– Ésta es mi parte de la casa. No está aquí.
La mentira era tan evidente que la miró con asombro.
– Pero… -vaciló.
– ¿Pero qué, sargento?
– ¿Dónde puedo encontrarla?
– No tengo ni idea. ¿Quizás al inspector le gustaría hablar conmigo en su lugar?
McLoughlin la empujó al pasar por su lado impacientemente, fue andando por el pasillo y se metió en la habitación. No había nadie dentro. Frunció el ceño. La habitación era grande con una mesa de despacho a un lado, un sofá y sillones agrupados alrededor de una ancha chimenea al otro. Plantas en macetas crecían con prodigalidad por todas partes, caían en forma de cascadas verdes desde la repisa de la chimenea, escalaban una obra de celosía que había en una de las paredes, y moteaban la luz de las lámparas colocadas sobre ocasionales mesitas bajas. Las cortinas, que llegaban hasta el suelo con su dibujo de espiga en tonos de color rosa pálido, grises y azules, estaban corridas a lo largo de las dos paredes exteriores; una regia moqueta azul cubría el suelo, cuadros brillantes y abstractos se reían alegremente desde los rieles de donde colgaban. Los libros en las estanterías permanecían tan erguidos como soldados dondequiera que hubiese sitio. Era una habitación deliciosa, no una de las que McLoughlin habría relacionado con la diminuta y musculosa mujer que le había seguido hasta allí dentro y que ahora apoyaba su oscura cabeza de pelo corto contra la jamba de la puerta, esperando.
– ¿Tiene la costumbre de entrar a la fuerza en los cuartos privados de otra gente, sargento? No recuerdo haberle invitado a pasar.
– Tenemos el permiso de la señora Maybury para ir y venir si queremos -dijo rechazando sus palabras.
Ella se dirigió hacia uno de los sillones, se dejó caer pesadamente y sacó un cigarrillo de un paquete que estaba sobre el brazo.
– Desde luego, es su casa -aceptó, encendiendo el cigarrillo-. Pero este ala es mía. No tiene ninguna autoridad para entrar aquí excepto con permiso o con una autorización legal.
– Lo siento -dijo rígidamente. De pronto se sintió incómodo, destacando por encima de ella, notablemente inquieto mientras ella, por el contrario, se encontraba relajada-. No me di cuenta de que era la dueña de esta parte de la casa.
– No soy la dueña, la alquilo, pero mi situación legal respecto al acceso de la policía es la misma -sonrió un poco-. Y me interesaría saber, ¿qué razón posible le hizo pensar que la señora Goode estaría aquí?
Vio cómo se levantaba uno de los bordes de la cortina, por efecto de una suave brisa y se dio cuenta de que Diana debió haberse marchado por una contraventana. Se maldijo a sí mismo en silencio por permitir que aquella mujer lo ridiculizara.
– No pude encontrarla en ningún otro lugar -contestó bruscamente- y el inspector Walsh quiere hablar con ella. ¿Vive en el la otra ala?
– Alquila la otra ala. Respecto a vivir en ella, seguramente ya habrá adivinado que más bien las tres compartimos el alojamiento juntas. Es lo que se conoce como ménage á trois, aunque en nuestro caso, es bastante licencioso. El trío medio incluye ambos sexos. Nosotras, me temo, somos más exclusivas, prefiriendo, como lo hacemos, nuestro particularmente, ¿cómo lo describiría?, picante sexo femenino. Tres contribuyen a encuentros más apasionantes que dos, ¿no cree? ¿O nunca lo ha probado?
Su aversión hacia ella era intensa e irracional. Movió la cabeza en dirección a la parte principal de la casa.
– ¿Han corrompido a sus hijos como la han corrompido a ella?
Ella se rió en voz baja y se levantó.
– Encontrará a la señora Goode en su cuarto de estar, imagino. Le acompañaré a la puerta -le condujo camino del pasillo y abrió la puerta-. Vaya todo recto a través del edificio principal de la casa hasta llegar al ala oeste. Es el idéntico reflejo de ésta. Encontrará una puerta igual a la mía que conduce al cuarto de estar -señaló un timbre en la pared que él no había visto antes-. Yo llamaría si fuera usted. Como mínimo sería educado -permaneció allí de pie mirando cómo se alejaba mientras una sonrisa desdeñosa distorsionaba sus labios.
Andy McLoughlin tuvo que pasar por la puerta de la biblioteca para llegar al ala oeste, así que se asomó para decir a Walsh que tardaría aún unos minutos en volver con Diana Goode. Para su sorpresa, ella ya estaba allí, sentada en la misma silla en que Phoebe se había sentado. Ella y el inspector volvieron la cabeza cuando se abrió la puerta. Estaban riendo juntos como dos personas que estuvieran compartiendo una broma particular.
– Aquí está usted, sargento. Le hemos estado esperando.
McLoughlin se sentó otra vez y miró a Diana de manera sospechosa.
– ¿Cómo sabía que el inspector deseaba hablar con usted?
Se la imaginó al otro lado de las contraventanas escuchando cómo Anne Cattrell lo ponía en ridículo.
– No lo sabía, sargento. Asomé la cabeza para ver si querían una taza de café -sonrió de buen humor y cruzó una elegante pierna sobre la otra-. ¿De qué quiere hablar conmigo, inspector?
Había un destello agradecido en la mirada de Walsh.
– ¿Cuánto tiempo hace que conoce a la señora Maybury? -le preguntó.
– Veinticinco años. Desde que teníamos doce. Fuimos juntas a un internado. Anne también.
– Es mucho tiempo.
– Sí. La conocemos desde hace más tiempo que nadie más, supongo, más tiempo del que sus padres la conocieron. Murieron cuando ella tenía poco más de veinte años -se interrumpió-. Pero ya sabe todo eso desde la última vez -acabó torpemente.
– Recuérdenoslo -la animó Walsh.
Diana bajó los ojos para ocultar su expresión. Era muy fácil para Anne decir: «No dejes que esos cabrones te intimiden». El mismo conocimiento la intimidaba. Con una referencia casual, de la clase que daría a cualquiera, había reavivado las chispas de una vieja sospecha. «Cuando el río suena, agua lleva», habían dicho todos cuando David desapareció.
– Murieron en accidente de coche, ¿verdad? -dijo Walsh de pronto.
Ella asintió.
– Fallaron los frenos. Estaban muertos cuando se les sacó de entre los restos del coche.
Se produjo un silencio prolongado.
– Si recuerdo correctamente -dijo Walsh a McLoughlin cuando Diana no prosiguió-, hubo rumores de sabotaje. ¿Tengo razón, señora Goode? El pueblo pareció creer que la señora Maybury causó el accidente para echarle mano a la herencia prematuramente. La gente recuerda durante mucho tiempo. La historia resucitó en el momento en que David desapareció.
McLoughlin observó la cabeza inclinada de Diana.
– ¿Por qué habrían de creer eso? -preguntó Walsh.
– Porque son estúpidos -dijo furiosa-. No había nada de verdad en ello. El veredicto del oficial de justicia que se encargó del caso no pudo ser más claro: los frenos fallaron porque un fluido había goteado de un tubo corroído. Se suponía que un hombre llamado Casey, propietario del garaje del pueblo, había revisado el coche tres semanas antes. Era un condenado ladrón. Cobró el dinero y no hizo su trabajo -arrugó la frente-. Se habló de una acción judicial, pero nunca llegó a nada. No había suficientes pruebas, por lo visto. En cualquier caso, fue Casey quien empezó a difundir rumores de que Phoebe había saboteado el coche para apoderarse de Streech Grange. No quería perder sus clientes.
McLoughlin la miró de arriba abajo, pero no había ningún destello de agradecimiento en sus ojos. Su indiferencia era absoluta y, para una mujer como Diana, que utilizaba el flirteo para manipular a ambos sexos, era desalentador. El encanto no era eficaz contra un muro de piedra.
– Debió haber algo más que eso -sugirió McLoughlin secamente-. Normalmente, la gente no es tan crédula.
Diana se puso a jugar con el dobladillo de su chaqueta.
– Fue por culpa de David. Los padres de Phoebe les habían dado una pequeña casa en Pimlico de regalo de boda, que David usó como garantía subsidiaria de un préstamo. Lo perdió todo en alguna operación de bolsa, no pudo hacer los pagos y se encontraban en la apurada situación de no poder cancelar la hipoteca cuando ocurrió el accidente, con dos niños pequeños, sin dinero y sin ningún lugar adonde ir -movió la cabeza-. Dios sabe cómo, pero eso se convirtió en dominio público. Los habitantes del lugar se tragaron lo que Casey decía, sumaron dos y dos igual a cinco. Desde el instante en que Phoebe pasó a hacerse cargo de esta casa, la condenaron. La desaparición de David unos años más tarde, sencillamente, confirmó todos sus prejuicios -suspiró-. Lo más repugnante es que tampoco creyeron a Casey. Se arruinó diez meses más tarde cuando todos sus clientes lo abandonaron. Tuvo que vender el negocio y marcharse, así que se le hizo un poco de justicia -dijo maliciosamente-. No es que le hiciera ningún bien a Phoebe. Eran demasiado tontos para comprender que estaba mintiendo, ella era inocente.