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– Gente a quien Phoebe o David se lo dijeran.

McLoughlin se movió en su silla antes de intervenir.

– La señora Maybury ya nos ha dicho que se había olvidado de ello, tanto que omitió decir a la policía que la casa del hielo estaba allí cuando buscaron a su marido por los jardines. Parece improbable, si lo olvidó hasta ese extremo, que se hubiera acordado de explicarlo a algún visitante fortuito que, según lo que usted misma ha dicho, no vienen por aquí de todos modos.

– Entonces David.

– Ahora sí, señora Goode -dijo el inspector Walsh-. David Maybury pudo muy bien haber enseñado la casa del hielo a alguien, incluso a mucha gente, pero la señora Maybury no lo recuerda. En efecto, no recuerda que jamás la usara, aunque estuvo de acuerdo con que seguramente conocía su existencia. Francamente, señora Goode, en este momento no veo cómo podemos continuar en esa dirección a menos que la señora Maybury o sus hijos recuerden ocasiones o nombres que puedan darnos una pista.

– Sus hijos -pronunció Diana, inclinándose-. Debió ocurrírseme antes. Debieron haber llevado a sus amigos ahí cuando eran más jóvenes. Ya sabe lo curiosos que son los niños, no puede haber un centímetro de esta finca que no explorasen con su pandilla -se volvió a hundir en la silla con súbito alivio-. Eso es, claro. Será uno de los niños del pueblo que creció con ellos, difícilmente un niño ahora, aunque… alguien de unos veinte años -notó que la sonrisa afectada volvió a aparecer en la cara de McLoughlin.

Walsh habló amablemente.

– Estoy completamente de acuerdo de que ésa es una posibilidad. Y por eso es tan importante que preguntemos a Jonathan y a Jane, a ambos. Es inevitable, sabe, por mucho que a usted y a su madre pueda disgustarles la idea. Tal vez Jane sea la única que pueda conducirnos al asesino -alcanzó otro bocadillo-. Los policías no somos bárbaros, señora Goode. Le puedo asegurar que seremos comprensivos y actuaremos con tacto al tratar con ella. Espero que persuadirá a la señora Maybury de esto.

Diana desenroscó las piernas y se levantó. Bastante inconsciente de ello, se apoyó en el escritorio, inclinándose, tal y como Phoebe había hecho, como si la proximidad íntima hubiese enseñado a aquellas mujeres a adoptar las peculiaridades de las otras.

– No puedo prometerle nada, inspector. Phoebe tiene su propia forma de pensar.

– No tiene otra elección respecto a este asunto -dijoterminantemente Walsh-, salvo influir en la decisión de interrogarla aquí o en Oxford. Dadas las circunstancias, imagino que la señora Maybury preferiría que fuera aquí.

Diana se incorporó.

– ¿Hay algo más que quiera preguntarme?

– Sólo dos cosas más esta noche. Mañana el sargento McLoughlin la interrogará más detalladamente -alzó la vista para mirarla-. ¿Cómo llegó a emplear la señora Maybury al matrimonio Phillips? ¿Puso un anuncio o los buscó a través de una agencia?

Las manos de Diana revoloteaban con nerviosismo. Las metió en los bolsillos de su chaqueta.

– Creo que Anne se ocupó de eso -explicó-. Tendrá que preguntarle a ella.

– Gracias. Ahora, sólo una cosa más. Cuando ayudó a limpiar la basura de la casa del hielo, ¿qué había exactamente allí dentro y qué hicieron con ello?

– Fue hace siglos -dijo incómodamente-. No puedo recordarlo. Nada fuera de lo común, simplemente basura.

Walsh la miró caviloso.

– Descríbame el interior de la casa del hielo, señora Goode -observó sus ojos, que buscaron rápidamente entre las fotografías de la mesa, pero él les había dado la vuelta a todos los planos generales cuando entró-. ¿Cómo es de grande? ¿Qué forma tiene la puerta? ¿De qué está hecho el suelo?

– No lo recuerdo.

Sonrió con una sonrisa lenta y satisfecha y a ella le recordó a un lobo disecado, seco como la madera, que una vez había visto, con dientes desnudos y ojos desorbitados de cristal.

– Gracias -dijo. Y le dio permiso para retirarse.

Capítulo 6

Diana encontró a Phoebe mirando las noticias de las diez en punto en el cuarto del televisor. Los colores de la pantalla parpadeaban y proporcionaban la única luz, y al jugar con las gafas de Phoebe, ocultaban sus ojos, dándole la apariencia de una mujer ciega. Diana encendió la lámpara de mesa.

– Luego tendrás dolor de cabeza -dijo, desplomándose en el asiento al lado de Phoebe y alargando la mano para acariciar su antebrazo suavemente moreno.

Phoebe enmudeció el volumen de la televisión con el mando a distancia que estaba sobre sus rodillas, pero dejó la imagen en marcha.

– Ya lo tengo -admitió cansadamente. Se quitó las gafas y se llevó un pañuelo a los ojos enrojecidos-. Lo siento.

– ¿Qué tienes?

– Lloriqueo. Creí haber perdido la costumbre.

Diana empujó un taburete hacia delante con los dedos de los pies y colocó sus pies en él cómodamente.

– Un buen llanto es uno de los pocos placeres que me quedan.

Phoebe sonrió.

– Pero no es muy útil -se metió el pañuelo en la manga y se volvió a poner las gafas.

– ¿Has comido algo?

– No tengo hambre. Molly dejó una cazuela en el horno si es que tú tienes.

– Mmmm…, me lo dijo antes de irse. Tampoco tengo hambre.

Se quedaron calladas.

– Es una maldita porquería, ¿verdad? -dijo Phoebe tras un rato.

– Me temo que sí.

Diana se quitó las sandalias de los pies y las dejó caer en el suelo.

– El inspector no es ningún tonto -dijo, manteniendo su tono de voz deliberadamente débil.

Phoebe habló duramente.

– Le odio. ¿Cuántos años dirías que tiene?

– Debe estar en sus últimos cincuenta.

– No ha envejecido mucho. Parecía un profesor genial hace diez años -lo consideró durante un momento-. Pero ése no es su tipo. Es cualquier cosa excepto genial. Es peligroso, Di. Por Dios, no lo olvides.

La otra mujer asintió.

– ¿Y su íncubo, el deportista Jack el Destripador? ¿Qué te pareció?

Phoebe se sorprendió como si la otra mujer hubiese mencionado una impertinencia.

– ¿El sargento? No habló demasiado. ¿Por qué lo preguntas?

Con movimientos rítmicos, como si estuviera acariciando un gato, Diana alisó la lana de la parte delantera de su chaqueta.

– Anne tiene ganas de pelearse con él y no estoy segura de por qué -miró especulativamente a Phoebe, que se encogió de hombros-. Está cometiendo un error. Le echó una mirada en el salón, lo etiquetó de «ignorante como un cerdo» y decidió tratarlo a patadas. ¡Maldita sea! -dijo con sentimiento-. ¿Por qué no puede aprender a transigir de vez en cuando? Nos llenará de mierda hasta el cuello si no tiene cuidado.

– ¿Todavía no han hablado con ella?

– No, le han dicho que hablarán mañana. Parecen tomárselo todo con mucha calma. Tenemos su permiso oficial para irnos a la cama.

Phoebe cerró los ojos y se apretó las sienes con sus largos dedos.

– ¿Qué te preguntaron?

Diana se retorció en su asiento para mirar a su amiga.

– Según lo que ambos insinuaron, exactamente lo mismo que a tí.

– Salvo que yo salí y me negué a contestar a sus preguntas -abrió los ojos y miró tristemente a la otra mujer-. Lo sé -dijo-. Fui muy tonta, pero me enfureció tanto… Es extraño, ¿no? Resistí horas de interrogatorio cuando David se fue. Esta vez, aguanté cinco minutos. Sentí que odiaba tanto a ese hombre que quería arrancarle los ojos. Y además, pude haberlo hecho.

Diana volvió a alargar la mano y tocó brevemente su brazo.

– No creo que sea extraño, cualquier psiquiatra te diría que la ira es una reacción normal ante la tensión nerviosa, pero seguramente es muy imprudente -hizo una mueca-. Anne dirá que yo he explotado, desde luego, pero mi punto de vista es que deberíamos ofrecerles toda la colaboración que podamos. Cuanto antes lo resuelvan y nos dejen en paz, mejor.