Выбрать главу

– ¿Alguno de ellos vive cerca de Streech?

– Uno de los hombres, Daniel Thompson. Dirección: Larkfield, East Deller. Ése es el pueblo vecino, ¿verdad?

– ¿Cuál es la descripción?

– Un metro ochenta, cabello gris, ojos color avellana, bien formado, llevaba un traje marrón, un metro, once centímetros de pecho, y zapatos de color marrón, número ocho. Otra información: grupo sanguíneo O, cicatriz de apendicectomía, dentadura completa, tatuajes en ambos antebrazos. Última vez que fue visto: 25 de mayo, en Waterloo. Última vez visto por su mujer: el mismo día, cuando lo dejó en la estación de Winchester. Eso es todo lo que hay aquí, pero el inspector Staley tiene una ficha más extensa sobre él. ¿Quiere que la saque?

– No -gruñó Walsh enfadado-. Es Maybury -observó cómo Bob Rogers se dirigió hacia la puerta-. ¡Maldita sea! Es como cuando uno se deja el paraguas un día que hace buen tiempo. Termina lloviendo. Déjeme la lista. Si me la guardo, lo más seguro es que será Maybury -esperó hasta que la puerta se cerró, entonces miró fija y tristemente la descripción de Daniel Thompson. Su cara parecía diez años mayor.

Capítulo 8

Cuando Anne entró en la biblioteca a la mañana siguiente, encontró a McLoughlin de pie junto a la ventana, mirando melancólicamente a través de ella más allá del camino de grava. Se volvió al entrar ella, y Anne se fijó en las negras ojeras de una noche en blanco alrededor de sus ojos y en los reveladores rasguños de un torpe afeitado en el cuello y la barbilla. Olía a cólera y frustración, y a la cerveza del día anterior. Le hizo un gesto para que se sentara, esperó hasta que ésta lo hizo y luego se sentó él mismo en una silla detrás del escritorio. Partículas de polvo brillaban y bailaban a la luz del rayo de sol que mediaba entre los dos. Se miraron mutuamente con franca aversión.

– No la entretendré mucho, señorita Cattrell. El inspector jefe Walsh vendrá más tarde y sé que quiere hacerle algunas preguntas. De momento, me gustaría concentrarme en el descubrimiento del cadáver y en una o dos cuestiones relacionadas. Tal vez podría empezar repasando lo que ocurrió ayer por la tarde, desde el principio, cuando llegó el jardinero.

Anne hizo lo que le pidió, sabiendo que sería una pérdida de tiempo señalar que ya se lo había explicado al policía Williams la tarde anterior. De vez en cuando, miraba a McLoughlin, pero retiraba la vista cuando él se negaba a bajar la mirada. Había una nueva mirada, más inteligente, en sus ojos, lo cual significaba que estaba mejor informado sobre ella. Y qué agotador era aquello, pensó. Ayer, McLoughlin la había despreciado; hoy, la veía como un reto. Con un suspiro interior, empezó a preparar sus defensas.

– No sabe ni quién era, ni cómo llegó hasta ahí, ni cuándo. ¿Antes de ayer había visto en alguna ocasión el interior de la casa del hielo?

– No.

– Entonces, ¿por qué nos dijo que usted y la señora Goode habían limpiado la basura de allí dentro hace seis años?

Anne se había preparado bien para aquello gracias a Diana.

– Porque parecía una buena idea en aquel momento -sacó un cigarrillo de su bolsillo y lo encendió-. Quería ahorrarles tiempo y problemas. Deberían estar buscando a su víctima y a sus sospechosos fuera de Grange. No tiene nada que ver con nadie de aquí.

No le impresionó.

– Nunca es buena idea mentir a la policía. Con su experiencia, debería saberlo.

– ¿Mi experiencia? -preguntó dulcemente.

– Si no le importa, prescindiremos de los juegos de palabras, señorita Cattrell. Nos ahorraremos mucho tiempo.

– Tiene mucha razón, por supuesto -reconoció pacíficamente. ¡Qué pedante era aquel hombre!

Los ojos de McLoughlin se entrecerraron.

– ¿Mintió porque comprendió el significado de la casa del hielo y la importancia de saber dónde estaba?

Se quedó callada un momento.

– En efecto, entendí que precisamente ustedes la considerarían significativa. Todavía tienen que convencerme de que lo es. Comparto la opinión de la señora Goode de que seguramente un buen número de gente conoce su localización o de que la casualidad jugó un papel en el hecho de que el cadáver estuviese allí.

– Hemos encontrado algunos condones usados en los alrededores de la casa del hielo -dijo McLoughlin, cambiando de tema bruscamente-. ¿Tiene idea de quién podría haberlos dejado ahí?

Anne sonrió burlonamente.

– Bueno, yo no fui, sargento. No los uso.

McLoughlin mostró su irritación.

– ¿Ha tenido relaciones sexuales en ese lugar con alguien que los usa, señorita Cattrell?

– ¿Cómo, con un hombre precisamente? -soltó su risa ahogada y gutural-. ¿Es sensato hacer una pregunta como ésa a una lesbiana?

McLoughlin se agarró las rodillas fuertemente con dedos temblorosos mientras una rabia negra martilleaba su cabeza. Se sentía muy mal, los ojos le escocían por falta de sueño, su boca sabía horrible. Qué puta más odiosa y condenada era, pensó. Tomó unos respiros poco profundos y relajó sus manos sobre el escritorio. Retemblaban con vida propia.

– ¿Las ha tenido? -insistió.

Ella lo observó con atención.

– No, no he tenido relaciones -contestó tranquilamente-. Ni tampoco, que yo sepa, nadie de esta casa -se inclinó y dio un golpecito a la punta del cigarrillo contra el borde de un cenicero.

McLoughlin desplazó las manos y las volvió a poner sobre sus rodillas.

– Quizás usted podría aclarar algo que nos confunde a ambos, al inspector jefe Walsh y a mí -prosiguió-. Tenemos entendido que usted y la señora Goode han estado viviendo aquí durante muchos años. ¿Cómo es que ninguna de ustedes dos había visto el interior de la casa del hielo?

– Del mismo modo que la mayoría de londinenses no han visto nunca el interior de la Torre de Londres. Uno no tiende a explorar las cosas que están en el umbral de su propia puerta.

– ¿Sabía que existía?

– Imagino que sí -recapacitó un instante-. Debía saberlo. No recuerdo haberme sorprendido cuando Fred la mencionó.

– ¿Sabía dónde estaba?

– No.

– ¿Qué se pensaba que era el montecillo?

– Sólo puedo recordar haber recorrido los jardines en una ocasión y eso fue la primera vez que vine aquí.

McLoughlin no la creía.

– ¿No va a pasear? ¿Con los perros, con sus amigas?

Ella jugó con el cigarrillo entre sus dedos.

– ¿Le parezco una persona que haga ejercicio, sargento?

El policía la observó brevemente.

– En realidad, sí. Está muy delgada.

– Como muy poco, sólo bebo bebidas alcohólicas sin rebajar y fumo como una chimenea. Le va de maravilla a mi figura, pero me deja jadeando sin aliento a medio camino de subir las escaleras.

– ¿No ayuda en el jardín?

Levantó una ceja.

– Sería un estorbo. No podría distinguir la diferencia entre una adelfa de un arbusto sauce y un áster. De todos modos, ¿cuándo tendría tiempo? Soy una profesional. Trabajo todo el día. Dejamos los arreglos del jardín en manos de Phoebe, eso es de su competencia.

McLoughlin recordó las plantas de las macetas de su cuarto. ¿Estaba mintiendo otra vez? ¿Pero por qué mentir acerca de la jardinería, por Dios? Su mano vagó hasta la barba incipiente y desigual de su mandíbula; se la tocó, la examinó. Sin avisar, un postigo de pánico se cerró de golpe en su cerebro, dejando en blanco su memoria. ¿Se había afeitado? ¿Dónde había dormido? ¿Había desayunado? Sus ojos se pusieron vidriosos y miró directamente a través de Anne, la oscuridad que había más allá de ella, como si la mujer estuviese en una dimensión alejada de su estrecha línea de visión.

La voz de Anne le sonó remota.

– ¿Se encuentra bien?

El postigo se abrió de nuevo y lo dejó con la náusea del alivio.