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– O tres mujeres -dijo Anne, impasible ante su arrebato-. Todos echamos una mano para levantarlo. Somos cinco después de todo, ocho los fines de semana en que vienen los muchachos.

– ¿Ocho? -preguntó bruscamente- Pensaba que sólo había dos muchachos.

– Tres. Está también Elizabeth, la hija de Diana.

El policía se desgreñó el cabello al pasarse los dedos, dejando una cresta oscura que señalaba hacia el techo.

– Nunca mencionó que tuviera una hija -dijo agriamente, interrogándose acerca de qué otras sorpresas le reservaban.

– Seguramente no se lo preguntó.

McLoughlin ignoró el comentario.

– Dijo que la señora Maybury también se ocupó de la calefacción central. ¿Cómo?

– Del mismo modo que los lampistas, probablemente. Recuerdo que creía que eran mejores las junturas por la cabeza de manera que utilizó mucha fibra de alambre, estaño y un soldador. También había numerosos pedazos de tuberías de cobre de 15 y 22 milímetros tirados por ahí. Alquiló una máquina de moldear tuberías durante muchas semanas para hacer tubos en forma de «s» y en ángulo recto como las anteriores de diferentes tamaños. Conseguí escribir un artículo condenadamente bueno sobre la mujer y el «hágalo usted mismo» gracias a ello.

McLoughlin negó con la cabeza.

– ¿Quién le enseñó a hacerlo? ¿Quién conectó la caldera?

– Ella lo hizo -le divertía su expresión-. Sacó un libro de la biblioteca. Explicaba exactamente lo que tenía que hacer.

Andy McLoughlin era enormemente escéptico. En su experiencia, una mujer que conectara la caldera de una calefacción central, sencillamente, no existía. Su madre, que sostenía ignorantes ideas a propósito del lugar de una mujer en el hogar, echó raíces firmemente en la cocina, fregaba y limpiaba, lavaba y cocinaba, se negó inflexiblemente incluso a aprender a cómo cambiar un enchufe eléctrico, manteniendo que era trabajo de hombres. Su esposa, quien por contraste había reivindicado «ideas cultas», se había inscrito como secretaria temporalmente y se llamaba a sí misma una mujer de carrera. Ciertamente, había desperdiciado sus días, pintándose las uñas, jugando con el pelo, quejándose constantemente del aburrimiento, pero sin hacer nada para evitarlo. Había reservado sus energías para cuando su marido llegaba a casa, desatándolas en una furia de recriminaciones acerca de sus largas horas de trabajo, su abandono de ella, sus fallos al no darse cuenta de su aspecto, su incapacidad para apoyar y admirar todo lo que exigía su personalidad insegura. La ironía era que ella le había atraído en primer lugar porque la mentalidad de la cocina de su madre le horrorizaba y, sin embargo, de las dos, su madre tenía el intelecto más despierto. Había salido de las dos relaciones con la sensación, no de su propia incapacidad, sino de la de ellas. Había buscado la igualdad y había encontrado sólo una irritante dependencia.

– ¿Qué más ha hecho? -inquirió lacónicamente, mirando el profesional acabado de la emulsión entintada a rodillo que simulaba un estampado de ropa-. ¿La decoración?

– No, de eso se ocupa Diana principalmente, pero todas la hemos echado una mano. Di también ha hecho las tapicerías y las cortinas. ¿Qué más ha hecho Phoebe? -reflexionó un momento-. Ha puesto la nueva instalación eléctrica de la casa, ha hecho dos cuartos de baño más y dos tabiques montantes entre nuestras alas y la parte principal. En este momento, ella y Fred están resolviendo cuál es la mejor manera de emprender una reparación completa del tejado -sintió el peso de su escepticismo y se encogió de hombros-. No está intentando demostrar nada, sargento, ni tampoco yo al explicárselo. Phoebe hace lo que todos los demás hacen y se ha adaptado a la situación en que se encuentra. Es una luchadora. No es el tipo de persona que renuncia cuando las cartas están en contra de ella.

McLoughlin se acordó de sus propias circunstancias. La soledad le asustaba.

– ¿Estaban preocupadas usted y la señora Goode acerca del estado mental de la señora Maybury tras pasar doce meses sola en esta casa? ¿Fue ése su motivo real para venir aquí?

¿Podía pesar más la realidad, se preguntaba Anne, que la verdad? Contestar sí a una pregunta como aquélla de aquel hombre sería una traición. La capacidad de comprensión de McLoughlin estaba limitada por sus prejuicios.

– No, sargento -mintió-. Diana y yo nunca tuvimos un instante de preocupación por el estado mental de Phoebe, tal y como usted dice. Es bastante más estable que usted, por ejemplo.

Los ojos del hombre se entrecerraron con rabia.

– Es psiquiatra, ¿verdad, señorita Cattrell?

– Por decirlo así -dijo, inclinándose y estudiándolo con descaro-, siempre reconozco un problema crónico con la bebida cuando veo uno.

La rapidez con la que su mano salió disparada y agarró su cuello fue asombrosa. La atrajo hacia sí implacablemente por encima del escritorio, sus dedos mordiendo en su carne, mientras un tumulto de emociones confusas gobernaba sus acciones. El beso, si la brutal penetración de la boca de otro puede llamarse beso, fue tan imprevisto como el ataque. La liberó bruscamente y fijó la mirada en las marcas rojas de su cuello. Un sudor frío caló su espalda al darse cuenta de lo vulnerable que se había hecho a sí mismo.

– No sé por qué hice eso -dijo-. Lo siento.

Pero sabía que bajo las mismas circunstancias lo volvería a hacer. Por fin se sintió vengado.

Anne se limpió la saliva de la boca y se estiró el cuello de la camisa.

– ¿Quería preguntarme alguna cosa más? -habló como si no hubiera pasado nada.

Negó con la cabeza.

– No, en este momento no -contestó. Observó cómo ella se levantaba-. Puede denunciarme por esto, señorita Cattrell.

– Por supuesto.

– No sé por qué lo hice -volvió a decir.

– Pues yo sí -dijo-. Porque es usted un mierdecilla incapaz.

Capítulo 9

El sargento Nick Robinson levantó los ojos y vio con alivio que sólo le quedaban dos casas más antes de llegar al pub. A su derecha se alzaba la cuesta que dejaba atrás las verjas de Streech Grange; detrás de él, a unos kilómetros de distancia, se extendía Winchester; delante, el muro de ladrillos que rodeaba el lado sur de la finca de Grange abrazaba la carretera a East Deller. Comprobó la hora en su reloj. Faltaban diez minutos para la hora en que abrían y para poder atacar una pinta de cerveza. Si había algo que odiaba, eran los interrogatorios a domicilio. Con un paso más ligero, subió por el corto camino hacia la casa llamada Clementine Cottage y -examinó su lista- hacia la señora Amy Ledbetter. Llamó al timbre.

Tras unos minutos y el ruido metálico de una cadena anti-robo, la puerta se abrió unos doce centímetros. Un par de ojos brillantes lo examinaron.

– ¿Sí?

Sacó su identificación.

– Policía, señora Ledbetter.

La tarjeta fue cogida por una mano artríticamente deformada y desapareció en el interior.

– Espere ahí, por favor -dijo la voz de la mano-. Quiero llamar a la comisaría de policía y asegurarme de que usted es lo que dice.

– Muy bien -se apoyó contra el porche y encendió un cigarrillo. Ésta era la tercera comprobación telefónica sobre él en dos horas. Se preguntaba si los policías con uniforme estaban teniendo tantos problemas como él.

Tres minutos más tarde, la puerta se abrió completamente y la señora Ledbetter le hizo un gesto hacia el salón. Tenía perfectamente más de setenta años, la piel curtida y una mirada de no admitir tonterías. Le devolvió su justificación y le dijo que se sentara.

– Hay un cenicero sobre la mesa. Bien, sargento, ¿qué puedo hacer por usted?

«No hay necesidad de andarse por las ramas con este viejo murciélago -pensó-. No es como la boba de su vecinita, que afirmaba que oír hablar de asesinato en la televisión le daba palpitaciones.»