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En la sala del teatrito se intercambian entonces algunos comentarios, en voz bastante baja y tono comedido. Cuando la actriz es nueva, como esta noche, goza evidentemente de una atención particular. Algunos espectadores cansados aprovechan, no obstante, para volver al tema que los preocupa: el movimiento de buques, los bancos comunistas, la vida que se lleva hoy día en Hong Kong. «En las tiendas de los anticuarios -dice el hombre gordo y colorado- siempre se encuentran objetos de esos del siglo pasado que la moral occidental juzga monstruosos.» Luego ha de describir, a título de ejemplo, uno de los objetos en cuestión, pero lo hace en voz muy baja, susurrante, mientras pega la boca al oído que tiende hacia él su interlocutor inclinándose. «Ni que decir tiene -añade un poco después- que ya no es como antes. Aunque, con paciencia, se pueden conseguir las señas de algunas casas de placer clandestinas, que son grandes como palacios y cuyas instalaciones especiales, los salones, los jardines, las cámaras secretas, dejan muy atrás nuestra imaginación de europeos.» y luego, sin relación aparente con lo anterior, se pone a contar la muerte de Edouard Manneret. «¡Ese sí que era un personaje!», añade a modo de conclusión. Se lleva a los labios la copa de champán, en la que no queda casi nada, y la vacía de un trago echando la cabeza hacia atrás, con un movimiento de amplitud excesiva. Y deja la copa en el mantel blanco arrugado cerca de una flor de hibiscus marchita, de color rojo sangre, uno de cuyos pétalos queda cogido bajo el disco de cristal que forma la base del pie.

Los dos hombres cruzan después el salón, donde los últimos invitados parecen haber sido olvidados en grupitos indecisos; y seguramente se separan casi al instante, ya que la escena que sigue muestra al más alto de los dos -a quien llaman Johnson o a menudo incluso «el americano», aunque es de nacionalidad inglesa y barón- de pie junto a uno de los anchos ventanales de cortinas corridas, conversando con aquella joven rubia cuyo nombre es Lauren, o Loraine, y unos momentos antes estaba en el sofá rojo al lado de Lady Ava. El diálogo entre ambos es rápido, algo distante, limitado a lo esencial. Sir Ralph (llamado «el americano») no puede evitar un esbozo de sonrisa casi despectiva, irónica en cualquier caso, mientras se inclina con rigidez ante la joven -diríase burlonamente- y le da breves indicaciones sobre lo que quiere de ella. Levantando sus grandes ojos, que hasta entonces mantenía obstinadamente bajos, la muchacha le presenta de pronto su rostro liso de mirada inmensa, aquiescente, rebelde, sumisa, vacía, sin expresión.

En la escena siguiente, están subiendo por la inmensa escalera de honor, ella de nuevo con los párpados bajos, la nuca inclinada, y sosteniendo con ambas manos, a cada lado, el borde inferior de su vestido blanco de falda muy ancha, que se sube ligeramente para impedir que roce en cada escalón la alfombra roja y negra, cuyas gruesas barras de cobre están fijadas en los extremos mediante dos sólidas anillas y rematadas a cada lado por una pequeña piña estilizada, él siguiéndola a poca distancia y vigilándola con la mirada, una mirada indiferente, apasionada, fría, que va desde los pies menudos, subidos en altos tacones de aguja, hasta la nuca curvada y los hombros desnudos, cuya carne resplandece con un brillo satinado cuando la joven pasa bajo los candelabros de bronce en forma de lingam de tres brazos que alumbran, uno tras otro, los tramos sucesivos de la escalera. En cada piso monta guardia un criado chino, petrificado en una actitud improbable, rebuscada, como las que se ven en las estatuillas de marfil de los anticuarios de Kowloon; un hombro demasiado subido, un codo hacia adelante, un brazo flexionado con los dedos vueltos hacia el pecho, o las piernas entrecruzadas, o el cuello torcido para mirar en una dirección que contradice el resto del cuerpo, todos tienen los mismos ojos oblicuos, casi entornados, clavados insistentemente en la pareja que se acerca; y, con un movimiento de autómata con un mecanismo de relojería bien graduado, cada uno de ellos, sucesivamente, hace girar su cara de cera muy despacio, de izquierda a derecha, para acompañar a los dos personajes que pasan sin volver la cabeza, prosiguiendo su ascensión regular hacia el rellano siguiente, entre los candelabros sucesivos y los hierros verticales que sostienen el pasamano, franqueando de peldaño en peldaño las barras horizontales que fijan en cada escalón la gruesa alfombra a franjas rojas y negras.

Después están en una habitación decorada en estilo vagamente oriental, apenas alumbrada por lámparas pequeñas cuyas pantallas difunden aquí y allá una luz rojiza, mientras la mayor parte de la estancia, de dimensiones bastante amplias queda en la penumbra. Así ocurre, por ejemplo, en la zona que se extiende cerca de la entrada, donde se ha detenido Sir Ralph tras cerrar la puerta y dar vuelta a la llave en la maciza cerradura de adornos barrocos. Adosado al recio panel de madera como si prohibiera su acceso, mira la habitación, la cama con columnas tapizada de raso negro y los diversos instrumentos refinados y bárbaros que la joven, de pie también, pero en una zona un poco más clara, inmóvil y con los ojos puestos en el suelo, se esfuerza por no ver.

El hombre gordo y colorado empieza sin duda entonces a describir uno de aquellos instrumentos, pero en voz muy baja y en el momento justo en que en el escenario se reanuda el espectáculo, tras esa pausa de unos segundos. La criada eurasiática da un paso adelante. Un «¡Anda!» imperioso, acompañado de un movimiento preciso del brazo izquierdo, dirigido hacia el vientre de la adolescente japonesa, le indica al perro el trozo de tela que ha de morder ahora. Y la luz se concentra de nuevo en el lugar señalado. A partir de ahora, en el silencio de la sala, ya no se oyen sino las breves órdenes silbantes de la criada, casi invisible, los sordos gruñidos del perro negro y, de vez en cuando, la respiración asustada de la víctima. Cuando ésta queda totalmente desnuda, pero con cierto retraso respecto a la ampliación de los proyectores, que tiene lugar instantáneamente, suenan discretos aplausos. La joven actriz ejecuta tres pasos de danza acercándose a las candilejas y saluda. Este número, tradicional en ciertas provincias de la China interior, ha sido como siempre muy bien recibido esta noche por los invitados ingleses o americanos de Lady Ava.

Entretanto la criada eurasiática (la que, salvo error, debe de llamarse Kim) se ha quedado en su sitio, sin moverse, lo mismo que el animal, mientras se van apagando las palmadas en la sala oscura. Diríase un maniquí de moda en un escaparate, que llevase atado de una correa a un gran perro disecado, con la boca entreabierta, las patas rígidas y las orejas erguidas. Sin que un solo rasgo de su semblante descubra la menor emoción, contempla a la muchacha desnuda, que ha vuelto a colocarse juma a la pared de piedra, esta vez de espaldas a la sala, con el cuerpo ligeramente arqueado, los brazos en alto y las manos en la cabellera negra, que levanta por encima de la nuca. De allí los ojos de la criada van bajando insensiblemente hasta un rasguño reciente, que marca la carne ambarina en lo alto del muslo izquierdo, por la cara interna, y donde asoma una gota de sangre, secándose ya. Y ahora anda en plena noche al pie de los altos edificios nuevos de Kowloon, ágil y rígida a un tiempo, libre y dominándose, avanzando tras el perro negro que tira un poco más de la trenza de cuero, sin volver la cabeza a derecha ni a izquierda, sin echar siquiera una rápida ojeada a los escaparates de modas de las tiendas: elegantes, o, al otro lado, a la jinrikisha rezagada que pasa por la calzada, con toda la rapidez de su conductor descalzo, paralela a la acera, tras los troncos de las higueras gigantes.

Los troncos de las higueras ocultan, a intervalos, la fina silueta fugitiva, cuyo traje ceñido de seda blanca brilla tenuemente en la oscuridad. Mi mano, apoyada en la almohadilla de hule que el calor húmedo vuelve pegajoso, tropieza de nuevo con el desgarrón triangular, por el que sale un mechón de crin húmedo. De pronto, sin motivo, cruza por mi mente un retazo de frase, algo así como: «…en el esplendor de las catacumbas, un crimen con ornamentos inútiles, barrocos…» Los pies descalzos del conductor seguían golpeando el asfalto liso con regularidad, mostrando alternativamente, una tras otra, las plantas sucias de polvo con un dibujo nítido y negro, como una suela muy escotada, en su borde interior y rematada por cinco dedos en abanico. Cogiéndome de los brazos del asiento, me asomé fuera de la jinrikisha para mirar atrás: la silueta blanca había desaparecido. Estoy casi seguro de que se trataba de Kim, que paseaba imperturbable a uno de los perros silenciosos de Lady Ava. Fue la última persona a quien vi aquella noche al volver de la Villa Azul.

Nada más cerrar la puerta de mi habitación, quise reconstruir punto por punto el desarrollo de la velada, desde el momento en que penetro en el jardín de la villa, en medio del chirriar agudo, fijo, ensordecedor, producido por los millones de insectos nocturnos que pueblan por todas partes la vegetación exuberante, cuyas ramas se inclinan sobre las avenidas, como saliendo al encuentro del paseante solitario, a quien hacen vacilar la oscuridad demasiado densa, las hojas en forma de manos, lanzas, corazones, las raíces aéreas en busca de un soporte donde agarrarse, las flores de perfume violento, dulzón, ligeramente podrido, alumbradas de pronto, a la vuelta de un bosquecillo, por el resplandor azul que difunden las paredes estucadas de la casa. Allí, en el centro de un lugar más despejado, un hombre de estatura alta en traje de etiqueta habla con una joven de vestido largo, blanco, ampliamente escotado, cuya falda ahuecada llega hasta el suelo. Desde un poco más cerca, reconozco sin dificultad a la nueva protegida de nuestra anfitriona, cuyo nombre es Lauren, en compañía de un tal Johnson, Ralph Johnson, llamado «Sir Ralph», ese americano recién llegado a la colonia.