Después de guardar este papel entre las cartas que han llegado últimamente, dentro de una carpeta verde del primer cajón de la izquierda del escritorio, Sir Ralph entra en el cuarto de baño a tomar su ducha; luego se pone una camisa con pechera almidonada, se enfunda su smoking y anuda cuidadosamente en forma de pajarita una corbata de color rojo oscuro. Todavía le da tiempo a cenar fuera antes de acudir a la fiesta en casa de Lady Bergmann. En el vestíbulo del hotel, al darle su llave al portero, Sir Ralph le hace un guiño de connivencia; y sale por la puerta de atrás, la que da a un jardincito plantado de ravenalas, pues por ese lado es por el que tiene más posibilidades de encontrar un taxi. Hay uno libre, en efecto, aparcado al final de la acera; sube y dice que va al ferry. Como el calor es asfixiante en el asiento de atrás, baja los cristales de las dos ventanas: aunque el aire que entra de fuera no es mucho más fresco, su movimiento lo hace al menos soportable, y resulta así más cómodo mirar a los transeúntes que pasean por delante de los escaparates brillantemente iluminados, bajo las higueras gigantes.
Tan pronto sube al barco, observa a una joven con traje ceñido, abierto lateralmente hasta muy arriba, que lleva de una correa a un gran perro negro de orejas erguidas; recorre la cubierta con paso ágil y regular, bordeando el agua invisible en la noche, pero cuyo ruido de tela estrujada contra el flanco del navío se oye. Su cuerpo en movimiento bajo la seda fina le da un aire provocativo, a pesar de su actitud reservada. Cuando quiere frenar el paso del perro, que va delante de ella y tira demasiado de la trenza de cuero, muy tensa, la joven emite entre sus dientes un silbido casi imperceptible dé cobra, breve y seco. Varias veces, Sir Ralph, al cruzarse con ella en el puente, busca su mirada azul, que sostiene tranquilamente la suya. Pero, en definitiva, no le dirige la palabra, quizá por el perro y sus gruñidos ante la proximidad de extraños. En el desembarcadero de Victoria hay siempre muchos taxis; el americano elige uno de modelo reciente para ir hasta el pequeño puerto de Aberdeen, donde va a cenar a un restaurante de fama, que flota en medio de la bahía.
Hay poca gente esta noche en la gran sala rectangular, abierta en su centro por una piscina cuadrada donde se distingue, en el agua verde, una multitud de grandes peces azules, morados, rojos o amarillos. Una muchacha esbelta, con traje de seda ceñido, sin duda una eurasiática, que se parece a la pasajera del ferry, los pesca uno tras otro mediante una red de largo mango, que maneja con gracia y habilidad, para presentarlos vivos, retorciendo sus cuerpos presos en las mallas, al cliente sentado a su mesa, para que escoja el que desea comer. Al regresar a la costa en un sampán iluminado con guirnaldas de luces, conducido por una muchacha esbelta con traje ceñido, etc., de aspecto provocativo a la vez que reservado, etc., etc., que maneja con gracia y habilidad el largo remo veneciano, haciendo movimientos ondulados de torsión que agitan la seda fina y brillante sobre la piel… (¡ya basta ahí arriba!, las pisadas y el bastón con contera de hierro que golpea el suelo acompasadamente…), Sir Ralph observa, a la dudosa luz de los faroles del puerto, una fila de coolies que transportan sobre sus hombros doblados sacos repletos de alguna mercancia (¿clandestina?), hasta el gran junco -con todas las luces apagadas- unido al muelle por una larga pasarela de tablones que zigzaguea de un casco a otro por entre la flotilla de pequeñas embarcaciones fondeadas. Un tercer taxi lo lleva entonces a la Villa Azul, donde llega a las nueve y diez, como estaba previsto.
A poco de entrar en el gran salón, en el que ya están bailando unas cuantas parejas con aire forzado, se lo lleva aparte la señora de la casa. Tiene una noticia grave que comunicarle: Edouard Manneret acaba de ser asesinado por los comunistas, con el pretexto -evidentemente falso- de que era un agente doble al servicio de Formosa. Se trata en realidad de un ajuste de cuentas mucho más turbio, mucho más complejo. De todos modos, Johnson figura entre los sospechosos notorios, a los que la policía no puede menos de detener: si todavía no lo ha hecho, quizá se deba a una especie de cortesía diplomática con Pekín. Lady Ava le pregunta, pues, qué piensa hacer. Johnson contesta que esta misma noche abandonará Hong Kong, en un junco, para dirigirse a Macao o a Cantón.
La velada se desarrolla luego de una manera normal, para que no cunda la alarma, pero seguro que otras personas están alerta, pues se nota algo tenso en el ambiente: basta que una copa se rompa en el suelo para que todo el mundo se quede inmóvil, como con el temor de un acontecimiento cuya inminencia está fuera de duda. Sir Ralph permanece junto a un mirador, aguzando el oído en dirección a las espesas cortinas corridas, para espiar la eventual llegada de un coche. Georges Marchat no abandona el buffet, donde ha pedido seis copas de champán seguidas, que se ha bebido de un trago una tras otra. En el salan cito de música, Lauren, la prometida de Marchat, toca al piano para unos cuantos invitados silenciosos una composición moderna, llena de rupturas y pausas, subrayadas por ella con risas nerviosas, bruscas, sin duración, para señalar errores que sólo ella puede reconocer. Kito, la joven criada japonesa acaba de cortarse en un brazo -un poco más abajo del codo, en la cara interna- al recoger con demasiada precipitación los fragmentos de la copa rota; y permanece inmóvil, de rodillas en el suelo, contemplando con aire ausente el hilillo de sangre de un rojo vivo que corre imperceptiblemente por su piel mate y cae gota a gota, con largos intervalos, sobre el mármol sembrado de cristales centelleantes. A unos metros de distancia, un poco apartada detrás del sillón en cuyo respaldo se la ve apoyarse, con aire indiferente, para hacer algo, pero con la cabeza vuelta lateralmente hacia la escena que precede con una fijeza en la mirada que no permite ningún error, una bella eurasiática, que responde al nombre americano de Kim, contempla a la pequeña japonesita arrodillada, el brazo blanco manchado por una fina línea roja y las gotas de sangre que forman en el suelo una constelación de puntos dispersos concentrados alrededor de un eje, como las perforaciones de las balas en un blanco de tiro. Y poco a poco, sin que sus ojos se aparten del espectáculo de la criada herida, la mano derecha de Kim se separa del sillón, para subir hasta más arriba de su clavícula izquierda, en cuyo hueco lleva la marca de una discreta cicatriz de color rosa vivo: dos puntos oblongos situados muy cerca uno de otro y que nadie habría notado sin su gesto furtivo, pero cuya forma insólita, una vez que han llamado la atención, incita a preguntarse cómo se produjeron.
Totalmente alejada del resto de sus invitados, Lady Ava espera también, sentada en su sofá de terciopelo descolorido por el tiempo. De pie cerca de ella está Lucky, la hermana melliza de Kim, a la que se parece de un modo extraordinario, pero que lleva un traje de seda blanca, en vez de negra como convendría a su luto reciente. (¿No han perdido las dos a su padre?) Acaba de entregar a Lady Ava un sobre de papel pardo atestado de documentos, que ésta ha escondido inmediatamente.
Por todas partes, alrededor, se observan así movimientos bruscos o mecánicos, miradas de soslayo, ademanes que se petrifican, inmovilidades demasiado largas o forzadas, una amortiguación insólita de todos los ruidos, sobre los cuales resaltan a veces frases breves que suenan a falsas: «¿A qué hora empieza la función?», «¿Me concede el próximo baile?», «Tomará una copa de champán», etc. Y casi todo el mundo siente una especie de alivio cuando por fin aparecen los policías con uniformes ingleses. El silencio era además total desde hacía varios segundos, como si el momento exacto de su salida a escena hubiera sido conocido por todos desde hacía mucho tiempo. El guión se desarrolla luego de un modo mecánico, como si se tratara de una máquina bien engrasada, bien rodada, y a partir de ese momento cada cual conociera su papel con exactitud y pudiera representarlo sin equivocarse de un segundo, sin un fallo, sin el menor tropiezo capaz de sorprender a un compañero: los músicos de la orquesta -cuya pausa anunciaba ya el calderón- que abandonan a la vez sus instrumentos o los bajan con suavidad, el arco a lo largo del cuerpo, la flauta sobre el atril, el cornetín entre los muslos, los palillos cruzados sobre la piel del tambor, y Kito, la criada, que se levanta del suelo, la eurasiática que dirige la mirada hacia adelante, el hombre gordo y colorado que pone la copa vacía en la bandeja de plata que le tiende el camarero, el soldado que se aposta ante la gran puerta, el otro soldado que cruza el salón en línea recta por entre las parejas, que dejan de bailar, sin tener que desviarse lo más mínimo para no topar con ninguna, ya que va a vigilar la salida situada al otro extremo, y, por último, el teniente que se dirige sin vacilar hacia la ventana junto a la cual permanece Johnson para proceder a su detención.
Pero una cosa me inquieta ahora: el teniente, con su paso decidido, ¿no se dirigirá más bien hacia la señora de la casa? ¿No es más lógico detenerla antes a ella? En efecto, Lady Ava no ha ocultado, en una conversación con Kim -en un monólogo, para ser exactos, pues no hay que engañarse con las palabras, efectuado en presencia de esta última, como todos recordamos, mientras la anciana se prepara para acostarse-, no ha ocultado, decía, su intención deliberada de inducir a Johnson, por medio de las exigencias exorbitantes de Lauren -método al parecer clásico para este tipo de reclutamiento-, de inducir a Johnson a convertirse a su vez en agente secreto de Pekín, lo cual significaría que el compromiso de Lady Ava en este sentido era mucho más fuerte. Una solución al problema residiría quizá en la ignorancia de la policía inglesa, o en su fair-play diplomático, que prefiere atacar a la organización comunistoide conocida con los nombres de Hong Kong Libre o S.L.S. (South Liberation Soviet), cuyo papel es inexistente y sus reivindicaciones más bien contrarias a los intereses chinos (hasta el extremo de que muchos no ven en ella más que una fachada para ocultar algún tráfico de drogas o trata de blancas), a acabar brutalmente con la acción de los verdaderos espías.