Lady Ava reflexiona sobre este aspecto del problema, que la coge un poco desprevenida, pues no ha habido aún ninguna alusión a las actividades profesionales de Manneret. Pero reacciona rápidamente:
– Pues bien, el pretexto podía tener un carácter más íntimo: con él nunca faltaban asuntos de este tipo.
– ¿O sea un asunto íntimo pero sin relación con la muerte de Kito?
– Eso es: ofrecía niñas, o heroína, o lo que fuera.
– Sin embargo, si no hubiera tenido buenos motivos para creerse en peligro, no habría intentado envenenar a su visitante de buenas a primeras, o drogarlo, o algo por el estilo.
– ¿Quién le dice que lo hiciera?
– ¿Y ese detalle de darle la espalda mientras llenaba la copa con un líquido que no tenía exactamente el color del jerez de la botella?
– ¡Nada! Podía tratarse tan sólo de una figuración de policía culpable, o de su mala conciencia. Esa gente es desconfiada por principio. Y, en cualquier caso, no arriesgaba nada deshaciéndose del brebaje en cuestión, desde el momento que le parecía sospechoso.
– Bueno. Supongamos que las cosas son como usted dice: aparentemente el hombre viene a ofrecer droga, Manneret se hace el despistado, para tantear el terreno y ver si no estará en presencia de un agente provocador o un estafador. Bueno… ¿Qué significaba la frase sobre la «ruda profesión» de su visitante?
– No sé… Quizá el otro había empezado diciendo que era policía, para inspirar confianza.
– Supongámoslo. Después el policía explica el objeto real de su visita y pide dinero. ¿Dice una cantidad?
– No. Primero ha de limitarse a algunas alusiones: ¿no cree, querido señor, que tendría interés en que no se sepa cómo…? ¿Ve usted?
– Muy bien. Y Manneret no se da por aludido, bebe su jerez a pequeños sorbos, meciéndose, y sigue hablando de cosas sin interés. Hasta puede que no haya entendido lo que le pedían, si las insinuaciones eran demasiado confusas. El otro no tiene prisa: piensa que hay tiempo de sobra y que al final ganará la partida… Entonces, ¿por qué mató a Manneret a los pocos minutos?
– Sí -dice Lady Ava-, es lo que no se entiende.
– La segunda cuestión es la de la forma exacta de la copa: no se sirve jerez en una copa de champán. Y, por otra parte, el fragmento agudo de cristal que prolonga el pie, y puede servir de puñal, no coincide con una curva muy amplia.
– Evidentemente. Debía de ser una copa más alta que ancha, y cónica más bien que con un fondo redondo: algo parecido a esas copas de champán estrechas y altas.
– Y seguro que el cristal no sería tan delgado como el de una copa de champán alta o baja, para poder utilizarse como arma, y mortal por añadidura.
– Pero en realidad no fue esta arma la que lo mató.
Se trata de un montaje destinado a camuflar el crimen en accidente. El asesino se sirvió de un estilete chino con hoja plegable untada con veneno que, una vez cerrado, se disimula fácilmente en cualquier bolsillo o hasta en el hueco de la mano. Fue después cuando dispuso el cuerpo sobre los fragmentos de la copa rota, como si la herida en la base del cuello se hubiera producido con la punta de cristal unida aún al pie: Manneret habría caído con una copa en la mano… Etc.
El asesino había añadido algunos elementos para completar el cuadro: una ampolla vacía que había contenido morfina, destinada a explicar la falta de equilibrio del potentado en el momento de su extraña caída, un tabique móvil de cristal medio cerrado -casi invisible- con cuyo borde habría tropezado y, por último, el despertador situado al otro lado de este cristal, en el escritorio, con la manecilla del timbre puesta a la hora exacta de la muerte… Sonó el despertador; para detener aquel ruido irritante, Manneret se levantó de su balancín, llevando la copa de jerez en la mano; con su precipitación y su torpeza de drogado, no vio que el tabique de cristal, que se interponía en mitad de su trayecto, le cerraba parcialmente el paso. Por un prurito estético más que por verosimilitud, el autor del montaje le quita además los zapatos al cadáver y vuelve a ponérselos al revés: el derecho en el pie izquierdo y el izquierdo en el pie derecho. Como último detalle, antes de abandonar el escenario, con la pluma y la tinta del difunto, en la hoja misma en que estaba escribiendo, detrás de las últimas palabras, que había trazado con mano vacilante -aproximadamente media línea al final de un largo párrafo interrumpido que llega hasta la mitad de la página: «viaje lejano, y no gratuito»-, termina imitando su grafismo inseguro: «pero necesario»; después dibuja un pez oval, con sus tres aletas, su cola triangular y su gran ojo redondo.
En este estado encuentra Kim las cosas, cuando entra en el piso, sin que haya tenido más que empujar la puerta, cuya cerradura no estaba cerrada, cosa que la ha extrañado. Se detiene en medio del vestíbulo, escuchando con atención. No se oye el menor ruido en toda la casa. Piensa que Manneret sigue en su mesa de trabajo, en el despacho. Se dirige hacia esa parte, sigilosamente, como suele. En la salita de fumar, separada del despacho por un tabique de cristal que se halla parcialmente cerrado, ve al viejo tendido cuan largo es en el suelo, boca abajo. Sólo la cabeza está vuelta de lado, la mano izquierda sostiene aún el pie de una copa rota que le ha atravesado la garganta en su caída. Alrededor hay fragmentos de cristal, jerez derramado y sangre, pero en poca cantidad. Kim se acerca con pasos menudos, silenciosos, como si temiera despertar al muerto, en cuyo rostro tiene fija la mirada. Al ver la fina herida y la punta de cristal que penetra en ella, no puede menos que llevarse la mano a su propio cuello, a ese punto en el que, justo sobre la clavícula izquierda, sus dedos tocan la pequeña cicatriz todavía tierna. Entonces se abre su boca progresivamente y empieza a lanzar alaridos, sin quitar la vista del cadáver, y esta vez su grito llena el piso entero, la casa entera, la calle entera…
Pero no es eso. Sigue siendo el mismo alarido mudo, que no logra salir de su garganta, mientras corre escaleras abajo, bajando los peldaños de dos en dos, de tres en tres. A su paso, se abren las puertas, se recortan en sus vanos figuras negras, a contraluz sobre el fondo intensamente alumbrado de los vestíbulos, lo que impide distinguir las caras. Sin embargo, por los trajes se adivina que son hombres, que surgen en cada rellano y se lanzan a su persecución. Habrán visto el cuerpo del viejo o la sangre que chorrea a través de los techos, y creen que es ella la que lo ha matado. Aumentan de piso en piso. Kim baja los peldaños de cuatro en cuatro, de cinco en seis, pero sus finos zapatos dorados no hacen ningún ruido en el revestimiento elástico del suelo, y los otros también, detrás de ella, corren sobre algodón, cada vez más aprisa… No obstante, parecen no dar alcance a la criminal que huye, pues, al volverse ésta para mirar hacia atrás, sólo ve la escalera vacía y silenciosa.
Después, sin que sepa cómo, hay alguien muy cerca de ella, bajando ya el último tramo que lleva al rellano en que acaba de detenerse. Por suerte este sitio está mal alumbrado. Kim retrocede lentamente hasta un rincón totalmente a oscuras. Su vestido negro la ayudará a pasar más inadvertida… Afortunadamente, ya que el personaje que se acerca va sin duda en su búsqueda; es un hombre de estatura alta, que lleva perilla, y va provisto de un bastón con contera de hierro. Vestido elegantemente con traje de corte severo, anda con paso firme y ágiclass="underline" el bastón sólo puede ser un atributo ornamental, o un arma ofensiva. Cuando llega frente a ella, Kim, en el primer momento, tiene la impresión de que es el viejo, pero enseguida se acuerda de que lo ha matado. Es tan sólo alguien de su misma edad y que se le parece. Mira a derecha e izquierda para descubrir dónde se esconde la culpable; sin embargo, pasa sin verla por delante de la criada acurrucada en un rincón de la pared, yerta de miedo y a punto de desmayarse de tanto contener la respiración. El hombre se aleja un poco, se apoya en la barandilla y se asoma por encima de ella, para examinar la parte inferior del hueco de la escalera. Segura de ser descubierta muy pronto, Kim se lleva a la boca, y lo introduce en ella, el papel doblado que lleva escrita la dirección comprometedora; lo empapa de saliva, lo mordisquea y lo desliza debajo de la lengua; lo va removiendo cuidadosamente para que se hinche y forme una bola muy escurridiza, que se transforma de golpe en una masa líquida, viscosa e insípida, que engulle con asco. Pero el ruido casi imperceptible de los labios en la hojita aún rígida, al principio de la operación, ha debido de llamar la atención al cazador, que se vuelve e inspecciona el rellano en todas direcciones. Después se dirige hacia una de las puertas, con paso sigiloso, y acerca la mejilla al panel de madera barnizada, para escuchar lo que ocurre dentro; probablemente no oye nada que le interese, ya que vuelve hacia los barrotes de hierro, equidistantes, paralelos y verticales, que sostienen la barandilla. Aplica también el oído, como con la esperanza de percibir reveladoras vibraciones del metal. Como, al parecer, no obtiene ningún resultado, empieza a bajar el tramo siguiente.
Pero al cabo de tres o cuatro peldaños, vuelve a detenerse y parece cambiar de idea: presa de algún escrúpulo, se dispone a subir de nuevo. Kim se da cuenta entonces de que la puerta que se halla cerca de su escondite no está del todo cerrada. La abre suavemente, sin hacerla chirriar, justo lo preciso para colarse dentro. Una vez cerrada de nuevo en la posición en que estaba antes, la oscuridad del lugar es total. Al instante, Kim se siente rozada por unas manos, dos grandes manos que avanzan a tientas y recorren en todos los sentidos la seda lisa y fina de su traje. Se muerde violentamente el labio inferior para no gritar, mientras las caricias se hacen más precisas, más insistentes. Fuera, el hombre ha vuelto al rellano: también él ha advertido la puerta mal cerrada. (¿Ha sido por los movimientos de Kim?) Lo oye rascar con las uñas, como si intentara descubrir algún sistema cuyo funcionamiento fuera a abrirle paso. Kim se apoya con más fuerza en la puerta, sin hacer ruido, a fin de bloquearla contra su marco y hacer creer al hombre que el cerrojo está echado. Pero la presión aumenta al mismo tiempo por el otro lado. La joven se apuntala y tensa todos los músculos de su cuerpo, mientras las dos grandes manos siguen explorando sus axilas, sus pechos, su cintura, sus caderas, su vientre, sus muslos. Kim se aprieta pegándose con todo su peso, con todas sus fuerzas, de tal forma que el pestillo biselado acaba funcionando solo, penetrando en el cerradero en el que produce un ruido seco, como un disparo, que resuena en toda la casa.