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– ¿Por qué vive aquí, señorita Cattrell?

– Lo más probable es que sea por la misma razón por la cual usted vive en su casa. Es el techo más bonito sobre mi cabeza que pude encontrar.

– Eso difícilmente es una respuesta. ¿Cómo hace cuadrar Streech Grange y sus dos sirvientes con su conciencia? ¿No es más bien demasiado privilegiado para su gusto? -apuntó. Su voz rechinó con el escarnio que acompañaba a la pregunta.

Anne apagó el cigarrillo.

– Simplemente no puedo contestar a esa cuestión. Está basada en tantas premisas falsas que es completamente hipotética. Ni tampoco, francamente, veo su pertinencia.

– ¿Quién le propuso que viniera aquí? ¿La señora Maybury?

– Nadie. Yo lo propuse.

– ¿Por qué?

– Porque -repitió pacientemente- pensé que sería un lugar bonito para vivir.

– Eso es una mierda -dijo airadamente McLoughlin.

Anne sonrió.

– Se olvida de la clase de mujer que soy, sargento. Tengo que tomar mis placeres allí donde los encuentro. Phoebe no dejaría, no podría dejar esta casa para ir a Londres, de manera que tuve que venir yo aquí. En realidad es muy sencillo.

Se produjo un largo silencio.

– Los placeres no duran -dijo en voz baja. El postigo oscilaba horriblemente en su cerebro.

«Los placeres son como amapolas abiertas,

Coges la flor, la flor se marchita;

O como la nieve que cae sobre el río,

Por un instante blanca: entonces se derrite para siempre.»

Pronunció las palabras para sí mismo. No hubo más silencio.

– En su caso, señorita Cattrell, el precio del placer podría parecer la hipocresía. Se trata de un precio muy caro. ¿Valía la señora Maybury ese precio?

Si la hubiese apuñalado con un cuchillo en las tripas, no le habría dolido más. Anne se refugió en la ira.

– Deje que le haga un pequeño resumen de lo que condujo a esta línea de interrogatorio. Alguien, probablemente Walsh, le dijo: es una feminista, una izquierdista, un miembro de la Campaña pro Desarme Nuclear, una excomunista y Dios sabe qué otras tonterías además de todo eso. Y usted, exultante en su superioridad porque es macho y heterosexual, se lanzó a la oportunidad de intentar algo conmigo en cuestiones de principio. No le interesa la verdad, McLoughlin. El único problema aquí es si usted y su engreído ego pueden hacer mella en el mío y, ¡Dios! -le soltó-, apenas es original en eso.

Él también se inclinó, de manera que los dos se hacían frente mirándose desde cada lado del escritorio.

– ¿Quiénes son Fred y Molly Phillips?

Estaba desprevenida, tal y como él sabía que estaría, y no pudo esconder el destello de preocupación en sus ojos. Retrocedió apoyándose contra el respaldo de su silla y alcanzó otro cigarrillo.

– Trabajan para Phoebe de ama de llaves y jardinero.

– La señora Goode nos dijo que usted arregló su empleo aquí. ¿Cómo los encontró?

– Me los presentaron.

– ¿A través de su trabajo, a través de sus contactos políticos? ¿Acaso la reforma penal es uno de sus intereses?

«Que lo condenen hasta el infierno y de vuelta», pensó Anne; no era un perfecto patán después de todo.

– Estoy en el comité de un grupo londinense para la rehabilitación de ex presidiarios. Los conocí a través de él.

Ella esperaba su triunfo y le reconoció su mérito de mala gana cuando McLoughlin no lo mostró.

– ¿Siempre se han llamado Phillips?

– No. No siempre se han llamado así

– ¿Cuál era su apellido?

– Creo que eso se lo debería preguntar a ellos.

Pasó una mano fatigada por su cara.

– Bien, desde luego, puedo hacerlo, señorita Cattrell, y eso sencillamente daría largas a la angustia de todos. Lo descubriremos de una u otra forma.

Anne miró a través de la ventana, por encima del hombro del sargento, hacia donde Phoebe estaba quitando los capullos muertos de las rosas que bordeaban el camino. Había perdido la tensión de la tarde anterior y se agachaba al sol, contenta; lenguas de llamas se rizaban en su cabello brillante, sus dedos ágiles mordían entre los tallos de las flores. Benson permanecía sentado mostrando sentimiento junto a ella, Hedges estaba echado y jadeaba a la sombra de un rododendro enano. El calor del sol, aún lejos de su apogeo, relucía sobre la grava caliente.

– Jefferson -dijo Anne.

El sargento lo relacionó inmediatamente.

– Cinco años cada uno por el asesinato de su inquilino, Ian Donaghue.

Anne hizo un gesto de asentimiento.

– ¿Sabe por qué las sentencias fueron tan indulgentes?

– Sí, lo sé. Donaghue cometió sodomía con su hijo de doce años y lo mató. Ellos lo encontraron antes que la policía y lo colgaron.

Ella asintió.

– ¿Aprueba la venganza personal, señorita Cattrell?

– La entiendo.

McLoughlin sonrió de pronto, y por un breve instante Anne creyó que parecía bastante humano.

– Entonces, por fin hemos encontrado algo en lo que podemos estar de acuerdo -golpeteó con su lápiz en la mesa-. ¿Cómo de bien se llevan los Phillips con la señora Maybury?

– Sumamente bien -se rió tonta e inesperadamente-. Fred la trata como a la realeza y Molly la trata como a la basura. Es una combinación bárbara.

– Supongo que le están agradecidos.

– Al contrario. Diría que Phoebe les está más agradecida a ellos.

– ¿Por qué? Les ha dado un nuevo hogar y un trabajo.

– Usted ve Grange tal como es ahora, pero cuando vinieron aquí hace nueve años, Phoebe se las había estado arreglando ella sola durante un año. Todos la evitaron. Nadie del pueblo y ni siquiera de Silverbone quería trabajar para ella. Tenía que cuidarse del jardín, de las tareas domésticas y del mantenimiento de la casa ella misma y el lugar parecía un vertedero.

Una piedra fue tambaleándose repugnantemente en su memoria a medida que los recuerdos luchaban por salir. Era la peste de la orina, pensó. Por todas partes. En las paredes, las moquetas, las cortinas. Nunca olvidaría la terrible peste de la orina.

– La llegada de Fred y Molly un par de meses después de nosotras cambió su vida.

McLoughlin estudió la biblioteca. Había bastantes cosas originales, las estanterías talladas en roble, las cornisas moldeadas en yeso, la chimenea revestida; pero había otras que eran nuevas, la pintura, un radiador debajo de la ventana, dobles cristales en los marcos esmaltados de blanco, todo, desde luego, de hacía menos de diez años.

– La gente, ¿ha cambiado ahora de actitud respecto a la señora Maybury?

Anne siguió su mirada.

– En absoluto. Aún no trabajarían para ella -dio un golpecito al cigarrillo para tirar la ceniza-. Lo intenta de cuando en cuando sin éxito. Ir a Silverbone ya no tiene objeto. Ha ido hasta Winchester y Southampton con el mismo resultado. Streech Grange es conocido, sargento, pero usted ya lo sabe, ¿verdad? -sonrió cínicamente-. Todos parecen pensar que se les va a asesinar nada más poner los pies en este lugar. Con alguna justificación, parecería, tras el pequeño descubrimiento de ayer.

McLoughlin movió la cabeza hacia la ventana.

– Entonces ¿quién puso la calefacción central y dobles cristales? ¿Fred?

– Phoebe.

Él se rió con auténtica diversión.

– Oh, ¡por Dios! Mire, sé que usted participa en una cruzada para demostrar que las mujeres son lo único que importa, pero no puede esperar que yo me trague eso -se levantó y anduvo a zancadas hacia la ventana-. ¿Tiene idea de cuánto pesa un cristal como éste? -golpeó un panel de doble acristalamiento y atrajo la atención contrariada de Phoebe que estaba fuera. Lo miró con curiosidad durante un instante y entonces, viendo que se volvía, reanudó su trabajo de jardinería. McLoughlin regresó a su silla-. Empezaría por no poder levantarlo y mucho menos colocarlo de manera profesional en el marco. Se necesitarían como mínimo dos hombres, si no tres.