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– ¿Que estaba ahí, quiere decir?

El inspector hizo un gesto de anuencia.

– Estoy segura de que debía saberlo, aunque, como digo, no recuerdo que entrara alguna vez en ella.

Walsh anotó algo.

– Obtendremos más detalles sobre eso. Puede ser que sus hijos recuerden algo. ¿Vendrán este fin de semana, señora Maybury?

Phoebe sintió frío.

– Supongo que si no vienen, enviará a un policía a verlos.

– Es importante.

Se produjo un temblor en su voz.

– ¿Ah sí, inspector? Tiene mi palabra de que no había nadie allí dentro hace seis años. ¿Qué posible relación puede tener eso con la desaparición de David? -se quitó las gafas y se apretó los párpados con las yemas de los dedos-. No quiero que acosen a mis hijos. Ya sufrieron bastante cuando David desapareció. Tener que representar hasta el final todo el espantoso trauma por segunda vez y por ninguna razón obvia sería intolerable.

– Serán preguntas rutinarias, señora Maybury. Apenas traumático, ¿no? -respondió Walsh sonriendo indulgentemente.

Se volvió a poner las gafas, enfurecida por su respuesta.

– Era extraordinariamente estúpido hace diez años, desde luego. Por qué supuse en algún momento que el paso del tiempo le habría convertido en una persona más lista, no lo sé. Nos envió al infierno y llama a eso «apenas traumático». ¿Sabe qué es el infierno? El infierno es por lo que una niña pequeña de ocho años tiene que pasar cuando la policía excava todos los arriates de flores de su jardín e interroga a su madre durante horas sin parar en una habitación cerrada. El infierno es lo que se ve en los ojos de un adolescente cuando su padre lo abandona sin una palabra de explicación y a su madre se le acusa de asesinato. El infierno es ver cómo hieren a tus hijos y no poder hacer condenadamente nada para evitarlo. Me preguntó si estaba contenta de sus logros -se inclinó con el rostro distorsionado-. ¿No podría haber salido con algo un poco más imaginativo? Han vivido la misteriosa desaparición de su padre, con su madre tildada de asesina, su hogar convertido en una atracción turística para los macabros y han sobrevivido a todo ello relativamente ilesos. Creo que «extasiada» sería la descripción más acertada de cómo me siento por la manera en que han salido adelante.

– En aquellos momentos, le propusimos que enviara a sus hijos fuera, señora Maybury -Walsh mantuvo su voz cuidadosamente neutral-. Usted eligió que se quedaran aquí en contra de nuestro consejo.

Phoebe se levantó. Era sólo la segunda vez que Walsh veía una emoción violenta en aquel rostro.

– Dios mío, le odio -puso las manos sobre el escritorio y el inspector vio cómo temblaban sus dedos incontrolablemente-. ¿Dónde podía enviarlos? Mis padres estaban muertos, no tenía ni hermanos ni hermanas, ni Anne ni Diana se encontraban en condiciones de poder cuidarlos. ¿Se suponía que debía confiarlos a desconocidos cuando su seguro mundo se estaba poniendo patas arriba?

Pensó en su único pariente, la hermana soltera de su padre, que había reñido con la familia ya hacía años. La anciana señora había leído cada línea de todos los periódicos con ávido deleite y había redactado su propio y breve escrito de veneno para Phoebe, a propósito de los pecados de los padres. Cuál fue su intención al escribir aquella carta, cualquiera podría adivinar, pero, de modo extraño, sus predicciones desvirtuadas del futuro de Jonathan y Jane habían sido una liberación para Phoebe. Vio claramente -y por primera vez- que el pasado estaba muerto y enterrado, y que con los arrepentimientos no conseguiría nada.

– ¡Cómo se atreve a hablarme de elección! Mi única elección fue sonreír mientras usted se cagaba en mí y nunca, ni una vez siquiera, dejé que los niños supieran lo asustada y sola que me sentía -sus dedos agarraron el borde de la mesa-. No pasaré por todo eso otra vez. No permitiré que ponga sus sucios dedos en la vida de mis hijos. Ya una vez esparció su asquerosa basura por aquí. Maldita sea, no lo va a volver a hacer -se volvió y caminó hacia la puerta.

– Tengo algunas preguntas más para usted, señora Maybury. Por favor, no se vaya.

Volvió la cabeza un instante mientras abría la puerta.

– Vayase a la mierda, inspector -dio un portazo tras ella.

McLoughlin había escuchado el intercambio con atención absorta.

– Ha cambiado un poco la marea desde esta tarde. ¿Es siempre tan voluble?

– Muy al contrario. Hace diez años, ni una vez crispamos su serenidad -chupó, meditabundo, su sucia pipa de madera de brezo.

– Son esas dos tortilleras con las que vive. La han puesto en contra de los hombres.

A Walsh le divirtió el comentario.

– Creería que David Maybury hizo eso ya hace años. Hablemos con la señora Goode. ¿Puede ir a buscarla?

McLoughlin alcanzó un bocadillo y se atiborró la boca con él antes de levantarse.

– ¿Qué hay de la otra? ¿También quiere que la ponga en la fila?

El inspector jefe recapacitó un momento.

– No. Ésa es un caballo sin posibilidad de ganar la carrera. Dejaré que esté en ascuas hasta que haya hecho averiguaciones sobre ella.

En pie, desde donde estaba, McLoughlin pudo ver el cuero cabelludo de color rosa reluciendo a través del pelo de Walsh que ya clareaba. Sintió una inesperada ternura por aquel hombre mayor, como si la hostilidad de Phoebe hubiese exorcizado la suya propia y le hubiese recordado dónde se situaba su lealtad.

– Ella es la principal sospechosa, señor. Habría disfrutado cortando los cojones de ese pobre cabrón. Las otras dos hubiesen odiado hacerlo.

– Seguramente tiene razón, amigo, pero apuesto a que ya estaba muerto cuando lo hizo.

Capítulo 5

Streech Grange era una hermosa y vieja mansión jacobina construida en piedra gris, con parteluces, ventanas emplomadas y tejados de pizarra en pendiente. Dos alas, añadidas posteriormente, se extendían a cada lado del cuerpo principal de la casa, abrazando los laterales de la terraza embaldosada donde las mujeres habían tomado el té. Tabiques portátiles hacían que el interior de cada una de estas alas fuese independiente, con puertas abiertas en la planta. El sargento McLoughlin, tras la búsqueda infructuosa en el salón y en la cocina, ambos vacíos, llegó a la puerta que comunicaba con el ala este. Dio un golpecito, pero, al no recibir respuesta, giró el pomo y caminó pasillo adelante.

Había una puerta entreabierta al final. Oyó una voz profunda -inconfundiblemente la de Anne Cattrell- procedente del interior de la habitación. Escuchó.

– … mantente en tus trece y no dejes que esos cabrones te intimiden. Dios sabe, he tenido más experiencias con ellos que la mayoría. Pase lo que pase, Jane debe mantenerse apartada. ¿Estás de acuerdo? -se produjo un murmullo afirmativo-. Y, querida, si puedes borrar la sonrisa afectada de la cara del sargento, tendrás mi admiración toda la vida.

– Supongo que se te ha ocurrido -aquella voz más suave y divertida era la de Diana- que puede haber nacido con esa sonrisa afectada. Quizá sea una incapacidad física a la cual ha tenido que aprender a hacer frente, como un brazo débil. Serías bastante compasiva si ése fuera el caso.

Anne soltó su risa gutural.

– Las únicas incapacidades físicas que tiene ese idiota están ambas en sus pantalones.

– ¿A saber?

– Es un gilipollas y un pedante.

Diana gritó con entusiasmo riéndose y McLoughlin sintió que un rubor lento reptaba subiendo por su cuello. Anduvo cuidadosamente hasta la puerta que comunicaba con la habitación, la cerró tras él y llamó otra vez, esta vez más estrepitosamente. Cuando, tras unos momentos, Anne abrió la puerta, estaba preparado con su sonrisa más sardónica.

– ¿Sí, sargento?

– Estoy buscando a la señora Goode. Al inspector Walsh le gustaría hablar con ella.