Ahora es un policía inglés, con camisa de manga corta, short y calcetines blancos, el que se enmarca en el vano de la puerta. Con las piernas separadas y la mano derecha apoyada en la funda del revólver, da la impresión de estar apostado allí montando guardia. ¿Será ésta una reunión política? ¿Algún mitin de propaganda comunista habrá inquietado, más que otros, a la jefatura de policía de Queens Road? Es muy poco probable. ¿O acaso algún malhechor se habrá disimulado entre el público con objeto de escapar de sus perseguidores? Nada ha cambiado, sin embargo, en el comportamiento del orador en la tarima, ni en el de los espectadores en sus bancos. Kim, bruscamente, sin razón precisa, está persuadida de que esta intervención insólita de la policía tiene que ver con la muerte del viejo; juzga por lo tanto prudente que este guardián tardío del orden no descubra su propia presencia en la casa. Primero toma la sabia precaución de romper en fragmentos menudos, que al mismo tiempo va esparciendo por el suelo, con disimulo, el trozo de papel con la dirección comprometedora. Después, aprovechando que el guardia se ha vuelto hacia el otro lado, de espaldas a la sala, se levanta con la máxima discreción y se dirige al fondo de la larga estancia, donde se abre una puerta de dos hojas, provistas cada una de una ventanita redonda con cristal. Aunque esta salida, tanto por sus ventanas redondas como por su sistema de bisagras con resorte de doble efecto para puertas de vaivén, parece la vía de acceso normal a toda sala de reuniones o espectáculos, tiene fijado un cartelito en el que se destaca en rojo sobre fondo blanco un ideograma popular impreso que significa que está prohibido el paso. Kim abre despacito una de las dos hojas, que cede sin esfuerzo, y se desliza por el espacio abierto. Antes de que la hoja, con muelle automático, se haya cerrado del todo, le da tiempo a ver por el intersticio decreciente todas las caras amarillas vueltas simultáneamente hacia ella. Los dos bordes se juntan enseguida.
Al final de un pasillo complicado, oscuro, que cambia varias veces de dirección en ángulo recto, la joven, cuyos pasos se apresuran progresivamente, desemboca en una escalera que empieza a bajar con precipitación; la estrechez y la altura inusitada de los peldaños aceleran más su carrera: baja los escalones de dos en dos, de tres en tres, se salta también algunos que escapan totalmente a su control; tiene la sensación penosa de volar. Esta escalera no es rectilínea, tal como había creído al principio, sino en espiral muy empinada. Al pasar, descifra una tarjeta de visita clavada con cuatro chinchetas en una puerta: «Chang. Intermediario», en inglés, naturalmente. Sigue bajando.
Está ahora en un despachito atestado de legajos. Se le ha perdido algo. Busca febrilmente en las carpetas de cartón de color, sin fiarse de las inscripciones falsas que han sido caligrafiadas encima; o las inscripciones corresponden efectivamente al contenido teórico de la carpeta, pero se trata de hallar un documento traspapelado, insertado por descuido, o más bien con intención de disimulado, en un legajo relativo a asuntos que no tienen ninguna relación con lo que está buscando. Después se encuentra en un patio en el que se han abandonado diversos objetos arrumbados: placas de mármol serrado, camas de hierro, animales disecados, viejas cajas, estatuas mutiladas, colecciones incompletas de tebeos chinos pornográficos… (este episodio, ya pasado, no debe estar aquí). Se ve ahora a la joven eurasiática acorralada en un rincón de una habitación suntuosa, junto a una cómoda lacada de curvas realzadas con ornamentos de bronce, sin posibilidad de huida ante un hombre de perilla gris, recortada con esmero, cuya alta estatura se yergue por encima de ella. Pero he aquí que entra en escena el gran perro negro; atado a una anilla del vestíbulo de la casa, en la planta baja, habrá sentido de pronto que su dueña estaba en peligro y ha tirado con tanta violencia de la correa que una tira de cuero ha cedido al primer golpe, a la altura del collar; tras abrir sin dificultad la vidriera que da a la caja de la escalera, el animal, que no ha tenido la menor duda sobre el camino que había de seguir, ha llegado en pocos saltos al quinto piso.
Como de costumbre, Manneret había dejado abierta la puerta de su piso. Sin darle tiempo a volverse, el perro se le ha echado encima por la espalda y le ha roto la nuca con un golpe seco de sus mandíbulas. Edouard Manneret, muerto en el acto, yace después en el suelo de su habitación (¿o su cuarto de trabajo?), tendido cuan largo es, etc., mientras la criada, que no ha hecho un solo movimiento, lo contempla con el mismo semblante angustiado que ofrecía al comienzo de la escena, antes de llegar el perro. Lo de que su semblante parece angustiado es no obstante pura imaginación, ya que ninguno de sus rasgos revela nunca el menor sentimiento. Tampoco cuando se halla ante una mesa de pino, de pie, rígida, etc., con un chino de edad incierta sentado frente a ella; es, naturalmente, el intermediario, con el que por fin ha logrado dar y que, por otra parte, es el vivo retrato del falso señor Chang, el de las peritaciones, exceptuando la perpetua sonrisa extremo-oriental -que no es una sonrisa- de la que está dotado este último. La criada saca de la carterita de cuentas-doradas el dinero que le ha confiado Lady Ava. El señor Chang cuenta los billetes con dedos prestos y dice: «Es correcto.» Tras lo cual, le señala, con un movimiento apenas esbozado de la mano, una puertecita lateral cuya existencia no había advertido aún. Esta puerta da a un vestíbulo muy exiguo, cuyo techo de inclinación muy acusada debería corresponder a un tejado abuhardillado, lo cual es absolutamente imposible, dada la situación de la estancia y la estructura general de la casa; este vestíbulo da acceso a un segundo despacho, bastante parecido al otro pero desprovisto de todo mueble así como del menor documento. Aquí es donde se encuentra la joven japonesa (llamada Kito) bajo la vigilancia del perro. Sin tener que volver atrás, los tres salen directamente al descansillo por la puerta de enfrente de aquella por la que recuerda haber entrado la criada al principio, puerta pintada del mismo pardo y provista del mismo pomo de madera, gastado y sucio. El pequeño vestíbulo pasaba así bajo la escalera que sube al segundo. Basta con bajar un piso para hallarse en la galería cubierta de Queens Road, desierta a estas horas. Subsisten en lo que precede algunas inverosimilitudes; sin embargo, todo se ha desarrollado puntualmente de este modo. Lo que sigue ya ha sido referido.
Prosigo y resumo. Kito -todo el mundo lo ha entendido- está destinada a las habitaciones del segundo piso de la Villa Azul. Después será cedida por Lady Ava a un americano, un tal Ralph Johnson, que cultiva adormidera blanca en los linderos de los Nuevos Territorios. La historia de la pequeña japonesa no tiene más relación con el relato de esta velada, por lo que es inútil contar con más detalles sus diferentes peripecias. Lo importante es que Johnson ese día… Se oye ruido arriba, se oye mucho ruido. Cada vez suena más fuerte, la cadencia se precipita. El viejo rey loco lleva un bastón con contera de hierro, con el que ritma el compás de sus pasos en el suelo del pasillo, un largo pasillo que atraviesa todo el piso de punta a punta. ¿He dicho que ese viejo rey se llama Boris? No se acuesta nunca porque ya no logra dormir. Algunas veces se tumba tan sólo en un balancín y se mece durante horas, golpeando el suelo con la contera del bastón, en cada vaivén, para mantener el movimiento pendular. Estaba diciendo que, esa noche, Johnson, que casualmente había sido testigo inmediato del final trágico de Georges Marchant, hallado muerto en su coche en Kowloon, no lejos del embarcadero adonde llegaba el americano unos instantes más tarde para tomar el transbordador de Victoria, Johnson, pues, nada más llegar a la Villa Azul, había contado el suicidio del negociante, cuya conducta atribuía, como todo el mundo, a un exceso de honradez comercial, en un caso en el que sus socios habían mostrado muchos menos escrúpulos. Desdichadamente parece que su relato -tan brillante como fértil en emociones- impresionó vivamente a una joven rubia llamada Laureen, amiga de la señora de la casa, de la que incluso se la consideraba pupila, que precisamente acababa de prometerse con aquel desdichado joven. A partir de ese día, Laureen cambió completamente de vida y casi de carácter: de juiciosa, aplicada, discreta, que era antes, se arrojó, con una especie de pasión desesperada, a la búsqueda de lo peor, a los excesos más degradantes. Así se hizo pensionista de una casa de lujo cuya directora no es otra que Lady Ava. Y es esta última quien, mostrándole a Sir Ralph en el álbum las chicas disponibles, comenta con esta anécdota sombría el retrato en que su última adquisición aparece con el tradicional corsé negro y las medias de malla, sin nada más debajo ni encima.
Sir Ralph examina con atención la imagen que le presentan. Juzga interesante la oferta, aunque el precio le parece elevado. Tras una información íntima complementaria, seguida de un largo momento de reflexión, declara que se queda con ella a prueba. Lady Ava le contesta que, por su parte, estaba segura de esta aceptación, y que no se arrepentirá. La presentación deberá efectuarse durante la fiesta de esta misma noche, cuyo desarrollo ha sido objeto de varias relaciones detalladas. Es el mismo Ralph Johnson cuyas idas y venidas demasiado frecuentes entre Hong Kong y Cantón habían acabado llamando la atención a las autoridades políticas de la concesión inglesa. Por eso casi siempre era seguido por agentes de paisano, espías de tercera clase descontentos de su sueldo, que anotaban sin convicción algunos de sus desplazamientos con el único objeto de llenar fichas, hechas más para dar testimonio de su propia actividad diaria que para informar de modo exhaustivo de las del sospechoso sometido a su vigilancia. La mayor parte de estos empleados contratados por los servicios secretos británicos trabajaban clandestinamente para organizaciones particulares, a las que no servían con más celo o inteligencia, pero cuyas lamentables investigaciones ocupaban, con todo, gran parte de su tiempo. Además, los menos obtusos habían sido comprados secretamente por los múltiples emisarios enviados desde Formosa o la China roja, en cuyo número había que incluir sin duda al propio Johnson; de modo que en la descripción de su velada -llevada acabo por dichos observadores- no constaba ninguna visita a la Villa Azuclass="underline" simplemente había regresado al hotel Victoria para cenar y no había vuelto a salir. Fue el portero de noche el que suministró la información, mediante una cuantiosa propina.