Выбрать главу

Al mismo tiempo se enciende la luz. En el vestíbulo, Edouard Manneret sale a su encuentro. Ha sido él quien ha accionado el interruptor. La joven eurasiática recobra el aliento.

– He encontrado la puerta entornada… -dice-. He entrado.

El viejo sigue mostrando su misma sonrisa y sus ojos demasiado brillantes. Dice:

– Ha hecho muy bien. Está en su casa… La estaba esperando.

Después, tras una pausa durante la que la observa con una insistencia molesta, pregunta:

– ¿Ha corrido…? ¿No ha tomado el ascensor?

Kim responde que no, que ha andado aprisa únicamente, y que ha subido a pie por el perro. Y como el viejo le pregunta dónde está el perro, explica que lo ha dejado, como de costumbre, atado con su trenza de cuero a una anilla, en el vestíbulo. Sabemos que el perro se soltará solo, al sentir que su dueña está en peligro, etc.

Si Manneret acaba de ser asesinado, esta escena ocurre antes, sin duda alguna. Y ahora es el señor Chang, el intermediario, el que sale al encuentro de Kim, en el cuartito en el que ella acaba de entrar. (Aún resuena en sus oídos el golpe seco del pestillo, cuando ha cerrado la puerta.) El señor Chang sigue mostrando su sonrisa, tan habitual en Extremo Oriente, donde probablemente no es más que una muestra de cortesía, Le pregunta si ha corrido. Muda como de costumbre, hace un breve movimiento con la cabeza para decir que no. El señor Chang no le pregunta nada sobre el perro. Es el día en que el intermediario entrega el sobre de papel grueso y pardo, repleto con cuarenta y ocho bolsitas de droga. Vuelve a bajar enseguida y se encuentra en medio de Queens Road, con la confusión ruidosa y soleada de las jinrikishas, los pijamas de lustrosa tela negra, los vendedores de pescado y especias, los porteadores con los hombros encorvados bajo la larga vara tradicional, de cuyos extremos penden las cestas de junco. Cuando Kim regresa a casa, la vieja lady, sola en su habitación, no advierte que el traje de seda blanca está todo ajado, arrugado, cubierto de manchas grisáceas que recorren largas zonas donde el brillo de la tela ha desaparecido por completo. La hermosa criada sólo recibirá un castigo por haber dejado entrar al perro negro en un edificio climatizado.

En efecto, la joven se ha visto obligada a confesar su falta. Para no decir que se ha contentado con atar al precioso animal de una anilla, en cualquier parte, prefiere aún la versión -que le parece menos peligrosa- del barrendero que se hallaba al pie de la escalera: le ha confiado el perro, pero él ha dejado escapar el extremo de la trenza de cuero, por indolencia, y el animal se ha precipitado en busca de su dueña, arrastrando la correa que vuela por detrás y azota los peldaños de madera. El empleado municipal del sombrero chino acerca entonces su brazo, que ya no aguanta nada, al palo de la escoba. Una vaga sonrisa flota en su boca y sus ojos. No le queda más remedio que ponerse a barrer otra vez. Al extremo del haz de paja de arroz, curvado por el uso, aparece un nuevo ejemplar del mismo tebeo; por lo menos es el duodécimo que recoge desde que ha empezado el trabajo. (¿Cuándo?) Seguramente es el de la semana pasada. Aunque ha agotado ya todo su contenido, puesto que no sabe leer y ha de contentarse con las imágenes, se agacha irresistiblemente, para recoger también éste. Y, una vez más, contempla la fiesta mundana que se desarrolla en el inmenso salón recargado de espejos, dorados y estucos.

Bajo las arañas centelleantes hay mujeres jóvenes con trajes de noche muy escotados que bailan del brazo de sus parejas vestidas con smokings oscuros o spencers blancos. Ante el buffet repleto de vajilla de plata, un hombre gordo y colorado habla, levantando la cara, con un americano mucho más alto que él, que ha de agacharse para escuchar lo que el otro cuenta. Un poco más lejos, inclinada hasta el suelo de mármol, Laureen entrecruza las tiras doradas de su zapato alrededor del tobillo y la garganta del pie. A un lado, junto a una ventana con pesadas cortinas corridas, Lady Ava sigue sentada en su sofá sin color; su mirar cansado vaga por las paredes, cuyos diversos paneles están adornados con cuadros, de dimensiones diversas, que la representan sólo a ella, joven, de cuerpo entero, de pie y apoyándose con mano ligera en el respaldo de un sillón, o sentada, tendida, a caballo, tocando el piano, o únicamente la cabeza y el busto, ampliados en proporciones gigantescas. Lleva boas, velos, grandes sombreros con plumas; en otros aparece desnuda, peinada con bandós o con tirabuzones que caen en la curva de los hombros sobre la carne blanca. Hay además unas estatuas en sus hornacinas, entre columnas de pórfido rojo o verde, que también la representan en posturas convulsas, haciendo con sus brazos torneados grandes ademanes indecisos y volviendo a un lado, o hacia el cielo, su rostro inspirado. Amplias telas vaporosas flotan alrededor de su cuerpo, echarpes de muselina, colas de tul, velos de bronce y piedra. Paso ante todo ello sin pararme: he tenido mil ocasiones de contemplar detenidamente esas esculturas, esos lienzos, esos pasteles, de los que conozco hasta las firmas, casi todas de nombres famosos: Edouard Manneret, R. Jonestone, G. Marchand, etc. La espaciosa estancia me resulta aún más impresionante gracias a la ausencia de todo personaje vivo, estando como estoy acostumbrado a verla llena de gente, de agitación, de ruido; esta noche hay sólo una innombrable mujer muda e inmóvil, inaccesible, que multiplica sus poses estudiadas, grandilocuentes, exageradamente dramáticas, y que me rodea por todas partes, Eve, Eva, Eva Bergmann, Lady Ava, Lady Ava, Lady Ava.

Después del gran salón, cruzo otras salas desiertas. Se diría que hasta los mismos criados han desaparecido; y subo la escalera de honor hasta la habitación donde se encuentra la señora de la casa. Está acostada en su cama de columnas, acompañada tan sólo por una de sus criadas eurasiáticas, de pie junto a ella, que sale sigilosamente al entrar yo. Le pregunto a Eva cómo la ha encontrado el doctor, cuánto tiempo ha dormido, si se siente mejor esta noche… Me contesta con una sonrisa lejana de sus labios grises. Luego desvía la mirada. Permanecemos así mucho tiempo, sin decir nada más, ella mirando el techo y yo de pie a la cabecera de su cama, sin poder apartar los ojos de su cara enflaquecida, las arrugas que la surcan, su pelo encanecido. Al cabo de un rato -un largo rato sin duda- rompe a hablar, diciendo que nació en Bellevilie, cerca de la iglesia, que no se llama ni Ava ni Eva, sino Jacqueline, que no ha estado casada con ningún lord inglés, que nunca ha ido a China; el burdel de lujo, en Hong Kong, es sólo una historia que le han contado. Además se pregunta ahora si no fue más bien en Shanghai, un gigantesco palacio barroco con salas de juego, prostitutas de todo tipo, restaurantes finos, teatros con espectáculos eróticos y fumaderos de opio. Se llamaba «Le Grand Monde»… o algo por el estilo… Tiene un semblante tan vacío, una mirada tan ausente, que me pregunto si no ha perdido el sentido, si no está ya delirando. Ha vuelto la cabeza hacia donde estoy yo, y de pronto parece verme por primera vez; fija en mí unos ojos reprobadores; su rostro es ahora severo, se diría que me descubre con horror, o con incredulidad, o asombro, o como un objeto de escándalo. Pero sus pupilas empiezan a girar insensiblemente, para ir a fijarse otra vez en el techo. También le han contado que allá la carne era tan escasa y los niños tan numerosos que se comían a las niñas pequeñas que no encontraban pronto un protector o un marido. Pero Lady Ava no cree que este detalle sea verídico.

– Todo eso son historias inventadas por los viajeros -dice-. ¿Quién sabe? -agrega tras una larga pausa, sin quitar los ojos de aquella superficie blanca, por encima de ella, cuyas manchas ha empezado a examinar otra vez. Después me pregunta si ya es de noche. Le contesto que hace mucho rato que es de noche. Iba a añadir que anochece temprano en estas latitudes, pero me abstengo de hacerla. Al alzar la cara, advierto a mi vez las manchas rojizas de contornos complicados y precisos: islas, ríos, continentes, peces exóticos. Fue el loco que vive arriba el que, un día, en un ataque, derramó no se sabe qué en su suelo. Me parece hoy que la zona afectada se ha agrandado aún. Ahí viene Kim, cuyos pasos no se oyen nunca, acercándose ahora a la cama y llevando con precaución una copa de champán llena hasta el borde de alguna medicina de color dorado, que de lejos se parece al jerez.

Y durante este tiempo, Johnson sigue corriendo tras el dinero que no logra encontrar, de un extremo a otro de Victoria: Wales Road, Des-Voeux Road, Queens Road, Queen Street, Lucky Street, calle de los Plateros, calle de los Sastres, calle Edouard Manneret… Así, en plena noche, tropieza a veces con puertas cerradas, verjas con candados, cadenas echadas. Y aunque estuvieran abiertos los bancos, ¿cuál de ellos aceptaría las letras que ofrece? Y sin embargo, antes de que amanezca, ha de encontrar algo o alguien que lo saque de apuros; Laureen no le ha dado otro plazo, y, de todos modos, no sería prudente quedarse ni un día más en la concesión inglesa, esperando que la policía fuera a detenerlo de verdad. En el desembarcadero del ferry, al llegar de Kowloon, hay una sola jinrikisha esperando, lo cual es mucho, teniendo en cuenta la hora. Johnson no quiere hacerse preguntas sobre esta suerte inesperada ni sobre la amabilidad del conductor, que parece dispuesto a llevarlo donde quiera durante el resto de la noche, y que lo espera pacientemente donde él se para, al menos cuando consigue entrar en algún sitio, como es ahora el caso en casa de este intermediario chino en la que ha visto luz; ni siquiera tiene que llamar mucho rato, con los puños, en la madera del postigo que cierra el despacho contiguo a la calle: se oyen pasos precipitados, en una escalera, y una mujer vieja vestida de negro, a la europea, le abre la puerta de par en par. Le dice, no obstante, que él mismo habría podido abrirla, ya que estaba descorrido el cerrojo en previsión de su venida. Lo coge de las solapas del smoking para hacerla subir más rápido al primer piso (por una escalera recta, estrecha y empinada), abrumándolo con lamentos en tono penetrante, en una mezcla de inglés elemental y un dialecto del norte del que entiende muy poca cosa, salvo que se refiere a la salud de su esposo, de modo que acaba por entender que lo confunde con el médico, en cuya busca ha mandado a un niño del vecindario. Sin sacarla de su engaño, esperando aún que el enfermo pueda hacer algo por él, Johnson le sigue hasta una habitación del primer piso, de dimensiones bastante amplias, ocupadas por algunas piezas de un mobiliario de tipo francés de los años veinticinco, colocado regularmente a lo largo de las paredes y que parece haber sido ideado para una buhardilla minúscula, de modo que quedan espacios considerables entre los muebles. El hombre está echado boca arriba, con los brazos y las piernas extendidos, de través sobre la sábana húmeda y arrugada de una cama de madera barnizada, cuya superficie ocupa por completo, aunque también él es de estatura menuda. A causa del calor, contra el que nada puede un diminuto ventilador eléctrico puesto sobre una silla de rejilla, sólo lleva una especie de calzoncillos de algodón blanco que le bajan hasta las rodillas. Su cuerpo flaco y su cara arrugada tienen el mismo color verdeamarillento que el papel pintado de las paredes.