– Coches de policías en traje de paisano -dijo con humor macabro, colocando el Mini al lado de uno de ellos-. Espero que estés lista para la tortura.
– Oh, por Dios, crece de una vez -estalló airadamente Elizabeth, dejando que su preocupación y su temperamento variable la venciesen-. Hay veces en que podría matarte bastante felizmente, Jon.
– Hemos encontrado un par de zapatos, señor -el policía Jones colocó una bolsa transparente en el suelo a los pies de Walsh.
Walsh, que estaba sentado sobre el tocón de un árbol en la linde del bosque que rodeaba la casa del hielo, se inclinó hacia delante para mirar el contenido de la bolsa. Los zapatos eran de buena calidad, de piel marrón con irregulares manchas nubosas en la superficie donde la humedad había penetrado y luego se había secado. Un zapato tenía un cordón marrón, el otro un cordón negro. Walsh le dio la vuelta a la bolsa y miró las suelas.
– Interesante -dijo-. Tacones nuevos con clavos de metal. Apenas hay ninguna marca en ellos. ¿De qué número son?
– Del ocho, señor -Jones señaló el zapato del cordón marrón-. Sólo se puede distinguir en ése.
Walsh asintió.
– Diga a uno de sus hombres que vaya a la casa y descubra qué número de zapato calzan Fred Phillips y Jonathan Maybury, y después se dirija, hasta el pueblo para ver qué tal les va a Robinson y a sus muchachos. Si han acabado, quiero que vengan aquí arriba.
– Vale -dijo displicentemente Jones.
Walsh se levantó.
– Estaré en la casa del hielo con el sargento McLoughlin.
El policía Robinson volvió a ir al pub cuando ya se marchaban los últimos clientes.
– Lo siento, amigo -se excusó el dueño amablemente, reconociéndolo puesto que se acordaba de la pinta de cerveza que había tomado antes-. Demasiado tarde. No le puedo servir ahora.
Robinson le ofreció su identificación.
– Policía Robinson, señor Clarke. Estoy haciendo preguntas por el pueblo. Usted es la última puerta que visito.
Paddy Clarke apoyó los codos en la barra y rió entre dientes.
– El cadáver en Grange, sospecho. No se ha hablado de otra cosa durante toda la hora de la comida. Es todo lo que puedo decirle acerca de ello.
Nick Robinson se encaramó en un taburete de la barra y le ofreció a Paddy un cigarrillo antes de coger uno él mismo.
– Se sorprendería. La gente a menudo sabe más de lo que cree.
Evaluó a aquel hombre en un instante y decidió que era otro en el que una táctica abierta valdría la pena. Paddy era un hombre grande y brusco, de mirada viva y ojo astuto. Mas no una persona a quien hacer enfadar, pensó Robinson. Sus manos eran del tamaño de platos de carne.
– Nos interesa cualquier desconocido que haya pasado por Streech en los últimos meses, señor Clarke.
Paddy se rió a carcajadas.
– Déjeme descansar. Recibo desconocidos cada día, gente que toma las carreteras hacia el oeste, que se detiene para comer algo rápido. No le puedo ayudar en eso.
– Es natural, pero alguien mencionó haber visto a un viejo vagabundo hace un tiempo, pensé que habría venido aquí. ¿Le suena?
Paddy entrecerró los ojos a través del humo de su cigarrillo.
– Es extraño. No lo habría recordado yo mismo, pero ahora que lo dice, sí que tuvimos a uno aquí, dijo que venía andando desde Winchester. Parecía como un bulto de viejos harapos, se sentó en la esquina de ahí -señaló una esquina junto a la chimenea-. Mi mujer quería que lo echase, pero no me dio ningún motivo para hacerlo. Tenía dinero y se comportó, hizo que le duraran un par de pintas de cerveza hasta que llegó la hora de cerrar y entonces se fue andando, arrastrando los pies a lo largo del muro de Grange. ¿Creen que está complicado en ello?
– No necesariamente. De momento sólo estamos buscando pistas. ¿Cuándo fue eso? ¿Puede recordarlo?
El hombretón pensó un instante.
– Fuera estaba lloviendo a torrentes. Creo que entró para secarse. Puede que mi mujer lo recuerde. Se lo preguntaré y la llamaré si quiere.
– ¿Luego no está aquí?
– Ha ido a comprar al Cash & Carry. Volverá pronto.
Nick Robinson consultó su cuaderno.
– Tengo entendido que también representa el papel de buen samaritano con caravanas encalladas.
– Unas dos veces al año, cuando los idiotas toman el atajo. Es bueno para el negocio, de todos modos. Normalmente se sienten obligados a entrar y comer algo -asintió con la cabeza hacia la ventana-. Es culpa del ayuntamiento. Han puesto una maldita gran señal que indica el camping de East Deller en lo alto de la cuesta. Me he quejado, pero nadie hace caso.
– ¿Le pareció extraño algo de la gente que ha salvado?
– Hubo una vez un enano alemán que tenía una sola pierna y una mujer como Raquel Weteh. Eso me pareció raro.
Nick Robinson sonrió mientras tomaba nota.
– Nada extraño.
– No tienen demasiado en qué basarse, ¿no es así?
– Eso depende de usted.
Inconscientemente, el policía bajó la voz.
– ¿Hay alguien más aquí?
Los ojos de Paddy se entrecerraron ligeramente.
– Nadie. ¿Qué es lo que busca?
– Una charla confidencial, señor, preferentemente sin indiscretos -dijo Robinson, mirando las manos enormes.
Paddy estrujó la colilla encendida de su cigarrillo en un cenicero con sus dedos del tamaño de unas salchichas.
– Adelante -su tono no era atractivo.
– El cadáver se encontró en la casa del hielo en Grange. ¿Conoce la casa del hielo?
– Sé que hay una. No podría guiarle hasta ella.
– ¿Quién le habló de ella?
– Seguramente la misma persona que me dijo que hay un roble de doscientos años en el bosque -dijo Paddy, encogiéndose de hombros-. Tal vez lo supe por el folleto de David Maybury. No podría decirlo.
– ¿Qué folleto?
– Tengo algunas copias en algún lugar. David tuvo esta idea para desplumar a los turistas, quería convertir Grange en otro Stourhead. Sacó un mapa de los jardines con una breve historia de la casa e hizo imprimir unas cien copias. Esta idea no tenía ningún interés desde el principio. No se gastó ningún dinero en la publicidad y ¿quién demonios ha oído hablar de Streech Grange alguna vez? -dio un resoplido despectivo-. Estúpido hijo de puta. Era un tacaño, siempre esperaba algo a cambio de nada.
Los ojos de Robinson se encendieron radiantes de interés.
– ¿Sabe quién más tiene ese folleto?
– Estamos hablando de hace doce o trece años, sargento. Por lo que puedo recordar, David los ofreció a cualquiera que pudiese pasarlos a los turistas. «Para analizar el agua», dijo. Si alguien más conserva todavía una copia, no sabría decírselo.
– ¿Podría buscar las suyas?
El otro hombre dudó.
– Cristo sabe dónde están, pero lo intentaré. Puede que mi mujer lo sepa.
– Gracias. Tengo entendido que usted conocía a Maybury bastante bien.
– Tan bien como quería.
– ¿Qué clase de hombre era? ¿Cuál era su origen?
Paddy miró fija y pensativamente al techo, meditando sus recuerdos.
– Clase media alta, diría. Era el hijo de un comandante del ejército que mataron durante la guerra. No creo que David llegara a conocer a su padre alguna vez, pero el viejo coronel Gallagher desde luego que sí. Me imagino que por eso dejó que el matrimonio de Phoebe fuera adelante, pensó que el hijo cuidaría a su padre -sus labios se deformaron dibujando una sonrisa cínica-. Hermosa casualidad. David era un cabrón hasta la médula. La historia es que cuando murió su madre, tuvo que elegir entre ir a su entierro o asistir al Derby. Escogió el Derby porque el caballo favorito corría con una fortuna suya a cuestas.
– ¿No le gustaba?
Paddy aceptó otro cigarro.
– Era una mierda: el tipo que disfruta rebajando a la gente…, pero me proveía de vino peleón bastante decente, además de ser uno de mis mejores clientes. Compraba toda la cerveza aquí y venía a beber casi todas las noches -inhaló profundamente el humo-. Nadie lamentó su desaparición, excepto yo. Se fue cuando me debía más de cien libras. No me habría importado tanto si no fuera porque acababa de liquidar la cuenta del vino con su maldita empresa.