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No se hablan. Están a cierta distancia uno de otro: dos metros aproximadamente. Johnson mira a la mujer que sigue mirando al suelo. La examina con calma, de abajo arriba, deteniéndose más en el inicio de los pechos, los hombros desnudos, el largo y grácil cuello que se curva un poco de lado, observando cada línea del cuerpo, cada superficie, con ese aire de indiferencia que seguramente le ha valido su apodo británico. Por último, con la misma sonrisa de siempre, dice: «Muy bien. Lo que usted quiera.»

Pero, tras una pausa y mientras el hombre se inclina ante ella en un saludo respetuoso, que sólo puede ser paródico, con el que parece despedirse, Lauren levanta de pronto la cabeza y tiende una mano hacia adelante, con el ademán incierto de quien quiere obtener un momento más de atención o pide un último plazo, o trata de interrumpir un acto irrevocable que se está cumpliendo ya, diciendo lentamente en voz muy baja: «No. No se vaya… Por favor… No se vaya aún.» Sir Ralph se inclina de nuevo, como si siempre hubiera sabido que las cosas ocurrirían así: espera esa frase, conoce de antemano cada una de sus sílabas, cada vacilación, las menores inflexiones de la voz, pero ya tarda demasiado en hacerse oír. Pero he aquí que las palabras esperadas brotan una a una de los labios de su compañera, que seguramente ha respetado el tiempo prescrito, a la vez que alza por fin los ojos. «… Por favor… No se vaya aún.» Y sólo entonces puede él abandonar el escenario.

Discretos aplausos en la sala acompañan su salida, previstos también en el desarrollo normal de la función. Se encienden las arañas mientras se cierra el telón ante la actriz sola en escena, vuelta de perfil hacia los bastidores por donde acaba de desaparecer el protagonista, petrificada, diríase, por su marcha, con el brazo aún medio extendido y los labios entreabiertos como si fuera a pronunciar las palabras decisivas que cambiarían el desenlace de la obra, o sea, a punto de ceder, de darse por vencida, de perder su honor, de triunfar al fin.

Pero el primer acto ha terminado y el pesado telón de terciopelo rojo cuyas dos partes se han unido, deja ahora a los espectadores enfrascados en las conversaciones particulares que se han reanudado enseguida. Tras unos rápidos comentarios sobre la nueva actriz -que figura en el programa con el nombre de Loraine B-, cada cual vuelve a tocar el tema que le preocupa. El hombre que ha estado en Hong Kong sigue hablando de las horribles esculturas que adornan el jardín del Tiger Balm: después del grupo titulado «El cebo», empieza a describir «El rapto de Azy», monolito de tres o cuatro metros de altura que representa a un orangután gigantesco que lleva en el hombro, sujeta con mano descuidada, a una bella joven de tamaño natural, casi enteramente desnuda, que forcejea sin esperanza, dada la insignificancia de sus dimensiones comparadas con las del monstruo; inclinada hacia atrás, boca arriba, se apoya con la cintura en el pelo pardo oscuro (la estatua está pintada con colores vivos, como todas las del parque) y sus largos cabellos rubios, despeinados, cuelgan por la espalda encorvada de la bestia. Justo al lado se alza el episodio final de las aventuras de Azy, reina infortunada de la mitología birmana cuyo cuerpo… El vecino del hombre gordo y colorado acaba perdiendo la paciencia -además unos espectadores de delante acaban de volverse por segunda vez para manifestar su descontento- y le pide que calle. El entendido en escultura oriental se decide entonces a mirar al escenario, donde prosigue la función. Se acerca el final del primer acto: la protagonista, que había mantenido la boca cerrada y los párpados entornados durante todo el discurso de su compañero (hasta la frase finaclass="underline" «Será lo que usted quiera… Esperaré el tiempo que haga falta… Y un día…»), levanta por fin la cara para decir con lentitud y vehemencia, mirando al hombre directamente a los ojos: «¡Nunca! ¡Nunca! ¡Nunca!» El brazo desnudo de la joven de vestido blanco esboza un ademán de desdén, o de adiós, con la mano levantada hasta la altura de la frente, el codo medio doblado, los cinco dedos extendidos y abiertos como si la palma se apoyara en una invisible pared de cristal.

Al acercarme unos metros más, por la tierra blanda que apaga el ruido de las pisadas, compruebo que el hombre, cuyas facciones me ocultaba parcialmente una rama baja, no es Johnson como había creído en un principio, engañado por la dudosa claridad que esparcen en torno las paredes de la casa, sino ese joven insignificante con el que suelen decir que está prometida Lauren (aunque, sin preocuparse de la gente, lo trata casi siempre con dureza y frialdad); el muchacho, por otra parte, debe de hallarse esta noche aquí por este único motivo, pues no es muy asiduo a las recepciones de Lady Ava. Bajo la impresión de una negativa tan categórica, que acaba de pronunciarse contra él con voz inapelable, parece a punto de desplomarse sobre sí mismo: las piernas se le doblan, se le curva la espalda, se le crispa en el pecho la mano izquierda, mientras la otra mano, extendida lateralmente hacia atrás, da la impresión de buscar a tientas algo en qué apoyarse, como si temiera perder el equilibrio con la violencia del golpe. Prosiguiendo mi ruta, encuentro no lejos de allí, en la misma avenida, a un hombre solo, sentado en un banco de piedra, inmóvil e inclinado hacia adelante, mirando el suelo a sus pies. El banco está situado en una zona particularmente oscura, bajo la frondosidad prominente de un bosquecillo, por lo que me es difícil identificar con certeza al personaje; pero, salvo error, debe de tratarse del recién llegado a quien llaman aquí familiarmente «el americano». Como parece absorto en sus pensamientos, paso de largo, sin dirigirle la palabra, sin volver la cara hacia él, sin verlo.

Llego casi inmediatamente a la zona de las estatuas monumentales realizadas por R. Jonestone en el siglo pasado, la mayoría de las cuales reproducen los episodios más famosos de la vida imaginaria de la princesa Azy: «Los perros», «La esclava», «La promesa», «La reina», «El rapto», «El cazador», «La ejecución». Conozco esas figuras desde hace tiempo y no me detengo a contemplarlas. Además, la oscuridad es demasiado densa, en toda esta parte del jardín, como para que pueda distinguirse algo entre las vagas siluetas que se yerguen aquí y allá bajo los árboles, algunas de las cuales pueden muy bien ser los primeros invitados de Lady Ava.

Subo las gradas de la escalinata al mismo tiempo que un grupo de tres personas que llegan de la verja de entrada del jardín, una mujer y dos hombres, uno de los cuales no es otro que ese Johnson a quien creí haber visto meditando aislado en un banco de piedra. De modo que no era él. Pensándolo bien, sólo podría tratarse del prometido de Lauren rumiando su fracaso, intentando reorganizar los diferentes elementos de su existencia, reducida ahora a polvo, modificar tal vez algún dato con objeto de llegar a un desenlace distinto, menos desfavorable, y hasta volver a examinar los puntos considerados antes más positivos, más sólidos, bajo la nueva luz de su repentina derrota, que proyecta también sobre ellos la duda y el descrédito. En el gran salón, Lady Ava está solícitamente rodeada, como es natural, por los invitados que, nada más llegar, se dirigen primero hacia ella para saludarla, como hago yo mismo. Nuestra anfitriona se muestra sonriente y relajada, pronunciando para cada uno una frase de bienvenida que lo ilusiona o lo encanta. Sin embargo, tan pronto como me ve, los deja a todos bruscamente, viene hacia mí apartando aquellos cuerpos importunos de los que ya ni siquiera distingue las caras, y me arrastra lejos de la multitud junto al vano de una ventana. Su semblante ha cambiado: duro, hermético, lejano. Todavía no me da tiempo a aventurar una palabra: «Lo que tengo que comunicarle es grave -dice-: Edouard Manneret ha muerto.»

Lo sé, por supuesto, pero no lo dejo translucir. Compongo mi actitud y mi fisonomía a imitación de las suyas y le pregunto brevemente cómo ha ocurrido la cosa. Habla deprisa, con una voz sin timbre que no le había oído nunca y en la que asoma la turbación y tal vez hasta la ansiedad. No, no ha podido aún saber nada sobre las circunstancias del drama: la acaba de telefonear un amigo que ignoraba igualmente dónde, cuándo y de qué modo había ocurrido aquello. Por lo demás, Lady Ava no puede prolongar más esta conversación, reclamada por todas partes por sus invitados. Se vuelve con movimiento vivo hacia una pareja de recién llegados y, relajada, sonriente, perfectamente dueña de sus facciones, los acoge con una frase cálida de bienvenida: «¡Han venido ustedes, queridos amigos! No estaba segura de que Georges pudiera regresar a tiempo…, etc.» Probablemente hay más personas, entre esta concurrencia alegre y despreocupada, que conocen también la noticia, incluso algunas para las cuales ningún detalle del asunto es un secreto. Pero éstas, como las demás, hablan en grupitos de cosas anodinas: de sus gatos o sus perros, sus criadas, sus hallazgos en las tiendas de antigüedades, sus viajes o los últimos chismorreas sobre los amores episódicos de los ausentes, o las llegadas y las salidas producidas en la colonia.

Los corros se forman y se disuelven al azar de los encuentros. Cuando vuelvo a hallarme en presencia de la señora de la casa, me dirige una sonrisa amistosa y natural para preguntarme si tengo algo que beber: «No, todavía no, pero voy a ocuparme de ello», le digo en tono satisfecho, sin segundas intenciones, y me acerco al buffet del gran salón. Esta noche, los que sirven las bebidas son camareros de chaqueta blanca, y no las jóvenes criadas eurasiáticas, como ocurre en las reuniones más íntimas. El mantel blanco inmaculado que cubre los caballetes, colgando hasta el suelo, está provisto de numerosas bandejas de plata, repletas de sandwiches variados en miniatura y pastelitos. Tres hombres, en animada conversación, beben a pequeños sorbos las copas de champán que acaba de servirles el camarero. Justo en el momento en que llego al alcance de sus voces (hablan bastante bajo), cojo algunas palabras de su diálogo: «… cometer un crimen de ornamentos inútiles, barrocos, y es un crimen necesario, no gratuito. Nadie más que él…» Por un momento me pregunto si estas palabras pueden tener alguna relación con la muerte de Manneret, pero, pensándolo bien, parece del todo improbable.