El sargento Jordan lo rechazó con la cabeza.
– Esta noche no, Josefina. [4]
El viejo levantó la botella y vació el contenido en su boca. Su sombrero se cayó y rodó por el peldaño de la puerta. El sargento se agachó y se lo devolvió, poniéndoselo en la cabeza al vagabundo.
– Venga, viejo loco -le puso la mano bajo un brazo desagradable y levantó aquel asqueroso objeto.
– ¿Me va a encerrar?
– ¿Es eso lo que quieres?
– No me importaría, hijo -dijo lloriqueando-. Estoy cansado. Me conformaría con una cabezadita decente.
– Y yo me las arreglaría sin tener que fumigar la celda después de haber estado tú en ella -murmuró el policía, sacando una tarjeta de su bolsillo y leyendo la dirección que había apuntada- Te voy a hacer un favor, seguramente el primero que te han hecho desde hace años que no significase una bebida gratis. Vamos, esta noche vas a dormir en el Hilton.
George Walsh dejó a los sargentos Robinson y McLoughlin en el pub Lamb and Flag en la carretera de Winchester para tomar una rápida pinta de cerveza antes de que cerrasen, luego fue en coche hasta la comisaría de policía de Silverbone. Su ruta le llevó por la calle High; pasó junto al monumento a los Caídos y el antiguo mercado de grano, que ahora era un banco, y entre las dos hileras de tiendas ensombrecidas. Además de su rápida expansión, el único derecho a la fama de Silverbone en los últimos diez años fue su proximidad física a Streech Grange y el misterio en torno a la desaparición de David Maybury. Que Streech tuviera que volver a ser el centro de la atención policial no era una coincidencia, bajo el punto de vista de Walsh. Creía que había algo de inexorable en las investigaciones de asesinato, de manera que quedaban relativamente pocas por resolver. En efecto, rayos como éste nunca caían dos veces. Silbaba de manera desacompasada cuando empujó la puerta principal.
Bob Rogers estaba de servicio detrás de la mesa de despacho. Alzó la mirada cuando Walsh entró.
– Buenas, señor.
– Hola, Bob.
– Los rumores dicen que ha encontrado a Maybury.
Walsh apoyó un brazo en la mesa.
– No doy por sentado nada -gruñó-. El cabrón me ha despistado durante diez años. Puedo esperar otras veinticuatro horas antes de descorchar el champán. ¿Hay noticias de Webster?
Rogers negó con la cabeza.
– ¿Ocupado esta noche?
– No, como puede ver.
– Hágame un favor, entonces. Consígame una lista de todas las personas, hombres y mujeres, de las que se haya informado que han desaparecido en nuestra zona en, digamos, los últimos seis meses. Estaré en mi despacho.
Walsh fue al piso de arriba, sus pasos resonaban con fuerza en el pasillo abandonado. Le gustaba el lugar de noche, vacío, silencioso, sin teléfonos que sonaran y sin oír inanes charlas fuera de su despacho que se entrometiesen en sus pensamientos. Entró en su oficina y encendió la luz.
Su esposa le había comprado un cuadro hacía dos Navidades para dar una nota personal a sus frías y blancas paredes. Estaba colgado en la pared frente a la puerta y lo saludaba cada vez que entraba a la habitación. Lo odiaba. Era un símbolo de su mal gusto, no de él, una manada de caballos de color negro brillante, de crines largas y sueltas, galopando a través de un bosque otoñal. Hubiese preferido algunas estampas de Van Gogh por el mismo precio, pero su mujer se había reído de esa sugerencia. «Cariño -había dicho-, cualquiera puede tener una estampa; ¿seguramente preferirías un original?» Miró ferozmente el precioso cuadro y se preguntó, no por vez primera, por qué encontraba tan difícil decirle no a su esposa.
Fue hacia el archivador y seleccionó las ces. «Cairns», «Callaghan», «Calvert», «Cambridge», «Cattrell». Soltó una exclamación de satisfacción, retiró el expediente del cajón y se lo llevó a la mesa. Lo abrió, se acomodó en su silla, se aflojó la corbata y se descalzó.
La información aparecía en forma de curriculum vitae, daba los detalles de la historia de la Anne Cattrell que conocía la comisaría de Silverbone en tiempos de la desaparición de Maybury. Más información adicional y reciente se había añadido de vez en cuando en la última página. Walsh se tocaba los labios pensativamente mientras leía. Era decepcionante, en general. Había deseado encontrar una grieta en su armadura, alguna pequeña ventaja que hubiese podido utilizar a su favor. Pero no había nada. A menos que el hecho de que los últimos nueve años de su vida comprendían una página, mientras que los diez años anteriores ocupaban muchas, mereciera la pena considerarse. ¿Por qué había renunciado a una carrera tan prometedora? Si se hubiese quedado en Londres, ahora ya sería una de las primeras firmas. Pero en nueve años, su éxito más importante había sido la sensacional noticia acerca del ministerio de Defensa y aquélla, publicada en una revista mensual, había sido robada por periodistas de los periódicos de alcancenacional. Había obtenido muy poco prestigio por ella. En efecto, Walsh sólo se enteró de que fue su noticia porque el nombre se había registrado en relación a Maybury. Si se hubiese casado, su repentina caída profesional habría tenido sentido, pero…, su frente se arrugó profundamente. ¿Era así de sencillo? ¿Se habían comprometido, ella y esas mujeres, en alguna especie de matrimonio pervertido en cuanto todas estuvieron libres? Encontró la idea extrañamente tranquilizadora. Si la señora Maybury había sido lesbiana siempre, explicaba mucho. Estaba recogiendo los papeles de la ficha cuando Bob Rogers entró.
– Tengo esos nombres, señor, y una taza de té.
– Buen chico -aceptó la taza, agradecido-. ¿Cuántos?
El sargento Rogers consultó su lista…
– Cinco. Dos mujeres y tres hombres. Es bastante obvio que las mujeres han huido: ambas adolescentes, una al final de la adolescencia, ambas se fueron de casa después de haber discutido con sus padres y nadie las ha visto desde entonces. La más joven tenía catorce años, Mary Lucinda Phelps, llamada Lucy. Organizamos una búsqueda bastante importante, si lo recuerda, pero nunca encontramos nada.
– Sí, lo recuerdo. Parecía que tenía unos veinticinco años en la fotografía.
– Sí, es ésa. Los padres juraban que era virgen, pero resultó que había tenido un aborto a los trece años. La pobre criatura probablemente ahora ya debe de estar en las calles de Londres. La otra es una tal Suzie Miller, de dieciocho años, vista por última vez a principios de mayo, en la autopista A31 con un hombre mayor que ella. Contamos con un testigo que la vio y que dice que ella tenía muchas atenciones con él. Sus padres querían que lo tratásemos como un asesinato, pero no había nada que sugiriera que había pasado alguna desgracia y, naturalmente, nunca hemos encontrado un cadáver. De los tres hombres, uno es un posible suicida, aunque de nuevo no hemos encontrado su cadáver; otro es medio senil y se fue a pasear, y el tercero se ha largado. El primero es un joven muchacho asiático de 21 años, con un historial de depresiones, Mohammed Mirahmadi, cinco intentos de suicidio anteriores. Se marchó hace tres meses. Rastreamos unas canteras cercanas sin éxito. El segundo de la lista es un hombre viejo, Keith Chapel, que se fue de un asilo benéfico a mediados de marzo, eso hace ya casi cinco meses, y no ha regresado. En rigor, es extraño que nadie lo haya visto. Aquí dice que llevaba pantalones de color rosa chillón. Y por último, un tal Daniel Clive Thompson, de 52 años, su mujer informó de su desaparición hace nueve, diez semanas. El inspector Staley investigó este caso bastante a fondo. El negocio del hombre quebró y dejó a mucha gente dando saltos como locos, incluyendo a la mayoría de sus empleados. La opinión del sargento es que se ha pirado a Londres. Fue visto por última vez bajando del tren en la estación de Waterloo -alzó la mirada.