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McLoughlin se apoyó en el respaldo de su silla, y extendió sus fuertes dedos encima del escritorio. Dejó escapar una sonrisa inesperadamente infantil dirigida a Diana.

– Debió ser horrible para ella.

Respondió con cautela.

– Lo fue. Era muy joven y tuvo que enfrentarse sola a todo ello. David, o bien se ausentaba durante semanas enteras, o bien empeoraba las cosas peleándose con la gente.

Los ojos de McLoughlin se ablandaron, como si entendiera la soledad y pudiera compadecerse.

– ¿Y supongo que sus amigos de aquí también la abandonaron por culpa de él?

Diana cobró confianza.

– En realidad, nunca llegó a tener ninguno, eso fue la mitad del problema. Si los hubiera tenido, habría sido tan distinto… La enviaron a un internado a los doce años, se casó a los diecisiete y sólo regresó cuando murieron sus padres. Nunca ha tenido ningún amigo en Streech.

McLoughlin tamborileó suavemente con los dedos en la caoba.

– «La peor soledad es estar desprovisto de amistad sincera.» Francis Bacon dijo eso hace cuatrocientos años.

Diana se quedó bastante sorprendida. Anne utilizaba citas de Francis Bacon por rutina, pero tendían a ser frivolas, frases para ser lanzadas en medio de una conversación con objeto de obtener un efecto despreocupado. La voz oscura de McLoughlin no se dio prisa en pronunciar las palabras, haciendo que rodasen en su lengua, dándoles peso. Se quedó sorprendida tanto por lo apropiado de las palabras, como por el hecho de que las supiera. Lo tuvo en cuenta reflexivamente.

– Pero también dijo: «El moho de la fortuna de un hombre está en sus propias manos» -él retorció sus labios con crueldad-. Es extraño, ¿verdad?, cómo parece que la señora Maybury pone de manifiesto lo peor de la gente. ¿Cuál es su secreto? me pregunto. -Removió las fotografías de la brutal muerte con la punta de su lápiz, dándoles la vuelta lentamente para que Diana las viera-. ¿Por qué no vendió esta casa, Streech Grange, y se alejó de aquí, una vez que se libró de su marido?

A pesar de toda su sofisticación superficial, Diana era inocente. La brutalidad la conmocionaba porque nunca la veía venir.

– No podía -soltó airadamente-. Venderla no depende de Phoebe. Tras un año de matrimonio con ese cabrón, persuadió a su padre para que cambiara el testamento y dejara la casa a sus hijos. Desde entonces, nosotras tres la alquilamos.

– Y entonces ¿por qué no la han vendido sus hijos? ¿No tienen compasión de su madre? -le llamó la atención-, ¿o quizá ella no les gusta? Ése parece ser un problema habitual en la señora Maybury.

La furia amenazaba con abrumar a Diana. Se obligó a permanecer serena.

– La idea, sargento, fue evitar que David convirtiera la casa en dinero contante y sonante, y dejara a Phoebe y a sus hijos sin hogar en cuanto los Gallagher muriesen. También lo habría hecho si se le hubiera dado la mitad de una oportunidad. Se gastó el dinero que heredó ella en un tiempo récord. El coronel Gallagher, el padre de Phoebe, dejó instrucciones de que la casa no podría venderse o hipotecarse, excepto bajo las circunstancias más excepcionales, antes del vigésimo primer cumpleaños de Jane. La responsabilidad de decidir si esas circunstancias -principalmente una muy difícil situación económica por parte de Phoebe y de sus hijos- se hacían realidad en algún momento se depositó en dos administradores. Según el parecer de esos dos administradores, las cosas nunca se han puesto tan mal como para considerar que la venta de Grange fuera la única opción.

– ¿No se tomó en consideración otro tipo de dificultades?

– Por supuesto que no -dijo con fuerte sarcasmo-. ¿Cómo podría haberse hecho? El coronel Gallagher no era clarividente. En efecto, confió en el juicio de sus administradores, pero ellos han elegido atenerse a los términos precisos del testamento. En vista de la incertidumbre acerca de David, de si está vivo o muerto, parecía que era lo más seguro que podían hacer, aun cuando Phoebe sufriese -miró a Walsh para que éste se uniera de nuevo a la discusión. McLoughlin la asustaba-. Los administradores siempre han puesto a los hijos en primer lugar, siguiendo las instrucciones que se les dio bajo los términos del testamento.

La diversión de McLoughlin era auténtica.

– Estoy empezando a sentir bastante lástima por la señora Maybury. ¿Tiene tanta antipatía a esos administradores como ellos parecen tener hacia ella?

– No lo sabría decir, sargento. Nunca se lo he preguntado.

– ¿Quiénes son?

El inspector jefe Walsh rió entre dientes. McLoughlin acababa de colgarse a sí mismo.

– La señorita Anne Cattrell y la señora Diana Goode. Fue un testamento lo que les dio a ustedes dos una gran responsabilidad cuando apenas tenían veinte años. Tenemos una copia en el expediente -le dijo al sargento-. El coronel Gallagher debía tener en mucha consideración a ambas para confiarles el futuro de sus nietos.

Diana sonrió. Tenía que acordarse de decirle a Anne cómo había borrado la sonrisa afectada del rostro de McLoughlin.

– Así es -dijo-. ¿Por qué tendría eso que sorprenderle?

Walsh apretó los labios.

– Lo encontré sorprendente hace diez años, pero entonces no las conocía, ni a usted ni a la señorita Cattrell. Estaban fuera por aquel tiempo, creo, señora Goode -sonrió y dejó caer un párpado de tal forma que se parecía extraordinariamente a un guiño-. Ahora no lo encuentro sorprendente.

Ella inclinó la cabeza.

– Gracias. Mi ex marido es americano. Estaba con él en Estados Unidos cuando David desapareció. Volví un año después de mi divorcio.

Continuó mirando a Walsh, pero los cabellos de su nuca se pusieron de punta por el peso de la mirada de McLoughlin. No quería llamar su atención otra vez.

– ¿Sabía el coronel Gallagher la relación que usted y la señorita Cattrell tenían con su hija? -preguntó McLoughlin en voz baja.

– ¿Que éramos amigas, quiere decir? -mantuvo su mirada fija en el inspector.

– Estaba pensado más bien en cuestiones de cama, señora Goode, y en el efecto que su diversión y sus juegos podían tener en sus nietos. ¿O no sabía nada acerca de ello?

Diana se miró fijamente las manos. Encontraba muy difícil tratar con el desprecio necesario y deseaba poseer la mitad de la indiferencia que mostraba Anne hacia él.

– No es que sea de su incumbencia, sargento -dijo por fin-, pero Gerald Gallagher sabía todo lo que había que saber sobre nosotras. Era un hombre al que no había que esconderle las cosas.

Walsh había estado muy ocupado rellenando su pipa con tabaco. Se la llevó a la boca y la encendió, arrojando más humo en la atmósfera ya cargada.

– Después de regresar a la casa, ¿sugirió alguna, la señora Maybury o la señorita Cattrell, la sospecha de que el cadáver de la casa del hielo era el de David Maybury?

– No.

– ¿Dijo alguna de las dos quién creía que podía ser?

– Anne dijo que probablemente fuese un vagabundo que había tenido un ataque al corazón.