El detective sargento Robinson se puso en pie.
– Gracias por dedicarme tanto tiempo, señora Ledbetter.
Roncaba silenciosamente cuando él salió de puntillas.
El inspector Walsh colgó el teléfono y fijó una mirada contemplativa a una distancia intermedia. De manera irritante, el doctor Webster no había servido de gran ayuda.
– No puedo demostrar que es Maybury, ni puedo demostrar que no lo es -dijo alegremente a través del cable-, pero mi cálculo profesional dice que no lo es.
– ¿Por qué, por Dios?
– Demasiadas discrepancias. No puedo casar el pelo, para empezar, aunque no estoy diciendo que eso sea el final. He enviado muestras a un amigo mío que dice ser un experto en estas cosas, pero no esperes demasiado. Me advirtió que la muestra que obtuviste del cepillo de Maybury puede haberse deteriorado demasiado. Por supuesto, yo no podría hacer nada con ella.
– ¿Qué más?
– Los dientes. ¿Te diste cuenta de que nuestro cadáver no tenía dientes? Ni un incisivo ni un molar a la vista. Indicaciones de que llevaba dentadura postiza, pero no se encontró nada. Parece como si algo o alguien los hubiese extraído. Ahora bien, Maybury, por otra parte, tenía todos sus dientes hace diez años y sus informes demuestran que estaban en bastante buena forma, sólo cuatro empastes en ellos. Ése es un cuadro muy diferente, George. Tendría que haber sufrido una horrorosa enfermedad de las encías para necesitar que le extrajesen todos los dientes en diez años.
Walsh reflexionó un momento.
– Digamos que, por cualquier motivo, quisiera perder su antigua identidad. Podría habérselos extraído a propósito, ¿no cree?
Webster rió entre dientes con buen humor.
– Inverosímil, aunque no es imposible. Pero ¿por qué la señora Maybury querría quitarle su dentadura postiza en ese caso, suponiendo que ella sea nuestra asesina? Ella, de entre toda la gente, sabría que no podrían identificarlo. Para ser sincero, George, diría que es al revés. Quienquiera que asesinara a nuestro amigo de la casa del hielo quitó cualquier cosa que demostrara que precisamente no era Maybury. Le han maltratado todos los dedos de los pies y las puntas de los dedos de la mano, por ejemplo, como si alguien quisiera evitar que tomásemos huellas. Sin embargo, todos los de esa casa saben que no conseguiste levantar ni una sola huella con la que se pudiera trabajar hace diez años.
– Por Dios, maldita sea -explotó Walsh-. Pensé que por fin tenía al cabrón. ¿Estás seguro, Jim? ¿Qué hay de los dedos que faltan?
– Bien, naturalmente faltan, pero parece como si hubiesen sido cortados con una cuchilla de carnicero, para la carne. Los he comparado con los informes de las amputaciones y no se parecen en nada. Maybury había perdido las articulaciones superiores de ambos dedos. A nuestro cadáver le han cortado los suyos desde la base de cada dedo.
– No demuestra que no sea Maybury.
– De acuerdo, pero sí parece como si alguien que sólo sabía que había perdido sus dos últimos dedos, hubiese intentado hacernos creer que era Maybury. Francamente, George, no estoy ni siquiera seguro en este momento de que una acción humana haya intervenido. Es bastante concebible, pero un poco extraño, que dientes muy afilados lo hayan mutilado de la manera que he descrito. Por ejemplo, eso que señalaste que parecía como si hubieran cortado filetes. He tomado algunos primeros planos de algunos surcos en las costillas y, demonios, es muy difícil distinguir lo que son. No puedo excluir que sean marcas de dientes.
– ¿El grupo sanguíneo?
– Ajá, ahí tienes algo que concuerda, muy bien. Ambos O positivo, como el cincuenta por ciento de la población. Y, hablando de sangre, deberías encontrar su ropa. Hay muy poco en ese barro que quitamos raspando en el suelo.
– Genial -había refunfuñado Walsh-, así que ¿cuáles son las buenas noticias que tenías para mí?
– Me están mecanografiando el informe ahora, pero te daré lo esencial. Hombre, blanco, un metro y setenta y siete centímetros, con un margen de error de dos centímetros por encima o por debajo, ya que ambos fémures han sido bien y verdaderamente destrozados, de manera que no me mostraría demasiado tajante en ese punto, constitución robusta, probablemente tendiendo a la gordura, con pelo en el pecho y en las paletillas de los hombros, indicación de descoloramiento causado por tatuajes en el antebrazo derecho, número de pie ocho. Ninguna idea sobre el color del cabello, pero seguramente era castaño oscuro antes de encanecer. Edad, más de cincuenta.
– Oh, por Dios, Jim. ¿No puedes ser más preciso?
– No es una ciencia precisa cuándo envejece la gente, George, y unos cuantos dientes hubiesen ayudado. Todo es cuestión de fusión entre las partes del cráneo, pero una edad entre cincuenta y sesenta es lo que yo supongo en este momento. Volveré a hablar contigo cuando haya hecho más cálculos.
– Está bien -dijo Walsh a regañadientes-. ¿Cuándo murió?
– He preguntado para que me aconsejasen sobre esto. El consenso es que sopesando el calor del verano contra el frío de la casa del hielo -teniendo en cuenta que la temperatura ambiental de la casa del hielo es posible que fuera bastante alta si la puerta estaba abierta-, y comparando eso con la aceleración de la descomposición después de que los carroñeros le hubiesen abierto y devorado las entrañas, más la posible mutilación por una acción humana, pero menos la grave infección de los gusanos porque las moscardas no pusieron huevos en grandes cantidades, aunque he enviado algunas larvas para que se examinen más detenidamente…
– Bien, muy bien, no te pedí una maldita lección de biología. ¿Cuánto tiempo lleva muerto?
– De ocho a doce semanas o de dos a tres meses, lo que prefieras.
– No prefiero ninguna de las dos cosas. Son períodos demasiado vagos. Hay un mes de diferencia. ¿Qué posibilidad eliges, ocho o doce?
– Seguramente en algún punto intermedio, pero no me cites.
– Tendrás suerte -fue el disparo de despedida de Walsh. Colgó con fuerza el auricular malhumoradamente, luego llamó a su secretaria con el interfono.
– Mary, querida, ¿me podría traer todos los detalles de un hombre de cuya desaparición se informó hace unos dos meses? Nombre: Daniel Thompson, dirección: algún lugar de East Deller. Creo que encontrará que el inspector Staley se ocupaba del caso. Si está libre, dígale que me dedique cinco minutos, ¿de acuerdo?
– ¡Desde luego!
Sus ojos se desviaron hacia el enorme expediente sobre David Maybury que había hecho resucitar de los archivos aquella mañana y que, restaurado y lustroso en su carpeta nueva y prístina, reposaba ahora en el extremo de su mesa como una promesa de primavera.
– ¡Cabrón! -dijo el inspector jefe Walsh.
Capítulo 10
Citados por llamadas telefónicas urgentes, Jonathan Maybury y Elizabeth Goode llegaron temprano aquella tarde en el estropeado Mini rojo de Jonathan. Mientras el joven lo conducía a través de las verjas y pasaban por la casa del guardia, Elizabeth se volvió hacia él con cara de preocupación.
– No se lo dirás a nadie, ¿verdad?
– ¿Decir a nadie qué?
– Lo sabes perfectamente bien. Prométemelo Jon.
Jonathan se encogió de hombros.
– Vale, pero creo que estás loca. Sería mejor jugar limpio ahora.
– No -dijo con firmeza-. Sé lo que hago.
Miró por la ventana las azaleas y los rododendros, su auge ya pasado, que cercaban el camino de entrada.
– Me pregunto si es así. Tal como yo lo veo, existe muy poca diferencia entre tu paranoia sobre el tema y la de tu madre. Tendrás que tener agallas para hablar tarde o temprano, Lizzie.
– No seas idiota -soltó ella.
Aminoró la velocidad mientras la amplia curva de grava delante de la casa se abría ante ellos. Ya había allí dos coches aparcados.