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La cabeza de Phoebe se inclinó, agotada.

– Tengo un maldito dolor de cabeza tan horrible…

– Apenas me sorprende, dadas las circunstancias. Toma una aspirina. Serás una mujer nueva por la mañana.

Salieron cogidas del brazo por el pasillo.

– ¿Te interrogaron acerca de Fred y Molly? -preguntó Phoebe de pronto.

– Un poco.

– Oh, señor.

– No te preocupes.

Habían llegado a las escaleras. Diana le dio un beso y la soltó.

– Walsh también me pidió que describiera la casa del hielo -dijo con desgana.

– Ya te dije que era peligroso -dijo Phoebe, subiendo las escaleras.

Los pasos de Diana resonaban con fuerza en el silencio. La expresión «silencio sepulcral» apareció para perseguirla cuando se quitó los zapatos y fue andando de puntillas por el pasillo. Aflojó la puerta de Anne para abrirla y miró a través de ella. Anne estaba en el escritorio trabajando con su ordenador. Diana silbó discretamente para atraer su atención, entonces señaló hacia el techo. Juntas se deslizaron por las escaleras hasta el dormitorio de Anne.

Anne la siguió entrando detrás de ella, con los ojos radiantes de picardía y risa.

– Por Dios, Di, esto es tan impropio de tí. Siempre das tanta importancia a las apariencias. ¿Te das cuenta de que el lugar todavía está lleno de obscenidades?

– No seas idiota. Esta vez no es un juego, así que cierra la boca y escucha.

Empujó a Anne sobre la cama y se encaramó, con las piernas cruzadas, junto a ella. Mientras hablaba, sus manos trabajaban de manera nerviosa, moldeando y golpeando la suavidad del edredón.

Capítulo 7

La cortina se descorrió y Phoebe Maybury apareció en la ventana. Miró fijamente el exterior; su cabello era de un rojo encendido allí donde la luz de la lámpara lo atrapaba por detrás; y sus ojos, enormes en aquel rostro pálido y fatigado. Mirándola, George Walsh se preguntó qué emociones la habían conmovido. ¿Miedo? ¿Culpabilidad? ¿Incluso locura? Había algo malo en aquellos ojos que miraban fijamente. Estaba tan cerca que la habría podido tocar. Contuvo la respiración. Phoebe alargó la mano, cogió el pomo y empujó la ventana. La cortina volvió a caer en su lugar y momentos después se apagó la luz. El murmullo de las voces de Phoebe y Diana continuó en la cocina, pero sus palabras ya no se podían oír.

Walsh hizo señas a McLoughlin, quien podía ver sólo de un modo impreciso, y fue delante caminando silenciosamente por la terraza y después por la hierba. Había estado vigilando con ojo atento las ventanas iluminadas del ala de Anne, donde su silueta sentada en su escritorio se perfilaba nítidamente contra las cortinas. Había cambiado de posición con frecuencia en la última media hora, pero no se había movido de su asiento. Walsh estaba tan seguro como podía de que su breve turno de fisgoneo y el de McLoughlin habían pasado inadvertidos.

Partieron en silencio en dirección a la casa del hielo. McLoughlin iluminaba el camino con una linterna cuya luz mitigaba con una mano. Cuando Walsh consideró que estaban lo suficientemente lejos de la casa para no ser oídos, se detuvo y se volvió hacia su colega.

– ¿Qué le pareció todo eso, Andy?

– Diría que acabamos de oír el reconocimiento más claro de culpabilidad que jamás podremos escuchar -contestó el otro.

– ¡Hummm…! -murmuró Walsh. Se mordió pensativamente el labio inferior-. Lo dudo. ¿Qué es lo que dijo?

– Admitió el alivio que representó el librarse de su marido tan fácilmente… -se encogió de hombros-. A mí me parece bastante claro.

Walsh empezó a caminar otra vez.

– Eso no se sostendría en pie ante un tribunal de justicia ni un minuto -dijo meditando-. Pero es interesante, sin duda interesante -se paró bruscamente-. Creo que ella finalmente está viniéndose abajo. Tuve la impresión de que la señora Goode en efecto lo cree así. ¿Cuál es su papel en todo esto? No pudo haber estado implicada en la desaparición de Maybury. Investigamos a fondo sobre ella y no hay duda de que estaba en América en aquellos momentos.

– ¿Cómplice después de los hechos? Ella y Cattrell saben que la señora Maybury lo hizo, pero callaron por el bien de los niños -se encogió de hombros de nuevo-. Excluyendo eso, parece bastante sincera. No sabe demasiado sobre la casa del hielo, eso es seguro.

– A menos que esté engañándonos -reflexionó durante unos minutos-. ¿No le parece extraño que haya podido vivir aquí durante ocho años y no haya visto el interior de ese sitio?

La luna salió por detrás de una nube e iluminó su camino con un esplendor gris y frío. McLoughlin apagó la linterna.

– Quizá no le gustara la idea -observó con humor macabro-. Quizá supiera lo que había ahí dentro.

Este comentario hizo que Walsh se volviera a detener un instante.

– Bueno, bueno -murmuró-, me pregunto si es eso. Tiene sentido. Nadie iría a fisgonear a un lugar donde sabe que hay un muerto. Son un trío duro. No veo a ninguna de ellas saliéndose de su camino para hacer lo que moralmente es correcto. Encubrirían un cadáver perfectamente, siempre que no estuviese a la vista. ¿Usted qué cree?

Su sargento frunció el entrecejo.

– Las mujeres son un libro cerrado para mí, señor. Ni siquiera intentaría fingir jamás que las entiendo.

Walsh rió entre dientes.

– Kelly le ha estado fastidiando otra vez.

La risa perforó el cerebro de McLoughlin, titilante y afilada como una aguja. Se volvió y metió las manos y la linterna hasta el fondo de los bolsillos de su chaqueta de corte militar.

«Tiénteme -pensó-, sólo tiénteme.»

– Hemos tenido una pelea. Nada serio.

Walsh, que sabía bastante de los prolongados problemas matrimoniales que tenía McLoughlin para ser compasivo, gruñó.

– Es extraño, la vi hace un par de días con Jack Booth. Iba contoneándose y parecía no tener ninguna preocupación en la vida, nunca la vi tan alegre. No está embarazada, imagino. La verdad, parecía una flor.

El cabrón tendría que haberle pegado. Hubiese dolido menos.

– Eso es seguramente porque se ha ido a vivir con Jack -dijo sin darle importancia-. Se fue la semana pasada.

«Ahora ríase, cabrón, ríase, ríase, ríase y déme una excusa para aplastarle la cara.»

Walsh, desorientado, dio a McLoughlin una torpe palmadita en el brazo. Ahora entendía por qué el muchacho había estado tan susceptible los últimos días. Perder la esposa era bastante malo, perderla por culpa de tu mejor amigo era un golpe bajo. ¡Dios mío! ¡Entre todos, Jack Booth! Había sido el padrino de su boda. Bueno, bueno. Explicaba bastantes cosas. Por qué McLoughlin iba solo estos días. Por qué de pronto había decidido dejar la policía para trabajar en una empresa de seguridad en Southampton.

– No tenía ni idea. Lo siento.

– No fue un gran problema, señor. Todo sucedió de forma amigable. No ha habido rensentimientos por ninguna parte.

Se mostró muy frío.

– Tal vez sea un enamoramiento temporal -sugirió Walsh de manera poco convincente-. Tal vez vuelva cuando lo supere.

Los dientes de McLoughlin brillaban blancos dentro de su risa burlona, pero la noche ocultaba la cólera negra de sus ojos.

– Hágame un favor, señor, es la última cosa que quisiera oír. Dios sabe que nunca tuvimos demasiado que decirnos el uno al otro antes de que se fuera. ¿De qué demonios hablaríamos si regresara?

Dios, quería pegar a alguien. ¿Acaso todos lo sabían? ¿Todos se estaban riendo? Mataría a la primera persona que se riera. Aligeró el paso.

– Gracias a Dios que no tenemos hijos. De esta manera, nadie sale perdiendo.

Walsh, siguiéndole unos cuantos pasos más atrás, reflexionó sobre lo caprichosa que era la naturaleza humana. Podía recordar una conversación que había tenido con McLoughlin sólo unos meses atrás, cuando el joven había echado la culpa de sus problemas matrimoniales al hecho de que él y Kelly no tuvieran hijos. Ella estaba aburrida, afirmaba él, encontraba su trabajo de secretaria poco satisfactorio, necesitaba un hijo para estar ocupada. Walsh se había callado de modo inteligente, sabiendo, por la experiencia con su hija, que aconsejar sobre discusiones domésticas raramente se agradecía, pero había esperado bastante fervientemente que el destino interviniese para evitar que naciese un hijo desdichado que mantuviera ocupada a aquella pareja mal unida. El primer embarazo de su hija a la edad de dieciséis años cuando aún iba al colegio y estaba soltera, había sido una conmoción para él, pero la conmoción más grande fue descubrir que su esposa e hija nunca se habían gustado la una a la otra. Su hija culpaba de sus dos desastrosos matrimonios y cuatro hijos a su insatisfecha búsqueda de amor; mientras su esposa culpaba a su hija de sus oportunidades perdidas y de su falta de amor propio. George intentó enmendar fracasos pasados interesándose por sus nietos, pero lo encontraba difícil. Su interés tendía a ser crítico. Creía que eran salvajes e indisciplinados y echaba la culpa de ello a la indulgencia de su hija y a la falta de la figura del padre.