Johnson ocupa en este hotel -antaño lujoso pero pasado de moda desde hace tiempo- una suite que comprende vestíbulo, salón, dormitorio, terraza y cuarto de baño. Regresó a las siete y cuarto, comprobó que se había efectuado, con la torpeza de costumbre, el registro semanal de sus papeles en los cajones del escritorio y del archivo, y fue a ducharse. Después leyó la correspondencia. Las cartas llegadas de Macao por la tarde no contenían nada destacable. De todos modos, Johnson sabía muy bien que ningún asunto de importancia podía tratarse por correo, ya que los agentes de información abrían su correspondencia antes de que se la entregaran. Acaba de vestirse (con un traje ligero de popelín blanco), mientras va poniendo notas en las pruebas de un anuncio publicitario que ha de devolver una vez corregido. El fastidio de tener que ponerse una camisa de seda y el smoking demasiado pesado, con ese calor, le hace renunciar a la fiesta en casa de Lady Bergmann; vuelve a leer la invitación, en la que figura impresa la indicación «cóctel, baile», y las palabras «representación teatral a las once» añadidas a mano (sólo para una parte de los invitados); la rompe por la mitad y la echa luego al cesto de los papeles. Telefoneará mañana para disculpar su ausencia con una jaqueca. Mientras cena carne insípida y verduras hervidas en el gran comedor casi vacío, hojea el Hong-Kong Evening. En él ve casualmente el entrefilete con la noticia del fallecimiento de Edouard Manneret.
El artículo es muy breve, del tipo: «Nos comunican a última hora el fallecimiento de…, etc.» No dice nada sobre la naturaleza exacta de este presunto accidente; y, por supuesto, no hay ninguna alusión a Kito. No obstante, hay que hablar de nuevo de las relaciones de Johnson con la japonesita. El americano la ha utilizado muy poco para sus placeres personales, ya que -como queda dicho- sus sentidos hallaban plena satisfacción en otra: la muchacha servía sólo de complemento, de personaje secundario, en algunas composiciones en las que Laureen conservaba siempre el papel principal -si no el más suave-. Era la época en que Kito estaba de pensionista en la villa; y si Johnson la sacó más tarde, fue con una intención muy distinta, para someterla a los experimentos de magia en los que cifraba su fortuna futura, que veía ya enorme. (Sus ganancias actuales, procedentes de negocios bien asentados en Macao y Cantón, eran de dimensiones más modestas.) Conviene precisar aquí que los cultivos de plantas tóxicas, que había desarrollado desde hacía poco en la zona de la frontera, comprendían otras muchas especies además de la adormidera, el cáñamo y la eritroxila: prácticamente Johnson vendía en todos los barrios chinos del mundo, desde el océano Indico hasta San Francisco, todo tipo de remedios, venenos, elixires de juventud, filtros de amor, afrodisíacos, cuyos efectos -descritos con términos seductores en prospectos ilustrados o en los anuncios de las revistas para clientela particular- no eran atribuibles sólo a la fantasía del vendedor. Su última idea, que acabaría con la fama de los celebérrimos «bálsamos del Tigre», era un preparado que procedía en parte de la ciencia de las plantas, en parte de la magia, y cuya receta había encontrado en una edición reciente de un libro religioso de la época Cheu. Pero Johnson no era ni brujo, ni farmacéutico, ni botánico. Tenía únicamente dotes indiscutibles para el comercio, que ejercía a menudo a costa de sus socios: por ejemplo, se había juntado, con el nombre de una de las muchas sociedades que fundaba continuamente, con un joven holandés de buena familia, llamado Marchant, que había acabado suicidándose por motivos oscuros, pero indudablemente relacionadas con sus empresas comunes, que nunca habían causado a Johnson el menor problema. El hombre que necesitaba esta vez, para acabar de elaborar y experimentar el brebaje, a un tiempo médico, químico y vagamente hechicero, era el famoso Edouard Manneret, que además poseía -según se rumoreaba- una fortuna inmensa y probablemente no ponía ninguna intención lucrativa en el ejercicio de sus facultades. En cambio, estaba aquejado de vampirismo y necrofilia, de modo que la muerte de Kito, sobre la que el nuevo producto demostraba su eficacia por el dominio absoluto que daba al beneficiario, hubo de incluirse muy pronto en las pérdidas y ganancias de la sociedad.
La policía no se preocupa por la desaparición de una prostituta, aunque sea una menor; y menos aún teniendo en cuenta que la japonesita, llegada clandestinamente de Nagasaki en un junco de contrabandistas, no figuraba en ninguna lista del registro civil o de inmigración. Su cuerpo exangüe, que sólo presentaba una diminuta herida en la base del cuello, encima mismo de la clavícula, se vendió para ser servido con diferentes salsas en un afamado restaurante de Aberdeen. La cocina china tiene la ventaja de hacer irreconocibles los trozos. Sin embargo, no cabe duda de que su origen fue revelado -con aportación de pruebas- a algunos clientes de ambos sexos de gustos depravados, a los que no importaba pagar el precio que fuera para consumir ese tipo de carne; preparada con especial esmero, se la servían en el transcurso de festines rituales cuya presentación, así como los excesos a que daban lugar semejantes reuniones, exigía un reservado particular alejado de los salones públicos. El hombre gordo y colorado se extiende con gustosa precisión en algunas de las aberraciones cometidas en tales circunstancias, para proseguir luego su relato. Manneret, que se había deshecho de forma tan ingeniosa de una abrumadora pieza de convicción, había cometido la torpeza de participar personalmente en una de aquellas ceremonias. Con la euforia del vino, hacia el final de la cena, un comensal (policía disfrazado que sólo pertenecía a la secta con la esperanza de obtener un provecho deshonesto) pudo oír de sus labios declaraciones que, aun siendo confusas, despertaron en el indiscreto el deseo de saber algo más. Una hábil investigación, efectuada entre el servicio y el vecindario del piso de Kowloon, le reveló que no se había engañado siguiendo aquella pista, una de cuyas bifurcaciones lo llevó después a la plantación de los Nuevos Territorios y al americano Ralph Johnson.
Cuando dispuso de datos suficientes sobre la muerte de Kito, quiso chantajear naturalmente a Manneret, ya que, por una parte, su responsabilidad en el crimen era la más directa y, por otra, poseía medios suficientes para pagar una cantidad elevada como precio de su impunidad. Más tarde le llegaría el turno a Johnson. Lo que ocurrió entonces ha permanecido confuso. Sin duda Manneret, por orgullo o despreocupación, se negó a pagar un silencio que, por otra parte, no le aseguraba nadie. ¿O fingió aceptar, para tenderle una trampa al inoportuno y deshacerse de él de otra manera? El caso es que, en el momento en que éste se presenta en el domicilio del multimillonario, en ese edificio de lujo ultramoderno, con sus laberintos de espejos y sus tabiques móviles, Edouard Manneret manda abrirle la puerta y lo recibe personalmente en su despacho, invitándolo a sentarse y tratándolo con cordialidad, aunque hablándole de cosas indiferentes, como acostumbra hacer en casos semejantes. Pregunta a su visitante si lleva mucho tiempo en la colonia, si le gusta el país, si soporta el clima a pesar de la ruda profesión que debe ejercer, etc. Mientras va hablando, y sin que parezca preocuparle que el otro sólo le conteste con monosílabos (¿por incomodidad, irritación, recelo?), le sirve el aperitivo con sus propias manos, y hasta se disculpa por tener que darle la espalda unos segundos mientras se afana junto al pequeño mueble bar.
Un instante después están sentados uno frente a otro: el policía corrupto en una butaca de tubos de acero, con la copa de cristal, que contiene un líquido del color del jerez, a su lado (en la estrecha bandeja adosada al brazo de la butaca), y el propio Manneret en su balancín, en el que se mece sonriente mientras prosigue la conversación. En dos ocasiones, su poco locuaz interlocutor coge el pie tallado de la copa y la levanta para llevarse el brebaje a los labios; pero la vuelve a dejar, cada vez, en la bandeja, so pretexto de escuchar con más atención lo que le dice el dueño de la casa, de modo que este último decide callar; y observa entonces al policía como si quisiera hacerla sentirse incómodo, con la esperanza de que acabe bebiendo para salir de su inmovilidad. En efecto, el hombre repite el movimiento, interrumpido ya dos veces; pero, en el último momento su mirada tropieza, por encima de la perilla gris cortada con esmero y la delgada nariz aguileña, con los ojos demasiado brillantes, de párpados ligeramente fruncidos, que lo miran con lo que le parece una anormal tensión. ¿Se acuerda de pronto de los cultivos inquietantes de Johnson? ¿Descubre que el aperitivo de su anfitrión, del que ya ha bebido varios sorbos, no tiene exactamente el mismo aspecto que el suyo? Hace un movimiento brusco con la mano izquierda, el movimiento de quien quiere espantarse un mosquito (excusa absurda en esta casa climatizada, cuyas ventanas no pueden abrirse para que entren los insectos) y la copa que sostiene con la otra mano se le escapa y cae al suelo, donde se hace añicos… Los fragmentos que brillan en medio del líquido derramado, las salpicaduras proyectadas en todas las direcciones alrededor de un charco central en forma de estrella, el pie de la copa, casi intacto, que en lugar de la copa, ya no sostiene más que un triángulo de cristal curvado, agudo como un puñal, todo eso lo sabemos hace tiempo. Pero le pregunto a Lady Ava por qué, aquella noche, nada más llegar a casa de Manneret, el chantajista no expuso su intención de obtener enseguida un primer adelanto, estando las cosas como estaban.
– Seguro que diría a qué iba -responde Lady Ava-; el viejo debió de hacer como que no entendía la frase, la anegó en sus cuentos de ruda profesión, clima y bebidas. El otro prefirió no precipitar la conversación, seguro de poseer las mejores bazas y no creyendo perder nada con unos minutos de charla, que dejaban a su cliente tiempo para reflexionar.
– ¿Manneret no había tenido ya varios días para reflexionar?
– No -dice ella-, no es seguro. Su amable acogida quizá se debiera precisamente a que no sabía aún con certeza qué quería aquel personaje, al que había conocido durante una cena en Aberdeen y que se presentaba con un pretexto cualquiera: una operación inmobiliaria, por ejemplo.
– Manneret tenía sus oficinas para tratar estos asuntos. Hasta los cheques los firmaba ahora su apoderado. El sólo se encargaba personalmente de cuestiones muy importantes; y aún así, nunca lo hacía sin que pasaran antes por las manos de sus hombres de confianza, que las estudiaban en detalle y le sometían después el resultado de sus cálculos.