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Por otra parte, el que había pronunciado la frase se ha callado enseguida. Ni siquiera podría precisar con certeza de cuál de los tres hombres se trata, hasta tal punto se parecen en el traje, la estatura, el porte, la expresión. Ninguno de ellos dice nada más. Los tres saborean el champán a pequeños sorbos. Y, cuando reanudan la conversación, es para hacer algunas observaciones sin interés sobre la calidad de los vinos recientemente importados de Francia. Mientras se alejan, pido a mi vez una copa; el champán es en efecto muy seco, burbujeante, pero sin aroma. Otros dos invitados se acercan a beber. Aquí se sitúa la escena del camarero de chaqueta blanca que se agacha para recoger del suelo una ampolla inyectable y la deja a su lado al borde de la mesa.

La orquesta vuelve a tocar. La gente baila de nuevo. Hay muchas parejas que giran cadenciosamente. Hay muchas mujeres guapas, entre las cuales cuento, esta noche, por lo menos cinco o seis que figuran en el grupo de jóvenes protegidas de Lady Ava. Esta se halla precisamente con una chica a quien veo hoy por primera vez, que tiene hermosos cabellos de un rubio dorado, una boca agradable y una carne satinada, ampliamente ofrecida a la mirada por el escote de un vestido que deja los hombros desnudos, así como la espalda y el inicio de los pechos. De pie, cerca de un sofá rojo en el que está sentada su interlocutora de más edad, parece una alumna aplicada que atiende a las recomendaciones de su maestra. Un hombre de estatura alta, con smoking oscuro, se acerca hasta ellas y se inclina ante Lady Ava, que intercambia con él unas palabras lánguidas; después señala con la mano derecha a la joven, haciendo comentarios bastante largos sobre su persona, como lo indican los movimientos del brazo que desplaza a diferentes niveles, mientras el hombre contempla sin decir nada a la interesada, que baja los ojos con modestia. Obedeciendo una señal que acaban de dirigirle, la joven gira sobre sí misma, con un movimiento ágil de danzarina, pero con bastante lentitud para dar tiempo a que la vean por todos los lados; vuelta a su posición inicial, me parece (pero es difícil afirmarlo desde esta distancia) que su rostro se ha sonrojado ligeramente; y, en efecto, ladea un poco la cabeza, con lo que podría ser una expresión de incomodidad o de pudor. Lady Ava ha debido de pedirle en el acto que no sea esquiva, ya que vuelve sin tardanza la cara hacia adelante y hasta sube los párpados, mostrando entonces dos inmensos ojos agrandados por un estudiado maquillaje. Y he aquí que Sir Ralph le tiende la mano; será para invitarla a bailar, porque ahora se dirigen juntos hacia la pista. Cruzo esta parte del salón para acercarme a mi vez al sofá amarillo -o mejor dicho, a franjas amarilelas y rojas, como compruebo de más cerca-. Lady Ava sigue vuelta, de perfil, hacia donde acaba de alejarse la pareja. Tras un momento de espera, y como ella no se decide a interrumpir su vigilancia, pregunto: «¿Quién es?» Pero no me contesta enseguida y deja pasar un momento antes de mirar hacia mí, diciendo por fin, con un imperceptible fruncimiento de los ojos: «Esa es la cuestión.»

Empiezo con precaución: «¿No estará…» Pero callo; mi interlocutora da ahora la impresión de estar pensando en otra cosa y concederme una atención de simple cortesía. Ese fragmento de música que dura ya desde hace rato, o incluso desde el inicio de la velada, es una especie de cantinela con repeticiones cíclicas, en la que se reconocen siempre los mismos pasajes a intervalos regulares. «… en venta?», dice Lady Ava completando mi frase, y, contestando luego, aunque de modo muy evasivo:

– Creo que ya tengo algo para ella -dice.

– Mejor -digo yo-. ¿Interesante?

– Un habitual -dice Lady A va.

Me explica entonces que se trata de un americano llamado Johnson, y finjo enterarme ahora mismo por boca suya (aunque conozco esta historia desde hace tiempo), y no saber siquiera a ciencia cierta quién es el personaje en cuestión. Nuestra anfitriona se toma, pues, la molestia de describírmelo y contarme brevemente el asunto de los campos de adormideras blancas instalados en los límites de los Nuevos Territorios. Después vuelve otra vez la cara hacia la pista de baile, donde no se ven ya ni el hombre ni su pareja. Y añade como para sus adentros: «La chica estaba a punto de casarse con un buen muchacho, que no habría sabido qué hacer con ella.»

– ¿Y qué ha pasado? -pregunto.

– Que lo ha dejado -contesta Lady Ava.

Un poco más tarde, el mismo día, añade: «La verá esta noche en la obra, si asiste a la función. Se llama Lauren.»

Pero entretanto ha tenido lugar el episodio de la copa rota cuyos fragmentos de cristal cubren el suelo, y las parejas que han dejado de bailar y luego se han apartado poco a poco para formar un corro bastante irregular, contemplando sin decir nada, con espanto, con horror, como si fueran objeto de escándalo, los diminutos fragmentos cortantes a los que se adhiere la luz de las arañas con mil reflejos, azules y helados, centelleantes, y la criada eurasiática que cruza el corro sin ver nada, como una sonámbula, haciendo crujir los cristales en medio del silencio bajo las suelas de sus finos zapatos, cuyas tiras de piel dorada sujetan con tres cruces el pie desnudo y el tobillo.

Y las parejas prosiguen, como si nada pasara, las figuras complicadas del baile, ella bastante separada del caballero, que la dirige a distancia, sin necesidad de tocarla, la hace volverse, llevar el compás, mecer las caderas sin moverse, para, luego -volviéndose rápida-, mirar de nuevo hacia él, hacia aquellos ojos negros que la observan con intensidad, o que se pierden más allá, sin detenerse en ella, por encima de la cabellera rubia y los ojos verdes.

Después viene la escena del escaparate de modas, en una elegante tienda de la ciudad europea, en Kowloon. Con todo, no debe situarse inmediatamente aquí, donde resultaría poco comprensible, aun con la presencia de esa misma Kim, que se halla asimismo en el escenario del teatrito, donde la representación, que sigue, llega ahora a los pocos minutos anteriores al asesinato. El actor que hace el papel de Manneret está sentado en su sillón, ante su mesa de trabajo. Escribe. Escribe que la criada eurasiática cruza entonces el corro sin ver nada, haciendo crujir los cristales centelleantes bajo sus finos zapatos, en medio del silencio, con todas las miradas vueltas instantáneamente hacia ella, siguiéndola como fascinadas, mientras se dirige con su paso de sonámbula hacia Lauren y se detiene ante la joven asustada, y se queda mirándola sin indulgencia durante un rato largo, demasiado largo, insoportable, y dice al fin con voz clara, impersonal, que no admite ninguna esperanza de huida: «Venga. La esperan.»

Alrededor, el baile prosigue su curso normal, como si todo eso ocurriera al otro extremo del mundo, llevado siempre por un mismo ritmo lento pero irresistible, demasiado potente para que semejantes dramas, por muy violentos y repentinos que sean, puedan interrumpirlo aunque sólo sea un segundo o tan sólo modificar su compás. Y eso que los accidentes se multiplican por todas partes: una copa de cristal que se rompe contra el suelo, una muchacha que bruscamente se desmaya, una pequeña ampolla de morfina que cae del bolsillo superior de un smoking en el momento en que un invitado sacaba de él su pañuelo de seda para secarse las sienes húmedas, un largo grito de dolor que rasga el rumor mundano del salón, la muda entrada en escena de una de las criadas, uno de los perrazos negros que acaba de morder en la pierna a una joven que bailaba, un pañuelo de seda blanca manchado de sangre, un desconocido que de pronto se planta ante la señora de la casa y le tiende con el brazo alargado un voluminoso sobre de papel pardo que se diría repleto de arena, y Lady Ava que, sin perder la calma, coge el objeto con mano rápida, lo sopesa y lo hace desaparecer, exactamente igual que ha desaparecido al mismo tiempo el mensajero.

Fue en este preciso momento cuando la policía inglesa irrumpió en el gran salón de la Villa Azul, pero ya se ha descrito detalladamente este episodio: el silbato estridente y breve que para en seco a la orquesta y el guirigay de las conversaciones, los tacones claveteados de los dos soldados en short y camisa de manga corta que resuenan en las losas de mármol, en medio de la calma súbita, las parejas que se quedan paralizadas en mitad de una figura, el hombre con una mano tendida hacia adelante, en dirección a su compañera, medio vuelta aún, o ambos cara a cara, pero mirando a un lado diferente, uno a la derecha y el otro a la izquierda, como si en el mismo instante les hubieran llamado la atención unos hechos diametralmente opuestos, otras parejas, por el contrario, se quedan con la mirada mutuamente fija en sus zapatos, o con los cuerpos pegados uno a otro en un abrazo inmóvil, y después del registro minucioso de todos los invitados, la interminable anotación de sus nombres, señas, profesión, fecha de nacimiento, etc., hasta la frase final pronunciada por el teniente, que sigue a las palabras «… crimen necesario y no gratuito» y que concluye: «Nadie más podía tener interés en su desaparición.»

– Tomará una copa de champán -dice entonces Lady Ava en su tono más tranquilo.

A pocos metros detrás de ella, de pie junto al marco de una puerta, semejante a una criada con mucha clase que está pronta a responder a la primera llamada, cuerpo rígido y semblante de cera petrificado en esa especie de sonrisa impasible propia del Extremo Oriente, que en realidad no es una sonrisa, una de las jóvenes eurasiáticas (creo que es la que no se llama Kim) mira sin pestañear hacia su señora. Parece ignorar el incidente, y permanece, como de costumbre, atenta y ausente, acaso llena de ideas sombrías tras su mirada directa y franca, presente al menor signo, eficiente, impersonal, transparente, quizá perdida todo el día en sueños espléndidos y sangrientos. Pero, cuando mira algo o a alguien, se coloca siempre de frente y con los ojos bien abiertos; y, cuando anda, no vuelve la cabeza a derecha ni a izquierda, hacia el decorado con ornamentos barrocos que la rodea, hacia los invitados con quienes se cruza, aun conociendo a la mayor parte de ellos desde hace varios años, o varios meses, hacia los rostros de los transeúntes anónimos, hacia los pequeños comercios con sus abigarradas mesas de fruta o pescado, hacia los caracteres chinos de los anuncios y rótulos cuyo significado ella al menos debe de conocer. Y, cuando, al final de su trayecto, llega a la casa de la cita, ante aquella estrecha y empinada escalera sin pasamano que arranca justo a ras de la fachada, para hundirse directamente hacia unas profundidades sin luz, y que se parece a todas las otras entradas de la larga calle rectilínea, la criada da un brusco cuarto de vuelta a la izquierda y sube sin vacilación los peldaños incómodos, sin dejar adivinar siquiera la molestia causada por la falda ceñida de su traje; con pocos pasos ha desaparecido en la oscuridad total.