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Johnson pregunta a la mujer qué enfermedad tiene su marido. Como ella lo mira asombrada, se acuerda de repente de que es el médico y precisa al instante:

– Quiero decir qué le duele.

Pero la vieja lo ignora igualmente. Debe empezar a preguntarse por qué no lleva ni maletín ni estetoscopio, si está acostumbrada a la medicina occidental. O quizá hasta ahora sólo ha conocido las prácticas chinas, y si esta vez ha mandado llamar a un médico inglés ha sido como último recurso; en este caso no puede extrañarse de nada, ni siquiera de verlo en traje de etiqueta. Johnson se dice también que el verdadero médico no tardará en interrumpir la comedia y que, antes de que llegue, ha de darse prisa en entablar alguna negociación con el intermediario, si es que está aún en condiciones de hablar de préstamos y garantías. Desde que el americano ha entrado en el cuarto, el hombre no ha hecho ni un movimiento, ni tan sólo ha parpadeado, aunque tiene los ojos tan abiertos como pueden estarlo los de un chino; sus costillas descarnadas tampoco parecen moverse al ritmo de la menor respiración; y cuando le pregunta qué tipo de dolor siente, da la impresión de no haber oído siquiera. Quizá esté ya muerto.

– Mire -empieza a decir Johnson-, necesitaría dinero, mucho dinero…

Pero la vieja vuelve a prorrumpir en gritos, escandalizada esta vez, ante un facultativo que no duda en exigir sus honorarios antes de empezar la visita, como si temiera que no se los pagasen después. Johnson trata de explicarle su situación, pero ella no le hace caso, corre hacia un armario pequeño y vuelve con un fajo de billetes de diez dólares que trata de hacerle coger. El americano acaba tomando algunos en sus manos y los deja sobre la mesilla de noche, sin atreverse ya a insistir en su demanda, sin duda inútil. Por otra parte es absurdo pensar que este modesto prestamista, aun gozando de buena salud y con la mejor voluntad, dispusiera de la cantidad enorme que precisa. Abandonando de súbito la partida, baja precipitadamente la escalera, perseguido por las imprecaciones de la vieja.

La escena siguiente se desarrolla en el muelle nocturno de un puerto pesquero, sin duda Aberdeen, aunque el trayecto para llegar hasta él resulta muy largo en jinrikisha. El decorado sólo se ve de modo parcial, debido al alumbrado escaso de unos pocos faroles, cada uno de los cuales sólo difunde su luz sobre los objetos situados en su proximidad inmediata, de modo que no se distingue un todo, sino tan sólo fragmentos aislados: un bolardo de hierro colado del que sale una gruesa amarra tensa, otros cabos enroscados sobre sí mismos y formando una especie de collar flojo sobre los adoquines húmedos, la mitad de una adolescente andrajosa que duerme directamente en el suelo apoyada en un gran cesto vacío de mimbre trenzado, dos gruesas argollas empotradas a un metro aproximado de distancia y a la misma altura en una pared vertical de sillares, con una cadena que las une formando una curva suave y que cuelga libremente a cada lado, cajas de madera apiladas y grandes peces metálicos de cuerpo fusiforme bien ordenados en la de encima, agua que ondea con reflejos plateados entre sampanes y botes entrecruzados en todos los sentidos, el camino de tablones que forma codos de uno a otro, subiendo y bajando, y que lleva desde la orilla hasta un junco amarrado algo más lejos. Una fila de coolies, cada uno con un grueso saco de yute de formas abultadas sobre los hombros, avanza a lo largo de esas pasarelas inestables, que se hunden bajo los pies descalzos y oscilan de modo inquietante, sin hacer caer al agua negra o dentro de las embarcaciones a ninguno de los cargadores, que se suceden a intervalos de cuatro o cinco pasos. Como no pueden cruzarse en la estrecha pasarela, regresan todos juntos de vacío, seis hombres bajitos en fila india que hacen bailar cada vez más la madera flexible; y vuelven por una nueva carga a una zona oscura donde estará aparcado algún camión, un carro de mano o una carreta tirada por búfalos. Un hombre de más edad, de larga barba rala, vestido con una guerrera de algodón azul y tocado con un gorro, vigila su paso y apunta el número de sacos transportados en un cuaderno mucho más largo que ancho. Es a él a quien se dirige Johnson preguntándole en cantonés si el junco que va a zarpar es el del señor Chang. El hombre no contesta; continúa observando con la mirada el movimiento de los estibadores en calzoncillos que pro siguen su maniobra. Tomando su silencio por asentimiento, Johnson pregunta la hora de salida y el destino exacto de la embarcación. No obteniendo tampoco respuesta, añade que él es el americano a quien han de subir a bordo y conducir a Macao.

– Pasaporte -dice el vigilante sin apartar la vista de la pasarela improvisada; y sólo le echa un vistazo rápido cuando Johnson, algo desconcertado por esta formalidad policial aplicada a una travesía clandestina, le tiende, a pesar de todo, el documento-. Salida esta mañana a las seis y cuarto -dice en portugués el sobrecargo, devolviéndole el pasaporte.

Mientras vuelve a guardárselo en el bolsillo interior derecho, Johnson se pregunta cómo se las arreglará el otro para reconocer a su pasajero, al que no ha intentado ver ni un momento. Pero a partir de ahora, en el silencio, ya no hay más que el agua que chapotea entre los sampanes, los pies descalzos que suenan cadenciosos en los adoquines o en la madera mojada, los tablones que vibran contra los cascos.

Después viene el fumadero de opio, descrito ya: un decorado desnudo y blanco formado por una sucesión de pequeños aposentos cúbicos, sin ningún mueble, totalmente encalados, incluso el suelo de tierra apisonada, en el que los clientes con pijamas negros están tumbados al azar, de cualquier modo, recostados en las paredes o en mitad de las estancias, que se comunican entre sí por aberturas rectangulares practicadas en las gruesas paredes, sin ningún tipo de puerta, y tan bajas que Johnson ha de agacharse para pasar. ¿Qué espera encontrar aquí? Los clientes no parecen estar en condiciones de proporcionarle la fortuna que desea, ni, a juzgar por su comportamiento, de discutir con él su cesión.

Después se ve a Johnson en un cruce de calles, probablemente en el centro de la ciudad, pues una farola proyecta sombras netas y negras de las cosas y las gentes. Está hablando con otro hombre, un europeo según todas las apariencias, vestido con un traje claro y un impermeable abierto con el cuello subido, tocado con un sombrero de fieltro con las alas inclinadas, que le señala, en la fachada lateral de un banco -cuyo nombre está escrito con grandes letras en el frontón de la fachada principaclass="underline" Bank of China- una escalerita de emergencia, para casos de incendio probablemente, que conduce a una ventana del primer piso desprovista de reja, a diferencia de todas las demás, tanto del mismo piso como de la planta baja. No hay ningún otro personaje en el campo visual, ni coche que circule por las inmediaciones o aparcado junto a una acera; ni siquiera se ve la jinrikisha. Sin duda el hombre del impermeable quiere explicar al americano alguna fechoría; pero este último, calculando las probabilidades de éxito de la empresa, hace una mueca de duda, de expectación o incluso de negativa, más visible aún en la imagen ampliada que sigue.

Esta cara pronto da paso a la vista general de un pequeño bar. (¿De modo que todavía hay bares abiertos a estas horas?) Dos clientes, sentados en altos taburetes, aparecen de espaldas, acodados uno junto a otro en la barra en la que hay dos copas de champán. Parecen conversar en voz baja. A la derecha, un camarero chino de chaqueta blanca, en una posición ligeramente elevada entre la barra y los anaqueles en los que se alinean las botellas en apretadas hileras, los mira por el rabillo del ojo, mientras tiende una mano hacia un aparato telefónico situado en una hornacina.

Después las imágenes se suceden muy aprisa: Johnson y Manneret en un decorado interior poco identificable (¿eran ya ellos los que hablaban en el bar, donde se habrían citado antes?), haciendo ahora grandes ademanes a los que es absolutamente imposible atribuir un significado. Después, Edouard Manneret en su balancín y el americano de pie frente a él, diciendo: «Si no acepta, ya verá lo que le pasa», y Kito, a la izquierda y en primer término, hablando consigo misma: «¡Ahora lo amenaza de muerte!» Luego, Johnson con Georges Marchat bebiendo champán en un jardín, cerca de un matorral de hibiscus en flor. Ahora, Johnson alejándose a grandes zancadas de un enorme Mercedes parado frente a un almacén cerrado del puerto de Kowloon (el nombre Kowloon Docks Company se lee en el cierre metálico) y volviendo la vista atrás mientras se da prisa en salir de allí. Johnson conversando con un hombre gordo delante de un buffet lleno de vajilla de plata, en medio del gentío de una fiesta mundana. Johnson mostrando su pasaporte a un teniente de la policía, en una callejuela empinada que acaba en escalera, no lejos de un pequeño coche militar descubierto, a cuyo volante va otro policía, mientras el teniente dice: «Un camarero lo vio con él; usted le proponía el asunto, y una prostituta japonesa oyó cómo lo…» Johnson en su cuarto de hotel advirtiendo que sus papeles han sido registrados otra vez, y decidiendo añadir para los policías del servicio de información, en su próximo registro, un documento falso que empieza a redactar en el acto imitando la letra de Marchat: «Querido Ralph: una simple notita para tranquilizarlo respecto a su asunto: desde ahora todo está arreglado, dispondrá a tiempo de la cantidad que necesita; por consiguiente es totalmente inútil que recurra a Manneret o que busque dinero por otro conducto.» Firmado: «Georges.» Y, debajo, en una postdata: «Sigue sin saberse a quién pertenece el laboratorio de fabricación de heroína que la policía ha descubierto. En mi opinión, debe de ser también de esos belgas que vienen del Congo y quieren comprar el hotel Victoria para transformarlo en casa de placeres. Espero que detengan a todos esos traficantes que manchan nuestra hermosa colonia.»