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– Los restos de un hombre asesinado fueron descubiertos en el jardín de Grange ayer por la tarde -dijo solamente-. Estamos haciendo preguntas para ver si alguien del pueblo sabe algo de eso.

– Oh, no -dijo Amy Ledbetter-. Pobre Phoebe.

El detective sargento Robinson la miró con interés. Ésta era una reacción que no había encontrado antes. El humor de los otros habitantes del pueblo con los que había hablado había sido el de satisfacción insultante.

– ¿Le sorprendería -le preguntó a la anciana- si le dijera que usted es la única persona hasta ahora que ha expresado alguna compasión por la señora Maybury?

Arrugó sus labios con una mueca de asco.

– Por supuesto que no. La falta de inteligencia de esta comunidad es asombrosa. Me hubiera marchado a otro sitio hace años si no quisiera tanto a mi jardín. ¿Supongo que es el cadáver de David?

– Todavía no lo sabemos.

– Entiendo -lo observó abstraída-. Bueno, adelante. ¿Qué desea preguntarme?

– ¿Conoce bien a la señora Maybury?

– La conozco de toda la vida. Gerald Gallagher, el padre de Phoebe, y mi marido eran viejos amigos. La solía ver mucho cuando era más joven y mi marido aún vivía.

– ¿Y ahora?

La mujer frunció el ceño.

– No, la veo muy poco ahora. Por mi culpa -levantó una de sus manos nudosas-. La artritis es el diablo. Es más cómodo quedarse en casa y ocuparse en trabajos de poca importancia que salir a hacer visitas y, además, le hace a una irritable. Fui muy seca con ella la última vez que vino a verme y no ha vuelto desde entonces. Eso fue hace unos doce meses. Por mi culpa -repitió.

Viejo pájaro de caza, pensó, y seguramente más fiable que los otros con los que había hablado que habían manejado insinuaciones y chismes.

– ¿Sabe algo de sus dos amigas, la señora Goode y la señorita Cattrell?

– Las conozco, las conocía bastante bien. Phoebe solía traerlas a casa de la escuela. Buenas chicas, interesantes, rebosaban de carácter.

Robinson consultó su cuaderno.

– Una de las aldeanas me dijo -levantó los ojos brevemente- y cito: «Esas mujeres son peligrosas. Han hecho varios intentos de seducir a chicas del pueblo, incluso intentaron que mi hija se uniese a una de sus orgías lesbianas» -volvió a alzar la vista-. ¿Sabe algo de eso?

Apartó un pelo perdido de su frente con el revés de su mano abarquillada.

– Dilys Barnes, supongo. No le agradecerá que la describa como una aldeana. Es una horrible esnob, le gusta pensar que es una de nosotros.

Estaba intrigado.

– ¿Cómo lo supo?

– ¿Que era Dilys? Porque es una mujer muy tonta que cuenta mentiras. Es falta de educación, desde luego. Ese tipo de personas hacen cualquier cosa para evitar que se rían de ellos. Han arruinado a sus hijos con todas sus ideas esnobs. Enviaron fuera al chico a una escuela privada y ha regresado, pero ahora guarda un resentimiento del tamaño de una montaña. Y la hija, Emma -puso cara de desagrado-. Me temo que la pobre pequeña Emma se ha vuelto muy libertina. Creo que es su modo de vengarse de su madre.

– Comprendo -dijo, completamente perdido.

Ella se rió entre dientes al ver su expresión.

– Se copula en los bosques de Streech Grange -explicó-. Es el lugar favorito para eso -se volvió a reír entre dientes cuando la boca del sargento se quedó abierta-. Emma fue vista saliendo a escondidas de los jardines una noche ya tarde y la historia que su madre difundió fue ésa absurda que le ha repetido a usted -negó con la cabeza-. Son tonterías, por supuesto, y nadie las cree realmente, pero fingen estar de acuerdo con ellas porque no les gusta Phoebe. Y ella misma es su propia y peor enemiga. Deja que ellos vean lo mucho que los desprecia. Eso es siempre un error. De todos modos, pregunte a Emma. No es mala muchacha. Si usted mantiene lo que le dice confidencialmente, le dirá la verdad que supongo.

El policía tomó nota.

– Gracias, lo haré. Decía que el bosque es el lugar favorito para… esto…, copular.

– Así es, bastante preferido -dijo firmemente-. Reggie y yo lo utilizábamos mucho antes de casarnos. Es especialmente bonito en primavera. Un bosque de campanillas, ya sabe. Muy bonitas.

Se quedó pasmado ante ella.

– Bueno, bueno -dijo tranquilamente Amy Ledbetter-, eso le sorprende, veo, pero los jóvenes son realmente muy ignorantes respecto al sexo. La gente no era más capaz de controlar su deseo por él en mi época que ahora y, gracias a Marie Stopes, no estábamos sin protección -sonrió-. Cuando sea tan viejo como yo, joven, sabrá que en lo que se refiere a la naturaleza humana, cambian muy pocas cosas. La vida, para la mayoría de nosotros, es la búsqueda del placer.

«Bueno, eso es cierto», pensó, recordando su cerveza. El hombre abandonó sus inhibiciones.

– Hemos encontrado algunos condones usados en la finca de Grange que están relacionados con lo que usted ha estado diciendo, señora Ledbetter. Además de Emma Barnes, ¿sabe de alguien más que pueda haber estado haciendo el amor ahí arriba?

– Conocimiento preciso, no. Suposiciones, sí. Si promete tener tacto al dirigirse a las personas interesadas, le daré dos nombres más.

Robinson asintió.

– Se lo prometo.

– Paddy Clarke, el dueño del pub. Está casado con una bruja que no tiene ni idea del gran temperamento que él tiene. Cree que lleva al perro a pasear después de la hora de cerrar mientras ella ordena el local por dentro, pero yo he visto al perro correr suelto a la luz de la luna demasiado a menudo para creer eso. No duermo bien -añadió, a modo de explicación.

– ¿Y el otro?

– Eddie Staines, uno de los trabajadores del campo de la granja Bywater. Un diablo joven y bien parecido, que sale con una chica diferente cada mes. Le he visto dirigirse cuesta arriba unas cuantas veces -inclinó la cabeza en dirección a Grange.

– Es una gran ayuda -dijo.

– ¿Algo más?

– Sí -parecía un poco avergonzado-. ¿Ha visto a algún desconocido por los alrededores? ¿En los últimos seis meses, digamos?

Esta pregunta había sido acogida con general diversión. La señora Ledbetter se desternilló de risa.

– Hace veinticinco años habría podido darle una respuesta sensata a una pregunta como ésa. Hoy día, imposible -se encogió de hombros-. Siempre hay desconocidos por aquí, sobre todo en verano. Turistas, gente que está de viaje, de paso, y que para a comer en el pub, campistas de East Deller. Ha habido unas cuantas caravanas que se han quedado atrapadas en la acequia de la esquina, normalmente franceses, son tan malos conductores… Pregunte a Paddy. Las saca con su todo terreno. No, no puedo ayudarlo en eso, me temo.

– ¿Está segura? -apuntó- ¿Alguien a pie tal vez, alguien que recuerde de hace años?

La mujer dio un bufido divertido.

– ¿David Maybury, quiere decir? Desde luego que no le he visto en los últimos meses. Hubiera informado de ello. La última vez que vi a David fue una semana antes de que desapareciese. Fue en Winchester, en la época en que yo todavía podía conducir, y me lo encontré por casualidad en los grandes almacenes Woolworths, comprando un osito de peluche para Jane. Era un tipo extraño. Un día vil, el siguiente encantador, lo que mi marido habría llamado un sinvergüenza, el tipo de hombre que atrae invariablemente a las mujeres -se quedó callada durante un momento-. También estuvo el vagabundo, por supuesto -dijo.

– ¿Qué vagabundo?

– Pasó por el pueblo hace unas semanas. Un viejo extraño con un sombrero flexible marrón inclinado hacia atrás. Cantaba Molly Malone, lo recuerdo. Cantaba bastante bien. Pregúntele a Paddy. Estoy segura de que fue al pub.

Su cabeza se hundió con cansancio contra el respaldo de su silla.

– Estoy cansada. No puedo ayudarlo más. Acompáñese usted mismo a la puerta, joven, y no olvide cerrar la verja -cerró los ojos.