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– ¿Y la señora Maybury?

Diana pensó un instante.

– Su único comentario fue que los vagabundos no mueren desnudos de ataques al corazón.

– ¿Cuál es su opinión, señora Goode?

– No tengo opinión, inspector, salvo que no es David. Ya le he dado mis razones sobre eso.

– ¿Por qué usted y la señorita Cattrell quieren mantener a Jane al margen de todo esto? -preguntó McLoughlin de repente

No hubo indecisión alguna en su respuesta, aunque lo miró con curiosidad mientras hablaba.

– Jane fue anoréxica hasta hace dieciocho meses. Se buscó un lugar en Oxford el mes de septiembre pasado con la bendición de su especialista, pero le advirtió que no se expusiera a innecesarias presiones. Como administradoras, apoyamos la opinión de Phoebe de que se debería proteger a Jane de todo esto. Todavía está lastimosamente delgada. Una excesiva ansiedad agotaría sus reservas de energía. ¿Considera eso irrazonable, sargento?

– En absoluto -contestó suavemente.

– Me pregunto por qué la señora Maybury no nos explicó el estado de su hija -dijo Walsh-. ¿Tiene alguna razón concreta para no hablar de ello?

– Ninguna que yo sepa, pero tal vez la experiencia le haya enseñado a ser circunspecta cuando se trata de la policía.

– ¿Cómo es eso? -se mostró afable.

– Por naturaleza, ustedes van a por los puntos flacos. Todos sabemos que Jane no puede decirles nada sobre ese cadáver, pero Phoebe seguramente tiene miedo de que la interroguen hasta que se rompa. Y sólo cuando la hayan roto en pedazos se habrán convencido de que ella no sabía nada en primer lugar.

– Tiene una opinión muy retorcida de nosotros, señora Goode.

Diana forzó una risa ligera.

– Seguro que no, inspector. De nosotras tres, soy la única que conserva alguna confianza en ustedes. Soy yo, después de todo, quien les está dando información -descruzó las piernas y las subió a la silla, cubriéndoselas completamente con su chaqueta de punto. Sus ojos reposaron brevemente en las fotografías-. ¿Es el cadáver de un hombre? Anne y Phoebe no pudieron distinguirlo.

– En este momento creemos que sí.

– ¿Asesinado?

– Probablemente.

– Entonces acepte mi consejo y busque a su víctima y asesino en este pueblo o en los vecinos. Phoebe es un chivo expiatorio demasiado obvio para el crimen de otra persona. Cargar con la responsabilidad del cadáver en su propiedad y dejar que ella pague el pato, ése habrá sido el razonamiento oculto detrás de esto.

Walsh asintió con agradecimiento mientras escribía con lápiz una nota en su libreta.

– Es una posibilidad, señora Goode, una clara posibilidad. ¿Le interesa la psicología?

«Es un cielo, después de todo», pensó Diana, desatando una de sus sonrisas calculadamente encantadoras que reservaba para sus clientes más dóciles.

– La utilizo todo el tiempo en mi trabajo -le dijo-, aunque supongo que un especialista no lo llamaría psicología.

Walsh le devolvió la sonrisa.

– ¿Y cómo la llamaría él?

– Persuasión encubierta, creo -se acordó de lady Keevil y de sus cortinas de color verde lima. Mentiras, así es como Anne lo llamaría.

– ¿Sus clientes vienen a consultarle aquí?

Movió negativamente la cabeza.

– No. Son sus interiores los que quieren diseñar, no los míos. Voy a verlos yo.

– Pero usted es una mujer atractiva, señora Goode -su admiración era evidente-. Debe tener muchos amigos que vienen a visitarla, gente del pueblo, gente que ha conocido con los años.

Diana se preguntó si él había adivinado lo tierno que estaba especialmente ese nervio, lo profundamente que ella sentía el aislamiento de sus vidas. Primero, herida y apaleada por la disolución de su matrimonio, apenas le había importado. Se había retirado en el interior de las paredes de Streech Grange para lamerse las heridas en paz, agradecida por la ausencia de amigos bienintencionados y de su molesta conmiseración. La impresión del descubrimiento, mientras sus heridas cicatrizaban y ofrecía uno o dos pequeños contratos de diseño, de que la exclusión de Phoebe había sido impuesta y no escogida fue real. Aprendió qué era ser una paria; vio cómo Phoebe alimentaba su odio; observó cómo la tolerancia de Anne se convertía en cínica indiferencia; oyó cómo su propia voz se iba erizando.

– No -le corrigió-. Recibimos muy pocas visitas, naturalmente, nunca del pueblo.

Los ojos de Walsh la animaban.

– Entonces, dígame, suponiendo que tenga razón y que nuestra víctima y asesino sean del pueblo, ¿cómo podían saber que existía la casa del hielo y, si lo sabían, cómo la encontraron? Creo que estará de acuerdo con que pasa inadvertida.

– Cualquiera podría saberlo -dijo descalificando su razonamiento-. Fred pudo haberlo mencionado en el pub después de haber guardado los ladrillos allí dentro. Los padres de Phoebe pudieron haber hablado de ella a la gente. No veo eso como un misterio.

– Muy bien. Ahora dígame, ¿cómo la encontraría si nadie le hubiera enseñado dónde está? Probablemente ninguna de ustedes ha visto a un intruso buscando en los jardines, o lo hubiera mencionado. Y otra cosa, ¿por qué era necesario colocar el cadáver allí dentro?

Se encogió de hombros.

– Es un buen escondite.

– ¿Y cómo lo sabía el asesino? ¿Cómo él o ella sabía que la casa del hielo no se utilizaba con regularidad? ¿Y para qué esconder el cadáver si la idea era hacer que Phoebe fuera el chivo expiatorio? ¿Entiende, señora Goode? El cuadro es bastante confuso.

Diana se quedó pensativa un momento.

– No puede descartar la pura casualidad. Alguien cometió un asesinato, decidió deshacerse del cadáver en los jardines de Grange con la esperanza de que, si se descubría, la policía concentraría sus esfuerzos en Phoebe, y tropezó con la casa del hielo por accidente mientras estaba buscando algún sitio donde dejar el cadáver.

– Pero la casa del hielo está a unos ochocientos metros de las verjas -objetó Walsh-. ¿En serio cree que un asesino paseó, pasando por la casa del guarda, bajó por todo el camino de la entrada y por el césped completamente a oscuras con un cadáver a hombros? Podemos suponer, creo, que nadie estaría tan loco para hacerlo a plena luz del día. ¿Por qué no simplemente enterrar el cadáver en el bosque, cerca de las verjas?

Diana parecía incómoda.

– Quizá subió por el muro de atrás y se acercó a la casa del hielo desde esa dirección.

– ¿Y eso no habría significado salvar el camino a través de la granja que, si recuerdo bien, linda con la parte posterior de Grange?

Diana se mostró conforme de mala gana.

– ¿Por qué correr ese peligro? ¿Y por qué, habiéndolo corrido, no enterrar el cuerpo rápidamente, en el bosque que hay allí? ¿Por qué era tan importante meterlo en la casa del hielo?

De pronto, Diana tembló. Entendió perfectamente que estaba intentando encerrarla, obligarla a ponerse a la defensiva y admitir que el conocimiento de la casa del hielo y su paradero era un elemento crucial.

– Me parece, inspector -continuó fríamente-, que ha hecho un número de suposiciones que, corríjame si me equivoco, todavía tienen que justificarse con pruebas. Primero, está suponiendo que el cadáver se llevó allí. Tal vez quienquiera que fuese llegó por sus propios medios, de él o de ella, y encontró al asesino allí.

– Por supuesto que hemos considerado esa posibilidad, señora Goode. No altera nuestro razonamiento para nada. Todavía debemos preguntarnos: ¿por qué la casa del hielo y cómo sabían donde encontrarla a menos que hubiesen estado en ella antes?

– Bien, entonces -dijo Diana-, trabaje suponiendo que ahí ha estado gente y descubra quiénes son. Que se me ocurra, podría hacer muchas sugerencias. Amigos del coronel Gallagher y de su esposa, por ejemplo.

– Quienes tendrían entre setenta y ochenta años actualmente. Desde luego que es posible que una persona mayor sea la responsable pero, estadísticamente, poco probable.