un orador que hace un discurso, subido a una pequeña tarima en un extremo de la estancia. Pero es un discurso mudo, constituido únicamente por gestos complicados y rápidos en los que las dos manos tienen su parte, y que sin duda va dirigido a sordos de nacimiento.
Pero he aquí que suenan unos pasos subiendo por la parte inferior de la escalera, unos pasos vivos y pesados a un tiempo, procedentes de varios individuos que corren a ritmos distintos. Se acercan tan rápidos que la decisión no puede aguardar una reflexión detenida. Como la escalera no pasa de este segundo piso, Kim entra con aire desenvuelto en la sala de conferencias, donde, con la firmeza y la naturalidad de quien viene con el propósito de asistir a la sesión, se sienta en el extremo desocupado de un banco. Sin embargo, algunas caras se vuelven hacia ella y quizá se extrañan de su presencia; sus vecinos se hacen señas con los dedos, análogas a las del conferenciante. Kim se da cuenta entonces de un detalle importante: los que están a su alrededor no son sobre todo sino únicamente hombres. Se pregunta cuál puede ser el tema de la conferencia que los reúne allí; existen tantos problemas que no conciernen a las mujeres, o que al menos no se podrían debatir delante de ellas (cosa que haría aún más embarazosa su situación). En todo caso, la cuestión de si se trata de un discurso en inglés o en chino no debería plantearse. (¿De veras?) Asoman por la puerta dos recién llegados (¿parecen tan sofocados por la rapidez con que han subido?) que echan una ojeada circular en busca de sitios libres, poco abundantes y difíciles de determinar debido a la ausencia de asientos individuales. Cuando localizan dos, situados uno al lado del otro, se apresuran a ocupados. ¿Eran sus pasos los que sonaban por los peldaños de madera? ¿Eran también gestos de sordomudos los que intercambiaban los hombrecillos en la acera, dentro del rectángulo de luz?